ESPECIALES › LA POLíTICA DE LA CRISPACIóN

Crispados

Entre la descalificación y el desprecio, el clima de la política aparece como si existiera una confrontación terminal con tonos apocalípticos. Verdadero rasgo de época, la crispación tiende a negar al otro, a ocultar que, en realidad, no hay tantas diferencias. O a esconder las verdaderas diferencias

El malestar en la política

LEON ROZITCHNER

En el azul del cielo, o en el de la bandera, el horizonte político se nos ha achicado como nunca antes. Basta con mirar la cara de la gente por la calle. ¿Por qué no hay una política transformadora de las condiciones tan penosas? ¿Por qué la política tiene que ser siempre frustración e impotencia?

Habría que reconocer primero que las condiciones históricas que vive el mundo son muy pesadas. ¿Ustedes creen acaso que al terror que hizo que desaparecieran poblaciones enteras en el mundo no se agrega el que vivimos nosotros no hace muchos años? ¿Y que en el espacio que la democracia abrió luego esa amenaza no sigue vigente aún entre nosotros? Aquí, como en tantos países, el neoliberalismo cooptó o compró a los partidos políticos, socialdemócratas y conservadores, a la Iglesia, medios de comunicación, intelectuales y sindicatos. Quizás esa lucecita que se iluminó luego, hasta ahora más tenue y vociferada antes que aplicada, sea la que sostiene a Kirchner pese a la frustración que provoca la política real que está desarrollando.

¿Por qué la crispación, una crispación nueva, recorre todo el campo de la política? Todos saben ahora de las amenazas que se ciernen y se incrementan sobre el mundo, sienten venir las tormentas antes lejanas (nieve, bosques arrasados, hielos polares derretidos, hambrunas, guerras) que anuncian su llegada. Pero mejor es no pensarlo. Presienten que lo ganado por el neoliberalismo, al menos con esta política, no se recuperará nunca: las nuevas condiciones han llegado para quedarse o para empeorarse, y la impotencia nos gana. Cuanto menos se hable de lo que se aproxima, más se tensa la crispación por lo que está avanzando sin poder decirlo para enfrentarlo.

¿Entonces, para qué escribir otra vez sobre el malestar en la política y seguir hablando de la coyuntura y de las próximas (y repetidas) elecciones, en espera de que el mal tiempo pase, mientras el buen tiempo y los días soleados son para ellos, y las mayorías aplastadas esperan, como decía una canción de la Guerra Civil Española: “que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan y los ricos mierda mierda”?

La revolución que ha triunfado mientras hace pocos años se esperaba otra (¡hace sólo 40 años!) fue en verdad la que el cristiano-capitalismo preparaba: la revolución más feroz y sanguinaria que asuela ya casi toda la Tierra. Nunca, desde que el mundo es mundo, en ningún otro siglo como en el XX, hubo un aniquilamiento de vidas humanas tan monstruoso: cientos de millones desaparecieron por su intermedio, incrementadas en el que comienza. Porque ésta, a diferencia de aquella revolución que prometía un mundo mejor para todos, lo está destruyendo. Es una revolución sin futuro: vive al día, como las oscilaciones de la bolsa. No porque exista ese pueril determinismo de la historia del que algunos esperaban la caída del capitalismo: el capitalismo va a caer porque su triunfo final promete y nos adelanta el fin de este mundo tal como durante siglos los hombres mal que bien lo construyeron. Porque la Naturaleza no le tiene miedo a los hombres.

Todos vamos sintiendo que la destrucción y el aniquilamiento avanzan sin que encuentren un límite: el siniestro progreso al infinito del capital financiero, indiferente a toda valoración humana, arrasa el mundo. La “acumulación primitiva” nunca se acaba. Entonces la gente siente el pavor de la amenaza, y se petrifica sin atinar a nada, salvo el sálvese quien pueda. De allí las caras de tantos argentinos.

La crispación de nuestros políticos –à la mode antes y fashion ahora– responde a que ellos también sienten el campo de la política estrecho y limitado, porque el terror y el miedo también los han invadido. Si esos políticos, meros administradores y/o burócratas, nos confesaran cuáles son sus miedos, nos dirían que temen suscitar un verdadero apoyo desde abajo, multitudinario, que los obligue a hacer lo que no han hecho. Eso los asusta. El peligro que ellos no enfrentan lo ponen a cuenta de salvarnos a nosotros de un desastre peor del que vivimos. ¿Somos pesimistas por describir lo que tantos sienten?

La relación de la ciudadanía con los políticos de los partidos mayoritarios tiene varias dimensiones. Las visibles primero, y luego aquellas que, acalladas, no se dicen. Es obvio: el político nunca dice la verdad completa. Quienes la dicen y la desnudan desde la izquierda son minoría, pero no es suficiente para resolver el dilema que el peligro de su aplicación plantea. Política administrativa, no hay casi política porque no hay casi alternativas, nos dicen: el margen se ha estrechado, hasta desaparecer casi. El peligro y el riesgo fueron radiados de la política que podrían exigirle las mayorías. Estas, las verdades calladas de lo que nos pasa –aunque están en reserva en lo imaginario– son justamente las más importantes: sobre su existencia se juegan todas las dimensiones de la realidad plena.

Los políticos, casi todos ellos, actualizan una sola dimensión de la realidad que vivimos, la que se debate en el campo de la arena política acotada por el poder realmente dominante. Pero el discurso en realidad alude o hace guiños a todas esas otras verdades que no pueden ser enunciadas. Y esas verdades son, sin embargo, las que están, impacientes o expectantes, al acecho. Es sobre ese no dicho que el político normal actúa. ¿Quién se atreve a penetrar más hondo para movilizar lo que el miedo y la represión contiene para que aparezca y se convierta, siendo masivo, en una gran fuerza? La política avanza como un barco cercado de icebergs: sabe que la mayor masa de hielo está bajo el agua, y sólo una pequeña punta anodina sobresale. De esa punta sólo el político sagaz sabe lo que esconde. Mejor dicho: casi todos lo saben, y sobre ella trabajan –para disolverla unos, para sacarla a flote otros–. Toda política arrastra su masa crítica, invisible, debajo del agua: el peso gravitatorio de las mayorías silenciadas.

¿Qué los diferencia? ¿Cuál es el margen del movimiento de Kirchner? Parece mínimo, casi no despega de los que se le oponen, pero existe. Si no existiera esa diferencia no habría política, que es siempre expectativa en acto. Ese margen no puede ser confesado –quieren que pensemos– porque mostraría entonces la complicidad con lo que dice que combate: toda apertura se mueve entre la expectativa de la mayoría y el miedo de los que realmente tienen el poder y se sienten amenazados con perderlo. Kirchner, con su política de derechos humanos, representa en el imaginario social un “montonerismo” aplacado que estaría de vuelta de la lucha armada. De eso lo acusa la derecha, porque ella teme las astucias imprevisibles de la historia, y no le perdonan. Se ponen histéricos: ellos también tienen miedo, pero de que los derechos humanos se extiendan hasta los derechos sociales. En política nunca las palabras son flatus vocis: arrastran promesas o amenazas. Aunque por otro lado es eso mismo quizás lo que lo lleva a Kirchner a ser aún mayoritario: la esperanza de un cambio incruento de una población vencida pero no desahuciada en lo imaginario.

