EL PAíS

El maestro omnipresente

 Por Horacio Verbitsky

El mejor amigo del chico secuestrado en El Jagüel y degollado en una tosquera de Ezpeleta expresó dos deseos. Dijo que quería ser policía y que si se encontrara con los asesinos de Diego Peralta los torturaría. Sus dos deseos, en realidad, son uno solo y encierran una contradicción insoluble: es un valor incorporado que la policía abusa del poder que la sociedad le confiere para que la defienda pero, en casos como éste, el castigo salvaje a los criminales parece deseable. El amigo de Diego quiere ser policía para torturar a los asesinos, ya que no es posible ilusionarse con la pena estricta pero racional de la Justicia. La madre de Diego clamó un día por la pena de muerte y al siguiente agregó que debería aplicarse en una cámara de gas, que es el símbolo de las peores atrocidades cometidas por un Estado contra personas previamente reducidas a la indefensión. La campaña electoral tienta a algunos dirigentes políticos y la pugna por la audiencia a algunos periodistas a sumarse con temeraria ligereza a los deseos de venganza que surgen de la sociedad. El ex presidente Carlos Menem volvió a reclamar la imposición de la pena de muerte y el programa de televisión “La información” realizó una serie de entrevistas en la calle en procura de opiniones y propició un debate al respecto. Pena de muerte, sí o no.
El dolor y la indignación de quienes acaban de perder a un hijo o un amigo son inobjetables. Pero a ellos no les corresponde fijar la política criminal del Estado. La experiencia internacional acumulada en siglos no demuestra la eficacia de la pena de muerte para proteger a la sociedad del delito, y en muchos casos ocurre lo contrario. Sólo dos de los países más avanzados del mundo aún la aplican, Japón y Estados Unidos. Ambas experiencias corroboran su ineficiencia para cualquier objetivo que no sea calmar en forma momentánea la ansiedad que provoca cada crimen horrendo, pero al precio de tornar más probable su repetición próxima. El psiquiatra japonés Sadataka Kogi estudió 145 casos de condenados por asesinato y comprobó que ni uno solo pensó que podía ser condenado a muerte antes de cometer el delito. Lo mismo puede decirse de quienes en la Argentina han seguido matando policías a todo trapo en los dos meses transcurridos desde que el Congreso dispuso elevar a prisión perpetua la pena correspondiente.
En Estados Unidos 38 de los 50 Estados aplican la pena de muerte. La tasa de homicidios en la mitad de ellos supera la media nacional. En cambio, en 10 de los 12 estados donde no se aplica, la tasa de homicidios es inferior al promedio nacional. Una investigación del diario New York Times estableció que si se toman los promedios nacionales, en los últimos 20 años la tasa de homicidios en Estados que asesinan a los asesinos es entre el 50 y el 100 por ciento más alta que en los demás. Para que no queden dudas, estados vecinos, de población y problemática socioeconómica similar, registran diferencias en los niveles de violencia criminal, que sólo se asocian con la actitud estatal. La tasa de homicidios es menor enDakota del Norte, que no mata a los criminales capturados, que en Dakota del Sur, que sí lo hace. Y esta diferencia llega al 30 por ciento entre West Virginia y Virginia, donde se produce el mayor porcentaje nacional de ejecuciones sobre la población total.
Una comisión real británica examinó todas las evidencias disponibles en el mundo y concluyó que no había pruebas claras “de que la abolición de la pena de muerte haya conducido a un aumento de la tasa de asesinatos, ni de que su reintroducción haya llevado a una disminución”, por lo que la reimplantación pedida por algunos sectores de la sociedad fue rechazada. En Canadá, la abolición de la pena de muerte condujo a un descenso del índice de homicidios de 3,09 a 2,74 por cada 100.000 habitantes. En Nigeria, comenzó a penarse con la muerte el robo a mano armada y los casos aumentaron en la mitad. Sin pena de muerte, había 994 robos a mano armada por año. Con pena de muerte, la media anual subió de inmediato a 1.500. Más de mil personas han sido ejecutadas en Irán por narcotráfico, desde que la pena de muerte se impuso allí para ese delito, antes de la revolución de los ayatolas. Sin embargo el consumo y el tráfico han aumentado.
Dice el escritor y periodista francés Albert Camus en sus Reflexiones sobre la guillotina: “¿Qué es la ejecución capital sino el más premeditado de los asesinatos, al que no puede compararse el más enorme de los crímenes por calculado que sea? Cada asesino, cuando mata, se expone a la más terrible de las muertes, mientras que aquellos que lo matan, no arriesgan nada si no es el ascenso”. La sociedad “¿no es responsable al menos en parte, del crimen que reprime con tanta severidad? Toda sociedad tiene los asesinos que se merece”. Antes aún, en 1928, el juez Louis Brandeis había escrito un voto de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos con argumentos afines a los de Camus. Lo hizo en un caso que no versaba sobre la pena de muerte, sino acerca de la admisibilidad de que para investigar ciertos delitos el Estado violara la ley. En aquel momento, Brandeis quedó en minoría, pero cuatro décadas después, en otro caso equivalente, una nueva mayoría le dio la razón. Dicho con las inmejorables palabras del juez Brandeis, en el caso “Olmstead”: “Nuestro gobierno es el poderoso, el omnipresente maestro. Para bien o para mal, con su ejemplo enseña a todo el pueblo. El delito es contagioso. Si el gobierno quebranta la ley, inspira desprecio por el derecho, invita a cada hombre a tomar la ley en sus manos, a la anarquía. Declarar que en la aplicación del derecho penal el fin justifica los medios, que el gobierno puede cometer delitos para llegar a la condena de un delincuente privado, provocaría una terrible retribución”. ¿Eso es lo que necesita la Argentina?

Compartir: 

Twitter

SUBNOTAS
 
EL PAíS
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.