EL PAíS › OPINION

Una aterradora autoconfianza

 Por Robert Fisk *

No eran los ojos que miraban fijos, ni la forma en que tomó una manzana delante de mí y la cortó cuidadosamente. Era el sacudón de manos vicioso, el apretón de acero que hicieron doler mis dedos. “Imad Mughnieh”, dijo, como para demostrar que no estaba huyendo, no tenía miedo de usar su nombre real. Sí, dijo, era un “miembro de la Jihad Islámica –yo sabía muy bien que era el líder de la organización que había organizado el secuestro de tantos rehenes occidentales en Beirut–, pero estaba en Teherán, en el piso alto de un hotel de lujo. A salvo de sus enemigos una vez más, eso es lo que pensó cuando se trepó a su auto en Damasco el martes por la noche.

Mughnieh era un enemigo de Estados Unidos, un enemigo de Israel: la negación de responsabilidad de este último por la bomba que lo mató será vista por sus partidarios como un mero juego lingüístico y él conocía los riesgos. Su hermano había sido asesinado en Beirut con una bomba destinada a él y su odio por el jefe de la CIA en Beirut, muerto por la Jihad Islámica después de su secuestro en 1984, era suficiente prueba de la guerra de Mougnieh con Estados Unidos. William Buckley de la CIA fue secuestrado, me dijo Mougnieh, porque estaba controlando el gobierno libanés proestadounidense del presidente Amin Gemayel, cuyo ejército había capturado a miles de musulmanes, civiles y hombres de la milicia, algunos de los cuales fueron torturados a muerte.

Yo había ido a ver a Mougnieh para pedir la libertad de mi gran amigo y colega Terry Anderson, el jefe de la oficina de Associated Press en Beirut, secuestrado en 1985 y mantenido durante casi siete años en habitaciones selladas y celdas subterráneas. Mougnieh trató de tranquilizarme. “Créame, Robert, lo tratamos mejor de lo que se trata usted mismo.” Tuve escalofríos. No lo creí. Había escuchado ese lenguaje antes. Como respetaban a los inocentes a los que tan cruelmente habían privado de su libertad, la misma libertad que exigían para sus propios amigos y partidarios.

Quizá Mougnieh presintió esto. Cuando le pregunté por Terry –esto fue en octubre de 1991, un mes antes de que fuera liberado–, Mougnieh me miró fijamente. Sus ojos nunca se apartaron de mi rostro salvo cuando quería discutir una frase con sus amigos en la misma habitación. Iniciaba sus comentarios con las primeras palabras del Corán, de la misma forma en que lo hacían los mensajes y videos de los rehenes de la Jihad Islámica. Este era el hombre que había capturado a Terry y que me hubiera capturado a mí si los ocupantes de los autos como tiburones que deambulaban por la Corniche de Beirut me hubieran agarrado. Era totalmente inflexible.

“Tomar a gente inocente como rehenes está mal”, admitió ante mi asombro. “Es una maldad. Pero es una elección y no queda otra. Es una reacción a una situación que se nos ha impuesto –si quiere preguntar sobre la existencia de gente inocente entre los rehenes, entonces esta pregunta no debería hacerse a nosotros solamente, cuanto Israel secuestró y encarceló a 5000 civiles libaneses en el sur del Líbano en el campo Ansar.” Israel en realidad había encarcelado a estos hombres en Ansar después de su invasión en 1982. Amnesty International había condenado las condiciones bajo las cuales fueron capturados. “La mayoría de la gente en Ansar era inocente”, añadió Mougnieh –no definió inocente– “y esto sin mencionar a la invasión misma y la matanza de tanta gente”.