La mirada del político abre o cierra los ojos de toda la gente, para que vean o no vean la realidad, unos para espantarla, otros para que nos animemos a mirarla. La política regula la realidad para agrandarla o achicarla: operan las cataratas para ver más claro, o enturbian y espesan más todavía la mirada. Y se nos pide que tengamos confianza en lo que nos muestran: sólo nosotros sabemos por qué lo hacemos, pero no podemos decirlo –nos susurran al oído– porque entonces se acabaría el juego. Piden que nos quedemos quietitos en el molde. Pero tampoco nos confiesan –y esto es lo más grave– cuál es el obstáculo real que enfrentan para no hacer lo que prometían, para que entonces nosotros podamos ayudarlos. Los obstáculos que no se declaran públicamente impiden que la crispación que todos sentimos pueda tener un contenido objetivo: comprender cuál es la piedra que encuentra esa política en el camino. Si Kirchner hablara claro y pidiera apoyo podría motivar un movimiento que desde abajo lo apoye con su fuerza viva. Así el gobierno podría incrementar su poder: tener más fichas para ponerlas en juego. No, por favor, no lo hagan –susurran en voz baja– la oposición se daría cuenta de nuestra estrategia. Y entonces, como si la política jugara al oficio mudo, pensamos que es cierto. Y nos quedamos quietos, esperando, esperando: no queda otra. Sólo emergen breves y fugaces puntos de conflicto donde se encrespan las crestas de los gallos de riña que ponen en el ruedo: lo demás está oculto a nuestros ojos.

Nos dejan sólo con el imaginario que el discurso a veces despierta, como por ejemplo cuando en Bolivia, bien lejos, Morales acusó a la Repsol por primera vez desde que es presidente. Pero por otro lado no hace mucho provincializó la propiedad, antes nacional, del petróleo en beneficio de la Repsol. ¿La distancia entre los hechos y la palabra hasta cuándo podrá ser mantenida sin que haya que decidirse por lo uno o lo otro? La imaginación expectante cuando mira los hechos se convierte en realidad sufriente. Sería bueno que Kirchner pensara que la realidad política es a la larga implacable: pasivos y mansos pero frustrados ¿le seguirán teniendo confianza? Ese es el punto: apostar a una credibilidad exagerada. Lo sabremos pronto.

Ese es el juego de la política, y por eso los gritos de traición que cunden, tanto aquí como en Brasil o en Uruguay. Porque si no hay política en serio, aunque haya políticos y elecciones, sólo habrá terror económico presente como hubo terror militar antes, y entonces el tiempo futuro –no nos damos cuenta– estará clausurado. Un político demasiado astuto corre el peligro de volver a cerrar la apertura del espacio público que su osadía abrió, porque toda política tiene plazo fijo. La política desaparece entonces como posibilidad abierta, la ínfima credibilidad se pierde y la crispación cunde.

Entonces: ¿nos animaremos a juntarnos y ponernos de pie, todos juntos en todas las plazas, para imponer como lo hicieron los bolivianos –sí, los “bolitas”, no los porteños– e intentar cambiar las cosas desde abajo: impedir que la catástrofe globalizada que se anuncia también nos coma vivos? No hay que matar a nadie para ser más fuertes que ellos. Con Kirchner se trata todavía, nos dicen, de esperar un poco. Pero sería bueno si la gente saliera otra vez a la plaza para saber al menos en qué consiste la esperanza.

Crispaciones eran las de antes

EDUARDO GRÜNER

Hace muchísimos años, Félix Schuster me enseñó la diferencia entre lo que él llamaba filósofos profundos y filósofos hondos. Los primeros (pongamos Descartes, Kant o Hegel) construyen grandes, elegantes y completos sistemas que son verdaderos monumentos de inteligencia lógica. Los segundos (pongamos, Kierkegaard o Nietzsche) se despreocupan del sistema para calar “hondamente”, con vena poética y/o trágica, en el alma, en las pasiones, en la carne. Unos apuntan al logos, los otros al pathos; unos a la cabeza, los otros al cuerpo. Los dos son necesarios, sin duda, y hay entre ellos entrecruzamientos, matices. Pero Félix tal vez me perdone si yo –aprovechándome de la invitación de este diario– imagino un tercer grupo: los filósofos crispados. Estos son los que, aunque sea coyunturalmente, han adoptado de manera excluyente una causa que los motiva a usar las armas de la crítica filosófica para estigmatizar, y si es posible demoler, las otras posiciones, que desde la crispación son necesariamente posiciones enemigas, irreconciliables. Marx tiene momentos así. O el propio Nietzsche, cuando siente que la crispación es más eficaz que la hondura. Heidegger también, aunque casi siempre arropa su crispación en “hondonadas” poetizantes. O Sartre, en textos como el prólogo a Los condenados de la Tierra y otros. Este señalamiento no pretende ser una crítica. Al contrario: muchas veces las ideas, cuando son verdaderamente fuertes –y no importa, en este momento, si son correctas o equivocadas– requieren, demandan, un tono crispado y hasta violento, un estilo de manifiesto exacerbado que aclare, con la nitidez de una navaja bien afilada, la posición. Pero aquella fortaleza de las ideas no proviene de las ideas por sí mismas. Mucho menos de la mera crispación de los enunciados. Hace poco –en algún pliegue de estas mismas doce páginas–- León Rozitchner explicaba, hondamente, por qué para hacer filosofía no bastaba, y más bien era un obstáculo, el saber del filósofo profesional. Pero también, siguiéndolo, se podría decir: para tener ideas fuertes, y una causa que defender, no basta la crispación retórica. Hay que, primero, sentir el cuerpo tironeado por una necesidad, no generada por la propia motivación de decir algo, sino porque mi decir crispado responde a un estado del mundo que se me ha vuelto intolerable. Y para eso, en efecto, tiene que estar en juego un mundo, y no una simple colección de anecdotarios más o menos triviales. Los autores que citábamos más arriba, en sus momentos más crispados, están haciendo política en la acepción más amplia pero más estricta, más virulenta pero más noble: sea para tomar partido en la lucha de clases, para denunciar el acontecimiento de la muerte de Dios, para recusar la “metafísica de la técnica”, para escupir diatribas contra el genocidio colonial (y, otra vez, no importa aquí nuestra opinión sobre cada una de esas cuestiones). La crispación es un momento de lo que se percibe como poniendo en juego el destino de la polis, de la Ciudad, del ser social en una instancia dramática de su historia, en un punto de no-retorno cuya percepción por parte de la sociedad tiene que ser puesta en palabras crispadas y crispantes, a los gritos si fuera menester.

