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Vistazo a un cuarto de siglo

La aventura de Malvinas. El regreso de las movilizaciones. El Alfonsín que daba de comer, curaba y educaba. La certeza de que el peronismo no es imbatible, aunque cuesta ganarle.

 Por Mario Wainfeld

–Yo llego al poder porque hubo un acuerdo implícito, me parece, en la ciudadanía que significaba que confiaba en nosotros para realizar la transición. Pero a medida que empecé a actuar en el campo social o en el campo económico, ese acuerdo se resquebrajó.

–¿Se resquebraja por derecha o por izquierda?

–Y... por los dos lados, por los dos lados. (Ríe.)

Raúl Alfonsín, ex presidente, en un reportaje radial realizado por el cronista en 2006.

@“Con la democracia se come, se cura, se educa”, decía el candidato que sedujo a la sociedad y sonaba creíble. El diagnóstico, que era promesa, pecaba de voluntarista pero sintonizaba con lo que una sociedad herida deseaba oír. Era una justificación a priori, una carta de presentación superadora.

La restauración democrática llegó en torrente, como consecuencia de la aventura de Malvinas. Paradoja suprema, jamás metabolizada del todo: un gobierno militar, criminal y fracasado, se valió de una guerra para relegitimarse. Y ese disparate conceptual tuvo apoyos masivos inmensos que fueron búmeran cuando se develaron la mentira y la derrota. Ambas eran obvias, demasiados argentinos tardaron en percatarse. Ahí se aceleraron los tiempos, el régimen quedó muy acotado para fijar reglas de transición, pactos de convivencia. La aceleración transmutó el dolor de la derrota patriótica en excitación movilizada.

El cronista vivió dos transiciones de dictadura a democracia, anhela no ver ninguna más, deseo que hace extensivo a sus lectores contemporáneos o más jóvenes. Esto subrayado, valga decir que esos trances son torrentosos y entusiastas: los silencios se quiebran, las calles se pueblan, el espacio público cambia de color y se llena de música, las demandas crecen frente a gobiernos en retirada, la participación aumenta, exorbitante. La comparación con el horror de la tiranía acrecienta las diferencias de esas jornadas augurales.

Raúl Alfonsín decía que “con la democracia se come, se cura, se educa”. No mentía, pero no podría cumplir sus profecías. Su agenda era muy precaria. Es fácil decirlo apoltronado en todo lo que sucedió después: no calibraba el peso de la deuda externa, tenía una lectura simplista acerca de los cambios sociales y económicos ulteriores al “rodrigazo”, subestimaba los condicionantes internacionales, llevaba en sus alforjas un desarrollismo que atrasaba, por la parte baja, diez años. Esos, sus límites, eran los de todos sus competidores: el repertorio de ideas y de instrumentos disponibles por la corporación política estaba herrumbrado, lógico producto de haber estado en el freezer durante siete años. Las dictaduras embrutecen o aplanan aun a sus críticos y hasta a quienes se suponen neutrales o distraídos de su existencia. El cercenamiento de las libertades públicas, la clausura de los debates, achatan las mentes. El pluralismo, condición esencial del progreso intelectual y político, no germina en tiempos de prohibición y censura.

Alfonsín, el mejor candidato, no acertaba pero pintaba un horizonte entusiasmante, quizá necesario, reparador. Menospreciaba los escollos, sobrevaloraba sus potencialidades pero era, de lejos, el primus inter pares.

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De repente, como si se sacara un tapón, las calles se poblaron. Las manifestaciones se hicieron moneda corriente. Las afiliaciones a los partidos políticos tuvieron un poco de dibujo, como Dios manda, pero eran multitudinarias y esperanzadas. En la semana previa al 30 de octubre los radicales y los peronistas armaron sendos actos en el Obelisco. Los números, en tales casos, siempre son aproximados. Orillaron el millón de personas, lo superaron, tanto da. Las comparaciones terminan siendo más certeras: hasta hoy jamás hubo actos de campaña de ese porte o, seguramente, que llegaran a la mitad de esas convocatorias.