Mougnieh, libanés de nacimiento, era un hombre de una aterradora autoconfianza, de absoluta fe en sí mismo, algo que compartía con Osama bin Laden y –hablemos francamente– con el presidente George W. Bush. Se decía que la Jihad Islámica torturaba a sus enemigos. También lo hace Al Qaida. Y también, como todos sabemos, lo hace el ejército de Bush. Mougnieh –y nuevamente deberíamos hablar abiertamente sobre esto– era una importante figura valorada y respetada en el aparto de seguridad de Irán. La “Jihad Islámica” era un satélite del Hezbolá libanés, un antiguo Hezbolá no reformado cuyo liderazgo querría ahora olvidar –y aun negar–- su asociación con secuestros. En ese sentido, Mougnieh era un hombre del pasado, jubilado en Damasco, más a salvo ahí para los iraníes que encerrado en una habitación de hotel de Teherán.

Pero allá en sus días como un oficial de inteligencia era un hombre poderoso. Por el sufrimiento que le había causado a Terry yo debería odiarlo. Pero no lo odiaba. Durante nuestra conversación, de pronto se enojaba, golpeando su puño derecho furioso mientras condenaba a Estados Unidos por su apoyo a Israel y por derribar a tiros a un avión civil Airbus iraní sobre el golfo en 1988. Yo había visto este tipo de furia antes, en los cementerios y en las tumbas masivas. Si se había aliado con Irán, su pasión era genuina.

Rogué por Terry nuevamente. ¿No podía sentir compasión por mi amigo? Otra vez sus ojos estaban fijos en mí. “Por supuesto, sería muy fácil encontrar la respuesta a esta pregunta si usted hubiera sido la madre o la mujer de uno de los rehenes en Khian (la prisión de tortura de Israel en el sur del Líbano) o la madre o la mujer de Terry Anderson. Mis sentimientos hacia el dolor mental de Terry Anderson son los mismos que mis sentimientos hacia la madre o la mujer de Terry Anderson.” Amnesty también había condenado las torturas en Khian.

Ahora Mougnieh estaba haciendo el rol más famoso de todas las novelas estadounidenses: el “enemigo número uno” de Estados Unidos. Este país no estaría llorando si Israel hubiera matado a Mougnieh ayer. Estados Unidos quería a Mougnieh muerto o vivo –y por las razones de siempre–. No menor fue su actuación en el secuestro del vuelo de TWA 847 de Atenas a Roma en junio de 1985. Mougnieh era uno de los hombres armados a bordo y exigió la liberación de 17 miembros de la Jihad islámica encarcelados en Kuwait y de 753 prisioneros chiítas libaneses presos en Israel.

Después de volar sobre el Mediterráneo, el avión –casi todos los pasajeros eran estadounidenses– eventualmente aterrizó en Beirut donde un estadounidense, Robert Stetham, fue cruelmente golpeado en la cara y en el cuerpo antes de que le dispararan en la cabeza y luego tirado desde el avión frente a las cámaras del mundo. Vi su cuerpo en el hospital American University, el rostro gris, tirado al lado de una gorda mujer palestina que había muerto en una batalla entre los milicianos chiítas y la OLP.

Los hombres armados chiítas musulmanes leales a Nabih Berri –hoy vocero del Parlamento prosirio del Líbano– atacaron el avión, metieron a la mayoría de los secuestradores y de los pasajeros en vehículos y partieron rápidamente hacia los suburbios del sur de Beirut. Todos los pasajeros fueron liberados, pero Mougnieh y sus camaradas fueron llevados secretamente a Damasco –sólo para reaparecer al comando de un avión kuwaití secuestrado con exigencias similares y con un asesinato igualmente brutal: el de un oficial de la brigada de bomberos de Kuwait en el aeropuerto de Nicosia–.

Quien a hierro mata, dicen, a hierro muere.

De ahí el ataque con bomba en Damasco, no lejos de una escuela iraní, cerca de un local de la oficina de inteligencia siria, explosivos bajo el propio auto de Mougnieh y un cuerpo arrastrado del vehículo por policías.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

Traducción: Celita Doyhambéhère.

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