No es eso, va de suyo, lo que están haciendo nuestros políticos actuales. La cotidiana crispación –ella sí, “retórica” en el sentido vulgar– que las palpitaciones de un año electoral consagran como gimnasia de oralidad mediática, es poco más que el abuso de lengua contra el permanente vacío con el que se enfrentan. Y no es que no haya materialidades bien dramáticas que afecten a la polis nacional. Es que el talante hegemónico –no estamos diciendo ninguna novedad– es precisamente el de no afilar la navaja de las verdaderas posiciones (si las hay) que, se cree, pudieran sobresaltar las curvas de medición de la intención de voto; y en particular las de la “clase media”, esa categoría ya constitutivamente vacía y residual, que por alguna enigmática razón pasa por ser la franja demográfica que decide el peso de las urnas.

Entonces –es nada más que un ejemplo propiciatorio–: la sociedad ruralista, quién sabe si acuciada por la reinante metafísica no de la técnica sino de la soja, presenta su reclamo crispado como si lo que estuviera en juego fuera el destino mismo del “ser nacional” (que, como se sabe, ha dependido siempre de los Shorthorn y el candeal) y no el ansia de tener ganancias fabulosas y no solamente espectaculares. Y el Gobierno responde crispadamente como si lo que estuviera en juego fuera, una vez más, una épica de emancipación nacional y popular respecto de las grandes oligarquías parasitarias, y no, otra vez más, el sempiterno tironeo de “interna” empresarial entre unos puntitos más o menos de la renta agraria versus otros puntitos más o menos de la renta industrial, etcétera. Y el misterioso “valijero” con sus torpes ochocientos mil verdes crispa los discursos mediáticos, y sobre todo los silencios tensos de las partes implicadas, como si lo que estuviera en juego fuera el futuro del socialismo del siglo XXI chavista, o la gran conspiración antibolivariana que frustrará definitivamente el gran relato de la unidad latinoamericana, y no alguna maniobrita de cuarta para descolocar quién sabe a quién, o sencillamente la palurdez de un vivillo demasiado seguro de sí mismo. Y la mudanza de la policía a propiedad de Buenos Aires crispa el “debate” (es una manera de decir) parlamentario, como si lo que estuviera en juego fueran las grandes hermenéuticas críticas a propósito de la noción de seguridad, y no los tira-y-afloja contables que podrían incidir en el futuro humor de la sacrosanta porteñidad. En cambio, ninguna crispación discursiva escuchamos por aquí a propósito de Irak, de Somalía, de Haití, o mucho menos de la solución final (así la llamó el futuro Jefe local, créase o no) para la Villa 31: todos lugares donde se juega bastante más que, digamos, la distraída bolsa de una ex ministra de Economía.

Por favor, que se nos entienda bien: no cabe duda de que detrás de estas sintomatologías histeroides hay, o puede haber, grandes cuestiones que afectan al cuerpo de la polis. Muchos de nuestros más grandes ensayistas políticos (de Sarmiento a Martínez Estrada, de Scalabrini Ortiz a Murena, de Alberdi a Astrada) han usado pre-textos aparentemente coyunturales para tirar de la punta del ovillo de las grandes crispaciones argentinas. Pero, justamente: nuestros actuales crispados ocultan con su crispación sobreexaltada la liviandad espumosa de unas “políticas” que nada tienen que hacer con las gestas épicas y los grandes relatos (ni lucha de clases, ni muerte de Dios, ni desocultamiento del Ser, ni levantamientos de la dignidad periférica contra el neocolonialismo), sino con cómo “mide” éste o aquél de acá al 28 de octubre: las grandes crispaciones de la filosofía de la historia argentina (que en altri tempi producían semanas trágicas, bombardeos de las grandes plazas, cordobazos, desfiles heroicos de pañuelos blancos o lo que fuere) terminan no en el reino de la libertad conquistando al de la necesidad, ni en el Estado ético mundial de Hegel, ni en la platónica República de los Sabios, sino en la rutinaria serialización de la oferta en el cuarto oscuro –que, para colmo, lo acaba de demostrar Adrián Paenza con todo rigor matemático, ni siquiera garantiza una democracia modestamente “procedimental”–. Seguimos estando, parecería, bajo el síndrome del todavía-no (para decirlo con Ernst Bloch) del 19/20 de diciembre del 2001, esa crispación de largo alcance –aunque en su momento haya tenido patas cortas– que sigue siendo el gran fantasma que recorre el así llamado sistema político nacional (y no sólo). Lo sepan o no, todos, sin dejar afuera a ni uno solo, los miembros de la “clase política” –incluyendo a quien mejor entendió lo que allí se jugaba, entendimiento que lo llevó a ganar el poder desde la casi nada, con una estilística diversa a la usual pero sin sacar los pies del proverbial plato– invierten ahora en crispaciones módicas los intereses que a duras penas lograron rescatar de aquella cuasi quiebra. Ya nadie en la Argentina asume que representa (o al menos, quisiera representar) grandes proyectos de clase, o nacionales, o regionales, o simplemente de izquierda o de derecha: nuestras crispaciones son todas de extremo centro, pero no apuntan a ningún centro extremo problemático que autorizara plumas, palabras o espadas crispadas de verdad como las arriba citadas. Fórmula sencilla: nuestra actual política crispada es directamente proporcional a la ausencia de una radical crispación política causada por lo que otrora se llamaban los “grandes temas de la realidad nacional”. Permítaseme citar a otro gran “pensador” (como se dice ahora, ya que no hay más “intelectuales”): Freud, siguiendo a Leonardo y tratando de explicar la política (es decir, la ética) de su teoría, hacía la distinción entre la via di levare –que consiste en retirar la hojarasca superflua para llegar al hueso de la cuestión– y la via di porre –que consiste en tapar con esa hojarasca el lugar de la nada–. ¿Hace falta sugerir cuál de esas vías, que ni siquiera es una “tercera”, han elegido nuestros crispaditos políticos?

En fin, quizás haría falta inventar aún una cuarta categoría de filósofos: los relajados, que supieran adoptar una sana distancia irónica ante las crispaciones engañosas (incluidas las autoengañosas) de nuestros políticos. Pero, a decir verdad, sería prematuro: todavía hay demasiadas razones para crisparse en serio.

Genealogía de la crispación

HORACIO GONZALEZ

Un sentimiento incómodo invade el razonamiento político cuando percibimos que la confianza pública queda constreñida por algún hecho inesperado, surgido de las sombras. Parece fácil que se arruinen experiencias que de antemano habían originado expectativas. ¿No es así el trámite mismo de la política y la historia? El gran periodismo parece haberse inventado para hacer la crónica balzaquiana que más le complace, la de la caída de las ilusiones. ¿Y ahora, cómo salir del desconcierto?

Podríamos considerar que las sociedades contemporáneas sostienen tres discursos esenciales. El primero es el de los movimientos populares de la tradición social y democrática. En una rápida descripción, nos encontramos en Latinoamérica con el súper-protagónico chavismo y su gran leyenda movilizadora; con la sobresaltada experiencia posperonista de Kirchner; con Tabaré Vázquez y su modernización asociada a una apuesta con escasos reparos a la globalización; en Bolivia con el complejo indigenismo nacional de resarcimiento; y en Chile con un socialismo racionalista, tecno-liberal. Por último, está Lula y su difícil equilibro entre el proyecto de gran potencia industrial y la promesa de una sociedad equitativa.

