EL PAíS

El quinto

Por H. V.

Las presiones oficiales para que no prospere el juicio político al juez de la Corte Suprema de Justicia Antonio Boggiano van en la dirección contraria al saneamiento institucional. Ninguno de los tres argumentos empleados se sostiene. El primero dice que cuenta con el apoyo del Papa (como en su momento Baseotto y Massera). El segundo afirma que en caso de remoción, Kirchner designaría un quinto juez sobre los nueve de la Corte, con lo cual se replantearía la figura de una mayoría propia. Este razonamiento prescinde de la asimetría absoluta entre los jueces que designó Menem (con un par de excepciones, compinches políticos, económicos o sociales sin espesor intelectual alguno) y aquellos cuyos pliegos remitió Kirchner (cuya capacidad fue reconocida aun por quienes impugnan sus opiniones).
Una prueba clara de esa diferencia es que el gobierno no cuenta para convalidar la pesificación con el voto de Zaffaroni y Argibay y en cambio confía en el de Boggiano, siempre inclinado a la realpolitik. En todo caso, cualquier sospecha quedaría disipada si al producirse la vacante Kirchner escogiera a un jurista respetable pero crítico y del mismo palo confesional que Boggiano. El tercer argumento es que, a diferencia del ya destituido Moliné, Boggiano no falló en favor del pago de centenares de millones de pesos a uno de los más ostensibles testaferros del menemismo en el preciso momento en que se iniciaba la campaña electoral, sino por la inapelabilidad de los fallos de tribunales arbitrales. Esa distinción es irrelevante. Por empezar, Boggiano firmó un voto conjunto con el jefe de la bancada menemista en aquel tribunal, Julio Nazareno que, sumado a los de Moliné, López y Vázquez, formó la ajustada mayoría. Sin él, no había pago. Además, a último momento modificó su voto que fue el decisivo, lo cual, en un caso tan sospechoso, eleva el precio. Si lo que se intenta premiar es la picardía, lo merece. Vale la pena repasar el fallo.
La liquidadora de ENTel, María Julia Alsogaray, contrató con una empresa del Grupo Meller la edición de las guías telefónicas. En noviembre de 1996, Meller había reclamado el pago de 28,9 millones de pesos, que Alsogaray consintió sin discutir, como es usual entre esa clase de compañeros. La Sigen cuestionó el mecanismo de ajuste aplicado, la dirección de asuntos jurídicos del Ministerio de Economía descubrió que no quedaba nada por pagar y la Procuración del Tesoro consideró “de nulidad absoluta” la resolución de Alsogaray. Pero la ingeniera no se rindió. En vez de revocar su decisión impugnada, como correspondía, sólo suspendió sus efectos y la sometió a la consideración de “reconocidos juristas”, como si su interés fuera pagar y no defender el patrimonio público. Para destrabar el pago, Alsogaray solicitó un dictamen a otro destacado miembro de la hermandad, el ex ministro del Poder Ejecutivo y de la Corte Suprema, Rodolfo Barra. Por supuesto, también se pronunció en favor de Meller que, a su vez, recurrió al Tribunal Arbitral de Obras Públicas. Tres meses antes de las elecciones de 1999, el Tribunal Arbitral, integrado por dos representantes del Estado colonizado por el menemismo y uno de las empresas constructoras, laudó en favor de Meller.
La mayoría automática opinó que el Tribunal Arbitral era un régimen optativo y la elección del procedimiento administrativo importaba la renuncia del recurso a la justicia. El asombroso voto de Nazareno y Boggiano sostuvo que si las partes renuncian a un derecho nada impide incluso que lo sometan al azar, “que puede ser de un juego, apuesta o un echar suertes”, pues “la crisis actual de la seguridad jurídica conduce a las partes a elegir alternativas de solución de controversias prescindentes de la jurisdicción estatal”. Es decir, condenaron al Estado a aceptar un fallo arbitrario en vista de la inseguridad jurídica que ellos mismos instauraron. La disidencia de Fayt y Petracchi refutó esta pretensión. Si “la opción por la jurisdicción arbitral sólo puede ser ejercida por la contratista”, sólo para ella debería valer la “consiguiente renuncia a interponer recursos judiciales”. El régimen establecido “es voluntario para el contratista” pero “no lo es para el Estado Nacional, quien se ve compelido al arbitraje por su contraparte”. Según la doctrina nacional e internacional un arbitraje forzoso es “una jurisdicción de excepción”, cuyas decisiones “no pueden ser inmunes a la revisión judicial., que “constituye un imperativo del orden constitucional del que en definitiva depende la supervivencia misma del estado de derecho”.
Al entrar al fondo de la cuestión señalaron que los árbitros faltaron a su deber como jueces de la controversia porque omitieron pronunciarse sobre el punto central sometido a su jurisdicción, que era determinar si la decisión de pago de la ingeniera Alsogaray “constituía un acto regular y legítimo”, único caso en el que debía ser cumplida. “De lo contrario debía ser declarada lesiva del interés público y dejada sin efecto”. En consecuencia votaron por devolver las actuaciones al Tribunal Arbitral para que dicte un nuevo fallo, con algunas recomendaciones muy precisas, como calcular los pagos parciales que ya había recibido Meller y explicar cómo un saldo de 1,6 millón a valores de 1989 y 1990 pudo transformarse en 57 millones de 1996, según informó un perito contable, a los que la suma de intereses llevó luego a 400 millones. A una conclusión similar pero con sus propios concisos fundamentos llegó Augusto Belluscio. La Corte tiene competencia cada vez que se configure “una lesión constitucional fundada”. Esto es lo que ocurrió cuando el Tribunal Arbitral omitió pronunciarse sobre “la procedencia sustancial del reclamo de Meller” y la regularidad o no de la resolución de Alsogaray, que ordenó cumplir “sobre la base de afirmaciones dogmáticas y formales”. En tales condiciones, la decisión de los árbitros “no constituye una derivación razonada del derecho vigente”. Otro de los argumentos de Boggiano es que la inapelabilidad de los arbitrajes es una jurisprudencia tradicional de la Corte. Ello no es verdad. En 1974 (por unanimidad de sus miembros, Arauz Castex, Berçaitz, Díaz Bialet, Corvalán Nanclares y Masnatta), en el caso Sargo la Corte dejó sin efecto por arbitrario un laudo contra YPF que la condenaba a pagar en dólares gastos extraordinarios por la construcción de un gasoducto y oleoducto. El propio Boggiano admitió la apelación de un tribunal arbitral, tal como pedía la multinacional Max Factor. Si además de las abrumadoras razones éticas hiciera falta algún argumento de conveniencia para permitir que el juicio político avance como corresponde, basta recordar que la Corte Suprema será el tribunal al que la Nación Argentina recurrirá cuando comiencen a llover los fallos adversos en tribunales como el Ciadi, tan parciales en contra del interés público como el que Boggiano y sus compañeros de bancada consideraron inapelable.

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