EL PAíS › OPINION

Pecados capitales

 Por Mario Wainfeld

“El Señor no nos dijo ‘ustedes pueden matar o no matar’. Pero debemos estar dispuestos a morir.”

Carlos Mugica, circa 1972

“Esta lucha es una lucha por la República Argentina, por su integridad, pero también por sus altares (...). Por ello, pido la protección divina en esta guerra sucia en la que estamos empeñados.”

Victorio Bonamín, vicario castrense, octubre de 1976

Un acusado fue condenado, con sobradas pruebas, previo cumplimiento del debido proceso legal. Ninguna institución se sienta en el proverbial banquillo porque el derecho penal de Occidente, cimentado en la presunción de inocencia, sólo admite procesar individuos. No se juzgó a la Iglesia Católica. El ciudadano Christian Federico von Wernich no es castigado por sus pecados (menos por su fe o sus valores) sino por sus delitos.

Los efectos políticos sí que trascienden al reo. Es la tercera sentencia ulterior a la nulidad de las leyes de obediencia debida y punto final. Habrá más tras los trabajosos trámites que impone la preservación de las garantías a los procesados.

Una consecuencia que se irá desplegando es el debate acerca de la responsabilidad, jamás penal pero sí política y hasta moral, de la cúpula de la Iglesia Católica. Casi de volea la comisión ejecutiva de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA) emitió un documento (ver página 5), sin duda redactado con antelación. La celeridad fue toda una innovación, el contenido muy lavado y distante, una repetición. La voluntad ostensible fue mitigar la repercusión mediática de un caso con escasos antecedentes en el mundo. Estar presentes en los titulares y en las primeras páginas en función de su pálida movida de ayer y no de su silencio de décadas.

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El juez Carlos Rozanski le explicó a Von Wernich que su intervención final no era para ejercitar su defensa (trámite ya cumplido) sino para pronunciar algunas palabras. Con sutileza, le subrayó que el derecho siempre le concede la última palabra al acusado. Un paradigma general que cobra insólito vigor en el que caso de quien hizo de la palabra un arma.

El ex sacerdote, con enorme presencia escénica, inquirió cuánto tiempo tenía y eligió como género el sermón. Ni una palabra sobre el hombre sometido a juicio, él mismo. Sí una reflexión sobre el sacramento de la confesión, sobre la historia de la Iglesia, sobre el demonio que acecha en los testigos que odian y (por ende) mienten. La reconciliación, esa bandera que los represores (y sus corifeos) aluden como tapadera de su impunidad, no podía faltar.

Al cronista siempre le impresiona que otro represor, Luis Patti, jamás niega los hechos que se le imputan. Los resignifica, desde el ángulo legal. A los militantes montoneros Pereira Rossi y Cambiasso no los asesinó, los “mató en combate”. Cuando se le reprocha haber torturado se vuelve leguleyo: la causa está prescripta, no hay testigos. En el caso del policía puede imaginarse que algo hay de proselitismo; hay quien lo vota por sus tropelías, no a pesar de ellas. Von Wernich, que no busca votos pero sí otro tipo de adhesiones, hizo lo mismo. No dijo que era inocente, no repasó los cargos, se amparó en los dos mil años de historia de la Iglesia Católica pero jamás habló de una de sus ovejas más negras, él mismo. Dos autoridades citó Von Wernich en su día ante el tribunal. Un texto de San Juan, según los conocedores, el evangelista favorito de Jesús. Y una frase del cardenal Jorge Bergoglio emitida en misa de siete el fin de semana pasado.

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La frase de Carlos Mugica citada como epígrafe alude a una de sus obsesiones. Siempre decía que estaba dispuesto a morir por sus ideas pero no a matar por ellas. Tamaña opción lo diferenciaba de muchos de sus compañeros, seguramente a ellos les predicaba. Su testimonio contrasta con el de muchos otros sacerdotes y obispos que sí apañaron el crimen, la tortura y la desaparición. Uno al menos, quedó probado, hasta cometió esos delitos.

En estos días memorables, vale recordar que los cristianos (laicos u ordenados) estuvieron de los dos lados del terrorismo del Estado: verdugos y víctimas. La obstinada opción de la jerarquía a partir de 1983 fue obstruir toda forma de investigación o juicio. Muy por debajo del compromiso de sus pares chilenos o brasileños, casi todos los purpurados se consagraron a legitimar y engrosar el discurso de la impunidad. Ningún abogado defensor de los genocidas fue tan persuasivo, tuvo tanta acogida social como la jerarquía.