El segundo discurso es el que proviene de los modismos más evidentes de los medios de comunicación. En todo el mundo han desarrollado un modelo de fiscalía heredado de las grandes experiencias jurídicas de sociedades que consagraron los derechos individuales, pero aliado a una retórica folletinesca, que también hereda el corte espectacular de los relatos periodísticos inventados en el siglo XIX. La investigación sobre los procedimientos políticos en el plano interior de las maltrechas instituciones estatales tiene el éxito que les provee la existencia real de una cuestionable diplomacia secreta, decisiones en la penumbra y proposiciones no excusables por cualquier sistema moral que sea. El giro de los medios de comunicación hacia la inspección integral de las acciones políticas construye un relato que apela a las expectativas ficcionales y a la imaginación colectiva de un público que secretamente admira las conspiraciones develadas y los arreglos de trastienda.

Un tercero es el de la desactivación de la historicidad social a través de las vertientes fundamentales de una nueva ética transpolítica. De ahí su misterioso atractivo. Por un lado, tenemos un neo-puritanismo que se basa en una tradición republicana de derecha combinada por un enfoque beatífico y moralizante. Esta articulación la expresa la doctora Carrió. Por otro lado, un evangelio de pequeños propietarios atrincherados que crece en todo el mundo al compás de las oscuras corrientes de insatisfacción que conmueven a grandes porciones atemorizadas de la población. De esto último, el macrismo es expresión exitosa y calificada. Su reciente esplendor en las votaciones le recomienda la espera de turnos y lapsos establecidos en las lógicas electorales, lo que lo inhibe del “golpismo involuntario” que subyace en la coyuntura pulsional de muchas verbosidades argentinas.

Un reciente concepto de crispación asuela el lenguaje político y exhibe la productividad política de un difuso fastidio de las capas medias organizadas por la red mediática. En el “juego del go” de la política, los asesores de Macri proponen una estética de “des-crispación”. Es la política sin alma histórica ni protagonismo colectivo. Sólo un género más, como cualquier otro, desvigorizando el sujeto público con una nueva sentimentalidad administrada.

Ahora bien, los movimientos sociales mencionados en primer término atraviesan dramáticas dificultades. El discurso social democrático latinoamericanista es lo que ahora hay que salvar otorgándole significaciones más vitales y con nuevos compromisos autocríticos. Atraviesan conocidos obstáculos, además de los que ellos mismos producen con sus propias improcedencias. Parecería que no tienen por sí mismos la posibilidad de dar respuestas completas a las reconstrucciones nacionales forjando una duradera alianza social con nuevos conceptos económico-políticos, recuperando los recursos naturales de sus países y recomponiendo el estilo de la movilización social con perspectivas institucionales renovadoras.

El proyecto fundador de sociedades justas y autonomistas no puede ser argumento para tolerar grietas de eticidad en los promotores de esa política de acuerdos sociales y tecnológicos con visos emancipatorios. La línea maestra de acuerdos sobre el gas o sobre ciertos aspectos macroeconómicos compartidos no puede quedar ensombrecida por la rebaba de acciones laterales dudosas. Es un conocido error de un deficiente objetivismo político, trabajar como militantes para liberar las “macroestructuras” sin construir procedimientos que reporten a la invención de rigurosos estilos de austeridad, de reflexión penetrante y sobrio carisma republicano. Es éste un tema para un latinoamericanismo avanzado que genere vocaciones políticas temperadas en nuevos ascetismos patrióticos.

Pero en algunas franjas nocturnas de la televisión, ante ciertos programas políticos, se los ve inermes a los gobiernos que actúan dentro de grandes legados populares. Los televisivos argumentos vehementes, que promueven a sus anchas infinitas acciones judiciales de denuncia, se basan también en la historia de notorios desfallecimientos de la vida pública, muchos reales, otros exagerados o improbables. ¿Se han puesto de acuerdo los que coordinan programas políticos con sus ácidos análisis? Claro que no. La televisión obedece a su determinismo lineal; condena la crispación pero la desea. Recorta hechos y evita considerar los grandes panoramas históricos. No es lo suyo. Pero las políticas puestas en el banquillo de los acusados son asimismo la herencia liviana del viejo Estado-Nación, demasiadas veces tan crispadas como irresolutas frente a sus propios compromisos históricos.

Por eso las cosas no son tan simples. Un rápido estilo de drama judicial embarga la locuacidad televisiva. Su género principal es la vocación de enjuiciamiento expeditivo, que incluso se percibe en los programas de entretenimiento, complemento del sistemático escudriñamiento del desempeño de la clase política, sometiéndola en el juego de las pasiones visuales. Se redondea así un acecho sobre las imprecisas instituciones popular-nacionales y sus proyectos vacilantes. ¿No se ven los dilemas claramente? ¿Qué es Uruguay frente a Botnia, Brasil frente al etanol, Argentina frente a coaliciones financieras con sedes imprecisas en algún islote caribeño de nombre exótico?

Por encima de este drama, la fiscalía mediática sabe que si nadie ha visto, hay necesidad de ver. Entonces, veremos reconstrucciones televisivas de los hechos. Se muestran manos que se van pasando fajos de dólares, siluetas penumbrosas que cargan valijas, todo ello enfocado en primer plano. Ilustraciones prácticas, a la manera de una infografía viva; registro ficcional de lo que probablemente ha pasado, civilización de las imágenes que expandirá estos materiales vicarios, entregándonos una falacia simétrica a la verificable realidad de una inconcebible dimisión intelectual y moral en los movimientos populares.

¿Abandonar la crispación? No es necesario. Los movimientos social-populares precisan con urgencia un nervio intelectual renovado que los reconduzcan a una ética de autorreflexión. Deben indagarse a sí mismos para expulsar de sus propios compromisos las fáciles inconsecuencias que les impide decir completamente lo que deben decir al ocupar el terreno que hoy poseen. Por lo demás, apoyarlos es comprender su difícil encrucijada sin disimular sus aflictivos errores.

No se trata de una comprensión indulgente ni de un apoyo profesional. Sino de un comprender precavido y no resignado con las fallas que se evidencian. Los zigzagueantes movimientos populares latinoamericanos están encerrados entre crudas retóricas de enjuiciamiento clasista que se les dirige so capa republicana, y el movimiento ascendente de nuevas derechas regionales, con citas de Hannah Arendt pero con una avidez de desquite contra los intrusos. Los grandes públicos amedrentados podrían acordar, ahora sí, con el fin de toda crispación: decretarían verdaderamente la muerte de la historia. No hay que permitirlo.


Políticas y reyertas en tiempos mutantes

NICOLAS CASULLO

Lo llamativo

Hagamos un rodeo para llegar pronto. No deja de ser curioso cómo se fue gestando en estos últimos años una atmósfera interpretativa –que agudiza el presente electoral– cada vez más tensa, crispada, entre lo que podría denominarse provisoriamente un mirar peronista de las cosas y un mirar antiperonista de las mismas cosas. Una circunstancia de la patria que parecía más bien disuelta luego del magma provocado por las experiencias menemista y frepasista de los ‘90, las cuales cada una por su camino (conservadurismo liberal y progresismo liberal) se habían encabalgado sobre lo que se consideró el nuevo ideograma o destino inexorable para la Argentina contemporánea.

