EL PAíS

Otra vez el flagelo

 Por Horacio Verbitsky

Mientras los decretos bonaerenses de María Eugenia Vidal declararon la emergencia de los sistemas policial y penitenciario de la provincia, reconociendo que son parte central de la crisis que quedó en evidencia con la triple fuga de General Alvear y la sucesión de torpezas hasta la mansa entrega de los prófugos rendidos por la sed y el cansancio, el decreto de Macrì utiliza ese mismo episodio para colocar a lo que llama sin especificaciones “el narcotráfico” como el principal problema de la Argentina. El Papa Francisco impulsa este enfoque, desde que era presidente de la Iglesia Católica argentina. Luego se plegó el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti, y no hay partido político que se resista a este canto de sirena vaticano. La idea de combate contra un enemigo externo a la sociedad que se caracteriza como un flagelo a destruir es la que fracasa en el mundo desde hace 40 años, cuando el ex presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon declaró la “guerra a las drogas”. Para seguir ese camino sin salida, Macrì decretó caduca la distinción entre seguridad y defensa, consagrada por acuerdos suprapartidarios durante cuatro gobiernos distintos, los de Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando de la Rúa y Néstor Kirchner. Sin ningún diagnóstico serio, la emergencia hace foco en la frontera norte como causa principal de los problemas del narcotráfico. La caracterización del comercio de narcóticos como violatorio de la soberanía nacional, es pregonada desde el Comando Sur para América Latina, pero no es la que aplica en su propio territorio. No hay fronteras mejor radarizadas ni Fuerza Aérea mejor pertrechada que las estadounidenses, lo cual no ha impedido que su mercado para el consumo de estos productos prohibidos sea el mayor del mundo. No hay otro país de la región que haya ido tan rápido y tan a fondo con la militarización de la seguridad que México, pero el año pasado la cantidad de homicidios creció casi 9 por ciento, según informes oficiales consignados por Reuters, hasta 17.013 en 2015. El presidente Enrique Peña Nieto intentó capitalizar la recaptura de Joaquín Guzmán, El Chapo. Pero según una encuesta del diario “Reforma” casi un tercio de los mexicanos piensan peor de su presidente desde entonces. En realidad, la confianza en la policía, los militares y los políticos se derrumbó luego del secuestro y asesinato de los 43 estudiantes en Ayotzinapa. Y otro arresto tuvo más efecto que el de El Chapo: en España fue detenido por lavado de dinero de Los Zetas un aliado del presidente, el ex gobernador de Coahuila Humberto Moreira. Fue puesto en libertad pero no podrá salir de España mientras se investigan sus nexos relaciones con ese grupo criminal. El Procurador General mexicano había dicho que no había elementos para acusarlo.

Durante las últimas campañas electorales, se presentaron proyectos de ley del Frente Renovador, la UCR, el PRO y el Peronismo Federal que permitirían aplicar la pena de muerte a quienes sean sospechosos de cometer un delito y no acaten desde el aire las órdenes militares, sin debido proceso en juicio previo y desconociendo la presunción legal de inocencia, además de violar el derecho internacional, que prohíbe el ataque a naves civiles que no constituyan una amenaza armada. Disposiciones de ese tenor ya han sido promulgadas en otros países de la región:

- Perú, por decreto presidencial de Alberto Fujimori en 1992. El programa fue suspendido en 2001 debido al derribo de un avión civil que causó la muerte de una familia de misioneros norteamericanos y una beba de siete meses, que no tenían relación alguna con drogas. Según el general peruano Carlos Bohórquez “hasta el año 2001 se derribaron o neutralizaron 101 avionetas: 30 eran colombianas y 30 peruanas; el resto eran de Brasil y otros países”. No hay datos sobre el número de personas que resultaron muertas o heridas en estas misiones. En 2015 el Congreso reimplantó la ley, promulgada por el presidente Ollanta Humala.

- Colombia, por un acta del Consejo de Seguridad en diciembre de 1993. Las leyes de Colombia y Perú se originaron en el programa estadounidense Air Bridge Denial (ABD). De acuerdo con el Ministerio de Defensa de Colombia, durante julio de 2009 y abril de 2010, se inutilizaron 13 aeronaves y se inmovilizaron 51. Según el informe “Estrategia Nacional para el Control de Drogas” de 2005 de la Casa Blanca, el programa colombiano coordinado con el Comando Sur, condujo en 2004 a la destrucción de 13 aviones. Pero no hay información disponible sobre el número de muertos y/o heridos en estas operaciones.