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El múltiple homicida portaba un chaleco antibalas que jamás precisó. Nadie alzó la mano, menos un arma, contra él. La única insubordinación del público fueron unos vítores y aplausos en ciertos tramos del decisorio. El presidente del tribunal pidió calma, para cumplir con las formalidades y hasta eso se honró. La dignidad de las víctimas y los militantes de derechos humanos, un clásico en 24 años de democracia, pasó por La Plata.

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Larga y aciaga es la crónica de los sacerdotes que integraron las fuerzas de seguridad. Vicarios y capellanes castrenses o de la policía fueron, en lo político, primero instigadores luego cómplices. Fue usual que integraran la vanguardia de los genocidas y los cubrieran con relato ideológico-religioso. Fueron punta de lanza en el conflicto con el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo (MSTM), con mucha antelación a la dictadura.

Desde 1976, todo se radicalizó, contexto en que brota la cita de Bonamín recordada al comenzar esta columna.

La supervivencia de esos cargos, sufragados por el Estado nacional con nula transparencia e información, es una rémora (reavivada por el caso Baseotto) que la coyuntura habilita para desmontar. La necesaria polémica acerca de las complicidades debería potenciar una modernización de las relaciones entre Iglesia Católica y Estado, muy anacrónica, plena de privilegios no republicanos.

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Por razones de horario, el tribunal sólo leyó la parte resolutiva de su sentencia. Los fundamentos (“considerandos”, en jerga) se difundirán el primero de noviembre. Hasta entonces no se sabrá en detalle cuál es el alcance de la expresión “delitos de lesa humanidad cometidos en el marco del genocidio” que leyó Rozanski. Las querellas habían pedido que se consagrara el delito de genocidio, no incluido en la legislación escrita argentina. Ningún fallo local lo recogió hasta ahora. Es un punto debatido entre juristas. Habrá que ver el hilo argumental de los camaristas, la primera impresión es que se reconoce la existencia de un genocidio pero se condena por los otros delitos comunes, cuya enumeración ponía la piel de gallina.

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Fiel a un estilo poco democrático que no suele ser criticado por la prensa, la CEA emitió un comunicado al que no le puso voz ni cuerpo. El texto es breve hasta el laconismo. Da cuenta de un “dolor gravísimo” pero relativa la existencia de los crímenes con el asombroso giro “según la sentencia del Tribunal Federal Oral 1 de La Plata”. Una sentencia es un acto institucional, no una opinión. Como tal, obliga a todos los ciudadanos y a todas las organizaciones no gubernamentales. Von Wernich no es múltiple asesino “según los jueces”, es un homicida a la luz de las leyes argentinas. Llama la atención, proviniendo de quienes reclaman enfáticamente más institucionalidad, que se relativice (casi se ningunee) el valor de un acto de gobierno.

Dos omisiones restallan en el texto. La más grave: las víctimas brillan por su ausencia. Ni una alusión a ellas. Es dable esperar que no se las haya dado por nombradas en las alusiones que sí hay, al “odio y el rencor”.

La segunda ausencia es la mención de las señas personales de Von Wernich, así fueran su nombre y apellido.

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Habrá análisis jurídicos cuando se conozca el veredicto completo. Seguirán las controversias sobre la figura del genocidio. El Ejecutivo deberá ponerse las pilas y destrabar las designaciones de jueces que tiene muy frenada por desmanejos internos. Para acelerar los juicios en curso, la Corte Suprema deberá asumirse como cabeza del Poder Judicial, burilando una ingeniería procesal que abrevie tiempos sin mengua de las garantías a los acusados. También deberá ejercitar su poder de superintendencia con magistrados que chicanean como si fueran abogados de la defensa.

Con mucho para hacer y corregir, con internas y deudas pendientes, el sistema democrático funcionó. Mucho le debe a la tenacidad, la creatividad y la militancia de las organizaciones de derechos humanos cuya lucha pacífica sigue siendo un ejemplo insuperado.

El acusado, un psicópata de libro en su sermón de diez minutos, no manifestó arrepentimiento, ni siquiera introspección. La institución que todavía lo contiene en sus filas, tampoco.

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