También es bastante notable en estos últimos años cómo se vuelve cada vez más áspera la convivencia entre ideas de izquierda e ideas de derecha en las más insospechadas conversaciones, en relación con innumerables aspectos, cuestiones, “detalles y menudencias” que le dicen, sobre lo comunitario. Extraña contradictio sin duda, en un tiempo donde las usinas más enjundiosas del neoliberalismo reiteran lo anacrónico de seguir “pensando en izquierdas y derechas” para una historia que desde los salmos del mercado habría sepultado vetustas ideologías del siglo XX.

Asimismo es palpable en el aire, no tanto el aroma a menta sino a viejas e “impresentables” distancias y diferendos de clases en tanto experiencias socioculturales que atraviesan de manera equidistante cuerpos y subjetividades. A tal punto que ciertos mundos de la vida se abisman y encierran en sí mismo como nunca antes, en relación con otros mundos sociales de la vida. ¿Qué democracia para esos dos cosmos tan distantes?

En igual sentido, resulta curioso que en pleno apogeo de una programática republicana sobre el bello consenso (entre “todos”) en lugar del agreste conflicto (entre intereses), no haya hoy tema, problema, hecho o enunciación en el país que no exponga de manera cada vez más cruda y rotunda los conflictos al desnudo, y los modelos más bien opuestos en cuanto a qué país se quiere para los benditos “hijos de uno”. Curiosas entonces las infinitas violentaciones que habitan la sociedad, por debajo del simulacro idílico de acuerdos gerenciadores de una “única república liberal para todos”.

Lo cierto es que las discrepancias ideológicas, existenciales y espirituales que hoy son activadas tanto por una nueva derecha conservadora como por gobiernos de raíz populista con apoyo de mayorías sociales en el continente (como el actual caso argentino), plantean como nunca antes –a la ciudadanía y electores– climas culturales de fuertes desencuentros. Postidentidades y traumáticos tránsitos de sensibilidades con respecto a juicios y gustos societales. Fricción de mundos simbólicos. Distintas memorias enemistadas entre sí. Interpretaciones inconciliables, vidriosas, prejuiciosas. En fin, un container cultural (de una modernidad tardía, post) que se erige como decisivo y enrarecido cuerpo político más o menos discernible. Un conglomerado nacional de signos, hechizos, ecos, déjà vu, herencias, sombras y artefactos de conciencia que hoy es objeto de disputa y voto, tanto o más que los clásicos datos políticos explícitos como pueden ser las críticas gubernamentales a la prensa, las denuncias de corrupción administrativa, las oposiciones tildadas de mentirosas o las culpabilizaciones por la crisis energética.

¿Qué se disputa? (I)

El filósofo Jacques Rancière analiza el estado actual de la política en relación con democracias paralizadas frente al mercado: “Cuando el partido de los ricos y el de los pobres dicen aparentemente lo mismo –modernización–, cuando se dice que no queda más que escoger la imagen publicitaria mejor diseñada en relación con una empresa que es casi la misma, lo que se manifiesta patentemente no es el consenso, sino la exclusión. El reunir para excluir (...) lo que aparece dominando la escena no es lo que se esperaba –el triunfo de la modernidad sin prejuicio– sino el retorno de lo más arcaico, lo que precede a todo juicio, el odio desnudo hacia el otro”.

Para nuestro teórico –que no coincide con tantos politicólogos saltando de set en set televisivo– las nuevas ideo-lógicas del consenso, las de la “alegre alternancia entre derechas e izquierdas” para Latinoamérica, las de la modernización de las representaciones, abren la posibilidad de un mundo de inédito odio social disfrazado. Odio maquillado, que desde el lenguaje del orden, la moral inquisidora, la privatización de la política, el individualismo, la modernización ciudadana naïf, la prevención y mucho cualunquismo periodístico, ofertan la posibilidad de comprar un “todo” ya sin adversarios sociales ciertos. Un paquete “institucional” donde todo es equivalente a todo, fetichistamente tranquilizador, aunque siempre “amenazado” de alteración o provocaciones indeseables, sociales, “clientelísticas”.

El “bien democrático”, ese disponible hoy en vidriera, elimina culturalmente de antemano lo que debe quedar políticamente afuera, para recién después abrirse a la comprensión de la exclusiva institucionalidad legitimada que quedó. Se postula un mundo sin confrontaciones sociales genuinas ni problemas irresolubles, porque lo que ha sido erradicado es precisamente ese mal: el mal del otro. El enemigo –más publicitado que nunca ahora–, se lo nombre como se lo nombre, ha quedado afuera de todas las consideraciones, afuera del predio “democrático” comprado a cuotas de mercado: afuera de la única historia que se contabiliza.

El consenso que las nuevas derechas buscan imponer republicanamente expulsa cualquier otra historia o sujeto político otro, con respecto a una única lógica democrática, lógica que hoy se ofrece como reaseguro de un mundo sitiado por demasiados “extranjeros” o deportados de ese propio mundo de “calidad institucional” guardada en un country. El modelo de la república liberal tardomoderna permite entonces excluir, ilegitimar, destituir (odiar sin culpa, odiar con o sin conciencia, odiar desde una “neoinocencia” política) lo que debería ser admitido en cambio como un enfrentamiento de intereses nacionales y de clases en un escenario histórico de permanentes litigios sociales.

Por lo tanto bajo este molde de “consenso” expulsante (reductor de los conflictos) en realidad regresaría oscuramente lo arcaico, lo mítico, lo prepolítico, según el filósofo. Una violencia ideológica reactiva de autoconservación tardocapitalista, tan re-habilitada como solapada con sus aullidos espectrales. Un aborrecimiento social como conciencia media, legalizada por un nuevo orden democrático global dominante en tanto institucionalidad hueca sin contenidos sociales, actores de una cultura ni horizontes históricos.

Lo ideológico reprimido regresa así como lo esperpéntico de las nuevas democracias encorsetadas por el reinado del credo neoliberal: vuelve en términos de derechas políticas “sin partido”, vuelve por debajo de los mundos simbólicos administrados ahora por un mercado mediático que le sigue sustrayendo diariamente a la política lo medular de su autonomía y de sus identidades cuasi canceladas.

El pensador francés piensa en las acumulaciones de patologías, miedos, racismos y fascistización que aglomeran las napas, los sótanos sociales, los mundos inconscientes o manifiestos de un reaccionarismo poseedor que se articula políticamente en España, en Italia, en Francia, en Europa del Este, en los Estados Unidos de la guerra. Y al describir tal cosa, a lo mejor sin percatarse del todo alude también a cierta actualidad de Brasil o la Argentina, en cuanto a asistir a una época de constitución de un nuevo tipo de conservadurismo exclusor: pos-partido clásico, cocido a hechura de información para las masas, como lo denomina el teórico. Una derecha moralizadora abstracta, fiscalizadora y “virtuosa”, alentadora de un orden democrático cerrado y en definitiva antipolítico, “inevitablemente” policíaco, respaldado por un revitalizado reaccionarismo religioso y portador de un realismo cínico que se disfraza de soluciones expeditivas, mágicas, persuasivas, contra “los enemigos de las instituciones”.