- Brasil, por ley sancionada en 1998, y reglamentada en 2004. Entre 2006 y 2013, fueron realizadas 120 misiones de persecución aérea en las regiones de frontera en Brasil. En 2009, tuvo lugar el primer disparo de aviso contra un avión sospechoso y en octubre de 2015 el primer intento de derribo, pero la aeronave logró aterrizar y su tripulación huyó sin ser identificada.

- Venezuela, por ley de 2012, reglamentada en 2013. En noviembre de 2013, el presidente Nicolás Maduro afirmó que su país había derribado 30 aviones supuestamente vinculados al narcotráfico, pero no hay información oficial sobre víctimas en esos episodios;

- Honduras y Bolivia, por ley, en 2014; dos años antes la Fuerza Aérea hondureña derribó dos avionetas sospechosas, por lo cual Estados Unidos decidió no seguir compartiendo inteligencia de radar con Honduras.

- Paraguay, por ley, en 2015. Durante el debate parlamentario se suprimió la referencia explícita al derribo, pero el articulo 5 autoriza a la Fuerza Aérea a “emplear los medios que juzgue necesarios para obligar a la aeronave (irregular) a aterrizar” donde le indiquen.

- Uruguay tiene una ley de derribo, pero ha decidido no aplicarla. Según explica el jefe de su Fuerza Aérea, su política ante un avión que no acata la orden de aterrizar es avisar a los países limítrofes para que ellos se encarguen.

Lo único tranquilizador es que con la dotación actual las Fuerzas Armadas argentinas sólo pueden derribar el prejuicio sobre su eficiencia para esa función.

Al asimilar el narcotráfico con una agresión militar extranjera se faculta la intervención de las Fuerzas Armadas en una cuestión de seguridad pública. La vasta experiencia internacional demuestra que esto contribuye a escalar la violencia sin entorpecer el negocio ilegal. El decreto de emergencia no reconoce que por corrupción y falta de profesionalización las fuerzas de seguridad son un engranaje fundamental de los mercados ilegales, así como la degradación de los sistemas penitenciarios y las deplorables condiciones de detención. Sus vicios no serán corregidos con los procedimientos de excepción para aumentar el número de efectivos policiales y dotarlos de mayor poder de fuego, como la convocatoria a personal retirado, medida que ya ha sido adoptada otras veces sin resultado positivo, porque obstaculiza cualquier reforma seria y desprofesionaliza a las fuerzas. Estos cuerpos policiales reforzados pero igual de violentos y corruptos son luego destinados a operativos de saturación en barrios pobres, sumando un problema más a las situaciones cotidianas de violencia que sufren sus habitantes. La declaración de emergencia no contempla medidas capaces de afectar el funcionamiento de los mercados ilegales como un mejor control del lavado de activos provenientes del narcotráfico que atraviesan el sistema financiero. Por el contrario, la unidad encargada de elaborar estas políticas pasará a ser conducida por especialistas que en la actividad profesional litigaron contra el Estado en defensa de acusados de narcolavado, y consideraron inconstitucional la legislación que ahora deberán aplicar. Tampoco se conocen medidas para intervenir en la relación entre fútbol y política, fenómeno que el crimen de Unicenter demostró vinculado al narcotráfico, y esto no se debe a que el flamante presidente carezca de conocimiento y experiencia en la materia. La declaración de emergencia está pensada como una medida de impacto comunicacional más que como una política consensuada, técnicamente eficaz, sustentable en el tiempo y evaluable por sus resultados. Las políticas de seguridad en general y de drogas en particular, deben surgir de diagnósticos rigurosos y de un enfoque de seguridad democrática, a partir de acuerdos políticos y sociales amplios que eviten medidas demagógicas e ineficaces. Estos acuerdos deben avanzar en el diseño e implementación de políticas de corto, mediano y largo plazo, orientadas a encontrar soluciones perdurables a las demandas sociales en materia de seguridad.

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