EL PAíS › OPINION

Chau, Alfredo

Por Oscar R. González (*)

Será imposible no extrañar a Alfredo. En cualquier ámbito donde se moviera, su presencia era insoslayable, y lo sabía. Durante estos últimos quince años, compartimos pesares y alegrías, derrotas y éxitos, en la convicción de que era necesario dejar definitivamente atrás una época agónica del socialismo y refundar un partido con fuerte vocación de protagonismo y dispuesto a cortar amarras con muchas visiones arcaicas.
En nuestras solemnes reuniones, su personalidad, tan ajena al protocolo como proclive a la irreverencia, era francamente un soplo de aire fresco, aunque a veces, debo confesarlo, nos hiciera caer en el pasmo. No menos que sus chistes, contados con pertinaz frecuencia en los ámbitos acaso levemente propicios.
Pero el anecdotario no puede soslayar el significado de su vida política, de su reincorporación al partido. No es exagerado decir que con Alfredo los socialistas retomamos el contacto con las luchas populares y los trabajadores. Su figura era una suerte de salvoconducto que abría puertas insospechadas y que nos permitió volver a marchar con la frente alta, orgullosos de nuestra tradición y de nuestra renovada presencia política.
Pasional, inquieto e incansable, no era un secreto su frontalidad, sobre todo ante mezquindades políticas y personales que no terminaba de comprender ni de aceptar. Batalló como pocos por el engrandecimiento del partido al que se había afiliado siendo joven y por la unidad de las fuerzas progresistas, una actitud consecuente que no siempre fue comprendida en toda su dimensión.
Disfrutaba de la buena mesa, y era inútil y hasta contraindicado resistirse a una invitación de su parte. Así, pasamos muchas noches en parrillitas, pizzerías y bodegones cambiando ideas, hablando de la vida y, por qué no decirlo, acompañándolo, porque Alfredo necesitaba –aunque no siempre lo expresara– del cariño y la amistad de sus compañeros.
Tenía, asimismo, una entrañable relación con su familia, sus preciadas azaleas, los buenos tangos y los buenos libros, que atesoraba con pasión de adolescente y sabiduría de viejo. Eran también su refugio, acomodados obsesivamente en ese cuartito de la terraza en su casa de Saavedra, a la que solía llegar en ese fatigado pero indomable Taunus que era todo un emblema de su proverbial sencillez y austeridad.
Con Alfredo se nos va una etapa importante de nuestras vidas. Fueron muchos años de luchas y afectos compartidos, de encuentros serenos y discusiones altisonantes, de sinsabores matizados siempre por la esperanza en un futuro mejor. Fui testigo del cariño y la admiración con que lo saludaban hombres y mujeres sencillos, a los que prodigaba mejor atención que a muchos grandes personajes, con los que en cambio solía aburrirse, un estado de ánimo que no se esmeraba en ocultar.
Me tocó acompañarlo en momentos sublimes, pero también cuando los pesares invadían su corazón fuerte, sensible y generoso. Nos ayudó a crecer y a creer, y nos enseñó la importancia de los valores esenciales y las cosas sencillas. Me trató como a un hijo, consejos y rezongos incluidos. Yo lo sentí como a un padre.
* Diputado nacional del Partido Socialista

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