Con la emergencia de tal conservadurismo reactivo, en el contexto de esta edad capitalista, se asiste entonces a muchos fenómenos subyacentes –tensantes, exasperadores– en cuanto a formas de vivir, entender y votar. Este proceso sería lo que realmente se dirime política (y calladamente) en muchos comicios del mundo de hoy. Proceso que también nos acontece en el seno profundo de lo comunitario nacional desde la tecno-actuación de muchos poderes: un tejido de discrepancias invisibles, de disputas sordas, de colisiones efectivas pero sin nombre, que no aparecen de manera explícita, todavía, en ninguna publicidad programática.

¿Qué se disputa? (II)

A primera vista nunca un peronismo desperonizó tanto su fisonomía como el del gobierno de Kirchner, en cuanto a abandonar sus clásicas y gastadas fraseologías, su folklore movimientista, sus rituales y emblemas rutinarios malversados. A primera vista nunca una oposición aparecería tan disgregada, sin perfiles propios. A primera vista pocas veces un planteo gubernamental cumplió las iniciales estaciones de una recuperación capitalista verificables en las moderadas pero visibles mejorías de los estratos populares y medios. A primera vista resulta inédito, en un cuarto de siglo de democracia recuperada, una oposición tan raquítica en ideas.

Y no obstante estas “primeras vistas” que darían para un paisaje apacible de las cosas, existe –como se exponía al principio– un clima de profunda irascibilidad en las lecturas que se hacen sobre el presente. De intolerancia en cuanto a la valoración de las identidades políticas. De extremismo en las apreciaciones de lo que ocurre. De agresividad en las mutuas calificaciones entre oficialismo y oposición, entre opiniones que apoyan o descalifican al Gobierno. De ideologización acentuada de las posiciones asumidas. De retorno nunca vistos de antiguos climas de viejas historias políticas. De crispación social politizable de manera artera, que sobre todo la ciudad capital riega sobre el país. ¿Qué es, entonces, lo que se está confrontando tan duramente en estos tiempos entre Gobierno y oposición?

Más allá de los ninguneos oficialistas y de los agorerismos opositores que pueblan nuestro presente, aparece un trasfondo de dificultosa enunciación. Una trastienda de la actualidad que concentraría ese exceso de tensión y virulencia en una escena democrática argentina que se pregunta, un poco desorientada, por lo que realmente está en disputa con tanta exasperación.

La emergencia de un peronismo de centroizquierda irrumpió en el 2003 como una instancia bastante a contrapelo de la época nativa y mundial de dictadura implacable de los mercados. Aparición política superestructural, que en su presencia supera su propia y simple caracterización económica (desarrollismo capitalista de intenciones productivistas/trabajadoras) para plantear de manera fuertemente simbólica un dato inesperado con respecto a un proceso histórico que para ese entonces ya había largamente desnacionalizado y autodesintegrado sus dos partidos nacionales (a través del menemismo y la Alianza).

El kirchnerismo (por sobre sus actuales logros, fallas, autismos, buenos índices laborales y productivos, débil republicanismo y pactos burocráticos) estableció una operatoria intensa para la sociedad en el campo de la valoración de la historia. Del valor del pasado en un mundo etéreo, ingrávido, coloidal en sus legados. Pasó de un reconocimiento de la caducidad de los ornatos justicialistas a la intención de poner en escena, a cambio, una sustancialidad sociopolítica del propio peronismo extraviada al menos desde 1974. Procuró reinscribir su condición histórica medular, cosa que se volvió de pronto, 30 años después, significativa por lo abrupta y anacrónica en relación con el presente y los cálculos de previsibilidad. Y que en mayor o menor medida sacudió culturalmente a una sociedad surcada por demasiados mandatos exculpatorios, “modernizadores”, siempre en ciega fuga hacia adelante.

En este clima el kirchnerismo trazó por el contrario una extensa parábola que reivindicó al peronismo nacional-industrialista del ‘45, y al político generacional de los ‘70, con una propuesta de juicio definitivo al tiempo dictatorial y su sociedad testigo. Ambas citas sobre aquellas dos coyunturas del pasado justicialista se indispusieron con los patronazgos impertérritos del país y sus lobbies económicos y culturales. Citas por ende temerarias, si se las mide desde la fragilidad del 22% de votos conseguidos (contra 50% obtenido por las derechas en ese mismo 2003). La que remitía a un octubre lejano, puede interpretarse como fondo coral para un nuevo dibujo social de inclusión. La de los ‘70 del genocidio, como una nueva horma para leer quiénes en realidad estaban “dentro” y quiénes “fuera” de la ley en el sistema político democrático.

Esta suerte de exabrupto no previsto obligó al resto político (ya sea que lo haya silenciado o dicho) a ir desnudando ideológicamente poco a poco la historia de lo realmente sucedido en la crónica del país: a destapar posiciones personales y colectivas aprisionadas, o que se creían “superadas”, o ya no interpelables, o indecibles para siempre. Cada uno volvió a lo que era. Un camino confesional imperdonable para gran parte de los poderes y actores de un país ladino en sus enunciaciones, reciclajes y procedimientos constituidos. Lo cierto es que el kirchnerismo corrió hacia la derecha del escenario (a peronistas y no peronistas que hoy se asumen como derecha) lo que en lo ‘90 era la Argentina “normal”, “moderna”, liberal, la única, la obedecida: la “de todos”.

Sabiéndolo o sin saberlo, el Gobierno reintrodujo, para eso, pedazos del peronismo originario a secas. Esto es: aquel comandado por su centroizquierda en el marco de sus agudas e insoportables contradicciones y oportunismos. Desde esta perspectiva política (recobrada de sus antaños) el peronismo volvió a hacerse presente entonces en muchas de sus facetas socioculturales como aquel conocido parteaguas de la escena política vernácula.

El peronismo de centroizquierda siempre alteró al país bienpensante como chirridos de puerta vieja en el silencio de la noche y la sana lectura. En realidad hereda un dato tan realista como trágico del propio Perón, que en su sueño de edificar “la nación del pueblo”, la partió de manera indefectible social y culturalmente en dos: peronistas y antiperonistas (cruel paradoja que analizó Horacio González en un excelente texto escrito durante su exilio).

Podría decirse que estos argumentos de fondo –más que la crítica al autoritarismo o “soberanismo” presidencial– condensan, hoy por hoy, el núcleo de las mayores razones e intolerancias liberales antiperonistas de diverso cuño, en una actualidad donde la sociedad no sabe cómo regular sus fantasmas y mitos flamantes o desperezados.

Pero lo cierto es que las batallas en el terreno electoral, aquí y en otras partes, asumen subrepticiamente los nuevos contornos ideológicos, mentalidades e imaginarios soterrados que adquieren las derechas y las izquierdas democráticas en proceso de fuerte mutación civilizatoria y de crisis políticas, experiencias que ya llevan tres o cuatro décadas de operar sobre las masas. También sobre lo global y lo nacional en reyerta.

Izquierdas y derechas democráticas apuntan, ambas, a un centro político que no es el mismo “centro” desde una perspectiva que desde la otra. En este sentido, en muchas ocasiones, y en muchos niveles, se lidia y se extreman las sensibilidades por cosas que los distintos sectores sociales asumen sin tener muy claras las visiones que se ven obligados a protagonizar: sin discernir del todo los retazos y marcas, antiguas y nuevas, de una cultura política nacional y mundial insertas en especiales metamorfosis.

Sin embargo la singularidad de lo colectivo social, cuando asume la voz, se reabre a cada paso. A cada instante. Es siempre un retrato incompleto, por hacerse, un hecho situado en la inminencia, que intenta su historia y rompe los relatos establecidos.

Oposiciones y desencuentros

ALEJANDRO KAUFMAN

El pensamiento mostró hace mucho que las creencias y las ideas no son –en tanto que tales– las causas del acontecer social. El poder es otra cosa. No obstante, también prevalece la noción contraria, acerca de que el poder reside en lo que la mente imagina a través de las abstracciones que produce. Cuando atribuimos la condición del poder a un sujeto es porque consideramos que sus acciones tienen una relación de causa a efecto con el acontecer social. Ese sujeto puede ser una clase social, un individuo extraordinario, un grupo.

Me encuentro entre quienes piensan que la Argentina del último medio siglo no engendró un sujeto semejante, susceptible de apropiarse de una cualidad consistente y perdurable como agente del poder. En cambio, entre nosotros, los sujetos del poder se han revelado en forma reiterada como protagonistas de redes laxas y disgregadas, atravesadas por montos ilimitados de violencia física y simbólica. El devenir de la vida social argentina no apunta a uno o varios ejes conductores cuyas diferencias constituyan series dotadas de continuidades o acumulaciones. Cierto que tenemos grupos propietarios de fortunas y medios de producción cuantiosos, pero sus intervenciones y antagonismos no están exentos de los vaivenes que experimenta el conjunto de la sociedad argentina. Claro que las diferencias entre afortunados y desposeídos no son por ello menos dramáticas o injustas que en otras partes.

La pregunta que inquieta es ¿qué es lo que disputan los “políticos” en las contiendas electorales? ¿Acaso el “poder”? Nadie podría desmentir que las instituciones estatales cuyo gobierno entra en competencia electoral tienen alguna relación con lo que llamamos poder. No me refiero aquí al fenómeno por el cual en los países con economías portentosas el Estado ha pasado a un plano más discreto y subordinado que en otras épocas. Aquello a lo cual el Estado se subordina en otras partes, las configuraciones económico-políticas que ejercen su señorío sobre el acontecer, entre nosotros se ven compelidas a ejercer sus despliegues en condiciones inestables, dispersas y cambiantes. Por otra parte, se produce una desvinculación entre las variables del poder efectivo y las representaciones políticas. Una confrontación preelectoral como la que en estos días atravesamos aparenta un drama entre un gobierno con ciertas orientaciones y una oposición que respondería a intereses contrapuestos. Sin embargo, esa oposición –gran parte de ella–, por su índole ajena a la determinación efectiva del acontecer social, se ve constreñida –para sostener su designio competitivo– a practicar una acción de tipo destructor contra la entidad gobernante. Esa acción negativa no encuentra las condiciones para distinguir entre su puja contra el gobierno y los daños colaterales ocasionados al aparato del Estado y a otros actores sociales. Es una lucha destituyente, disolutoria, en cuyas agitaciones se inscribe la catastrófica crisis de fines de los ’90. Crisis que pudo haberse relacionado con un modelo económico, pero que mucho más allá de lo que sucedió en otras sociedades, en la nuestra ocasionó una catástrofe autodestructiva.

El actual gobierno, mediante la recuperación de signos políticos y deseantes sobrevivientes de otra catástrofe anterior, la del genocidio de la dictadura, pudo articular un conjunto de acciones reparadoras de aquella desmesurada destrucción, y poco a poco obtuvo algunos logros que nadie había vaticinado ni esperado y que ahora gran parte de la oposición no reconoce ni considera con sensatez, ni aun para someterlos a crítica.

El modo en que se desenvuelve el actual antagonismo agota las energías de la lucha política en un elemental mantenimiento de la cohesión del colectivo social por un lado, y en el intento persistente de disolver esa cohesión precaria por el otro.

Es una lucha sorda y de difícil enunciación. Varios de los miembros del actual gobierno, así como algunos de los críticos, periodistas e intelectuales que de algún modo y con diversas distancias y cercanías lo acompañan, aportan señalamientos convergentes. Muchos opositores, muy numerosos políticos, periodistas e intelectuales, parece que procuraran la locura autodestructiva del país argentino, sin obtener a cambio más que el tipo de ganancias que ofrecen los desastres, las guerras, las demoliciones.

El gobierno no se abstuvo de cometer muchos errores, torpezas e inconsecuencias. Sin embargo, me cuento entre quienes se niegan a participar de un coro obtuso, malévolo y resentido cuya principal satisfacción podría verificarse en el advenimiento del desastre colectivo.

Una de sus peores performances reside en el intento demencial de hacer pasar los lenguajes proferidos por los protagonistas gubernamentales como parte de un dispositivo totalitario, sistemáticamente corrupto, falaz, solo interesado en el aferramiento al poder y la riqueza, cuando son muchos de esos opositores quienes ejercen, ejercieron, acompañaron o consintieron esas prácticas perversas que describen con tanto celo. Redactan el guión de una gran ficción cuyo punto de referencia es una presunta república imaginaria, ajena a cualquier posibilidad de articularse con las condiciones reales del devenir social, salvo como recurso de denigración y descalificación moral metódica.

Un consuelo: mientras el barco no se hunda, y parece que no está resultando tan fácil hundirlo, es inminente el olvido, tan caro a nuestra cultura colectiva, según la experiencia. Ojalá los daños sean mínimos, porque la lucha por una mayor justicia y equidad solo es fervientemente sostenida por una escasa minoría de los opositores.

El “modo” enojado

LUIS BRUSCHTEIN

Dos personas se acaloran cuando discuten desde posiciones definidas y cerradas. El lío es cuando la discusión es crispada y no se sabe por qué. La crispación se ha convertido en un “modo” de discutir. En una situación en que la economía funciona bien, esa crispación es mayor que cuando estaba en crisis. Como si fuera mayor la crispación cuando se percibe que puede haber más para repartir que cuando la sensación generalizada era que sólo se podía defender lo que se estaba perdiendo. Un plano de la discusión es, claramente, la distribución de la renta en un período de prosperidad. Y allí intervienen desde las necesidades concretas de los ciudadanos, con sus realidades y espejismos en la calle y en el trabajo, hasta los intereses más corporativos, concretos y sin espejismos de los grandes grupos económicos, industriales, banqueros, ruralistas y demás, que a veces se contraponen y a veces se entremezclan. Justamente por esta sinuosidad del debate, a estos grupos económicos no solamente les interesa favorecerse como lo están haciendo sino también controlar la toma de decisiones.

Otro plano en el mismo escenario es la crisis de un sistema de representación política, y fundamentalmente de los partidos tradicionales. En gran medida, con los viejos partidos la política era un sobreentendido. Sin electores atados por tradición o convencimiento, el lenguaje y la expresión pasaron ahora a ser más importantes. Sobre todo cuando la necesidad de ampliar los discursos para hacerlos más abarcadores los hace más parecidos. El énfasis se aplica a veces para demarcar diferencias que son sutiles. Y otras, las menos, cuando las diferencias son reales. Las nuevas fuerzas políticas son volátiles y sus protagonistas no se atreven a definirlas demasiado para no cerrarlas antes de tiempo, por lo que entonces necesitan remarcar sus límites más con énfasis que con contenidos.

Esos dos planos, el de la distribución de una renta en crecimiento y el de fuerzas políticas en plena crisis y transformación, se mezclan todo el tiempo. La puja por la renta implica formas de organización económica y no solamente dos modelos posibles sino varios, según desde dónde se formule. Porque un modelo industrialista puede ser más equitativo o de concentración o puede favorecer a una rama de la industria por sobre las otras. O se puede regresar al modelo de acumulación rentístico financiero o limitarse a exportar commodities. Esa discusión, que casi no aparece, tensa todas las demás porque se está al principio de un nuevo ciclo y lo que se decida ahora marcará con mucha fuerza los próximos años.

La Argentina pasó de una historia de revoluciones y golpes de Estado a un país con elecciones periódicas, pero con una cultura política pobre después de la última dictadura. Para ganar las elecciones se necesitan millones de votos. Son imposibles de reunir desde el conservadurismo elitista que se apoyaba en los golpes de Estado, o desde la idea de partidos pequeños de vanguardia con programas ultrablindados que primaba en la izquierda. Entonces la derecha afloja sus propuestas hacia el centro y la izquierda hace lo mismo. Se produjo una inclinación lógica hacia el centro, tanto de la izquierda como de la derecha. La misma gestión impone ese declive, porque las decisiones más drásticas, para un lado o para otro, requieren una masa crítica de respaldo para que no constituyan suicidio.

En el debate de ideas también hay dos planos. Porque existe el peligro de que lo único en juego sea esa rebaja del discurso. Otra vez se acercan tanto las propuestas, que casi no se diferencian, y entonces se usan otros temas, que en sí también pueden ser importantes, como el republicanismo o la corrupción, pero que de esta manera juegan para tapar la discusión sobre la distribución y la organización económica y social. Y se vuelve a lo enfático y tremendista para darle un volumen a ésta que oculte a la otra. La inclinación al centro implica por izquierda o derecha la expresión de una voluntad de poder sin la cual no existe la política. Es un plano del debate. Pero hay otro, que es el que ahora no trasciende, que es el de las ideas esenciales, los principios, el núcleo duro del pensamiento. Ese debate es el que define los paradigmas culturales que son los que permiten profundizar objetivos para las grandes convocatorias, es el debate que enriquece la política, le da trascendencia y educa. Es un diálogo no sólo entre oposición y oficialismo sino también hacia el interior de estos campos donde existen fuerzas con identidades propias.

Lo contrario a canalizar los planos del debate es la apología de lo no político, de la gestión técnica y el eficientismo. Macri y la forma en que construyó su victoria en la Ciudad de Buenos Aires constituyen un ejemplo. Para diferenciarse de los otros candidatos, Macri profundizó su imagen como la de alguien de fuera de la política. Entonces no puede haber debate. Los proyectos de derecha solamente blanquean abiertamente las propuestas sobre seguridad. En todo lo demás, el eje de su discurso es la eficiencia. El desapego a lo político, que es lo contrario al debate de ideas, es uno de los factores que estimulan la crispación del discurso. Pese a que la discusión que plantea es dura, López Murphy tiene, en ese sentido, una disposición más democrática porque es un militante de sus ideas. Es más claro que los demás dirigentes del centroderecha, que por eso prefieren hacerlo a un lado.

Las corrientes de derecha tienen una ventaja sobre las de izquierda porque los años de hegemonía neoliberal instalaron una cosmovisión y un sentido común que aparecen con una respuesta lógica para cada situación. Las corrientes de izquierda (incluyendo populistas, progresistas y todas las variantes) no solamente se quedaron sin un modelo que diera respuesta a todo sino que, además, en cada respuesta deben confrontar con ese sentido común arraigado para el que el principal enemigo es el Estado, la política, los sindicatos, los impuestos, o la protesta social. Ese sentido común constituye además la esencia del lenguaje de los medios que, de por sí, tiende a la crispación, la que es todavía reforzada cuando favorece a sus intenciones políticas. El peso social de este discurso es tan fuerte que diseña la agenda del debate político y llega incluso a cooptar sectores con intereses opuestos. Hay sectores de izquierda de oposición, por ejemplo, que prefieren hacer eje en la “crisis energética”, que ha sido caballito de batalla de la derecha para presionar por aumentos de tarifas, en vez de hacerlo en el cuestionamiento de la política petrolera oficial, un tema al que los medios son refractarios.

La crispación es legítima cuando se discuten ideas, pero la crispación como “modo” se parece más a la estrategia del tero, que se pone a gritar donde no puso el huevo. Se fuerzan diferencias menores y no se plantean con la misma potencia las diferencias de fondo. Es una práctica común de la política en situaciones electorales, pero cuando se mezcla con la crisis de los grandes partidos tradicionales y la desaparición de los viejos sobreentendidos que ellos implicaban, lo que se produce es una gran confusión.

Los viejos partidos, sobre todo el radicalismo y el justicialismo y hasta el partido conservador-militar, han hecho crisis, pero nacieron de grandes discursos políticos que ordenaron el debate en la sociedad alrededor de ideas fuertes como la democracia, la justicia social o el orden represivo. Los nuevos discursos, quizá sobre esas mismas ideas, no están claros. Parte de ellos, sobre todo en relación con la Justicia, el FMI y los derechos humanos, fue recogido por el gobierno kirchnerista en los primeros años. Parte también, y en este caso más relacionado con la transparencia y el rol de los partidos y los políticos, fue planteado por Elisa Carrió, y hasta el discurso de la seguridad tuvo su instante de gloria con Blumberg. El momento más brillante de cada uno de ellos fue cuando accionaron como defensores de una idea, incluso crispados. Es la crispación que embellece y que luego motiva, la crispación como estrategia. Esos momentos contribuyen a la construcción de los grandes discursos. Pero luego hay otros movimientos que no contribuyen a construir sino supuestamente a sostener esas ideas, como alianzas y concesiones, que muchas veces son contradictorios con ellas. Allí es cuando todos tienden a parecerse y la discusión parece griterío.

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