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La sed de tranquilidad y el hastío por la violencia dominaban la escena pública. El futuro presidente hablaba de vida, de paz, se distanciaba del gobierno autoritario, se mostraba como lo nuevo. Tenía con qué: al fin y al cabo, provenía de la minoría del partido que era oposición en 1976, antes del golpe. Debió ganar la interna partidaria, logro que le dio aire en la elección nacional. A Carlos Menem le pasaría algo similar entre 1988 y 1989.

El peronismo cargaba con sus tensiones internas, con la violencia de los ’70, con posiciones asombrosamente disímiles frente a la dictadura y la violencia paraestatal: pudo estar en los dos extremos de la picana. Exceso de significados, carestía de autocrítica.

Las encuestas auguraban, al final, la victoria del radicalismo. Se les desconfiaba, porque se subestimaba el peso del pasado reciente y se analizaba la historia como un eterno retorno. Con la facilidad que da la perspectiva, hoy día parece asombroso el alto porcentaje que logró un peronismo que tuvo un flojo candidato (Italo Luder), complaciente con el poder militar, que hizo una campaña torpe y desprolija. Con esos lastres, la derrota fue bien explicable, la cantidad de apoyos una señal premonitoria del potencial justicialista.

El escrutinio de 1983, revisitado, arroja al menos dos datos perdurables. El primero, el peronismo puede perder en elecciones libres. El segundo, es que es duro de batir: desde entonces sólo cedió dos presidenciales (contra Alfonsín y Fernando de la Rúa) y dos parlamentarias: en 1985 y 1997 cuando despuntaba la estrella de la Alianza.

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Alfonsín era un orador fogoso, mucho más legible que el barroco Ricardo Balbín, mucho más carismático que Arturo Illia. El 30 de octubre ganó al galope en el padrón nacional, en territorios que bramaban por él, como la Capital y en otros inesperados aún para sus correligionarios como la provincia de Buenos Aires. El peronismo rasguñó Santa Fe, el NOA y varias provincias “chicas” sentando otros precedentes durables: sus territorios casi imbatibles, su preeminencia en el Senado.

El Partido Intransigente (PI) de Oscar Alende imantó a jóvenes recién llegados a la política y a fogueados militantes de izquierda. En la Capital, Augusto Conte conmovió enarbolando la bandera de los derechos humanos. La movida que concitó lució mucho más amplia que el número de votos que le permitieron valieron su banca de diputado por la Democracia Cristiana. Seguramente, como el PI a nivel nacional, padeció el impacto de la polarización entre los dos grandes partidos. Pero fue un emblema y un hito de la inclaudicable militancia de esta etapa.

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La vieja guardia del peronismo comenzó una derrota que dilataría con artimañas durante alrededor de tres años. Lorenzo Miguel, el gran elector y formador de las listas, ya había sido abucheado en la cancha de Vélez, el 17 de octubre, a menos de dos semanas de la votación. Era también el presagio de un cambio de guardia sindical; Saúl Ubaldini fue ovacionado en esos días.

Carlos Menem fue reelecto gobernador de La Rioja. Fernando de la Rúa ganó por goleada el cargo de senador porteño. Adolfo Rodríguez Saá llegó a su primer mandato (fueron cinco) en San Luis. Eduardo Duhalde fue reelegido intendente de Banfield. Cristina y Néstor Kirchner militaban pero no jugaban aún en ligas mayores, así fueran provinciales.

Mauricio Macri y Daniel Scioli ni pensaban en la política. Por entonces, eran niños ricos sin tristeza que disfrutaban de la vida y del patrimonio familiar.

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Tres años, casi cuatro, duró la primacía de Alfonsín. La campaña y el primer año de su gobierno fueron su hora más gloriosa. Su liderazgo trascendía a su partido, aun en las formas: los peronistas críticos eligieron llamarse “renovadores”, remedando el nombre del movimiento interno del jefe del radicalismo.

Llegó el Juicio a las Juntas, un jalón en la lucha por la verdad y la justicia. Luego el plebiscito por el canal de Beagle, un valorable rebusque democrático para ir saliendo de la encerrona de los conflictos limítrofes con Chile. Esas medidas, exitosas y hasta fundacionales, se tomaron a puro decisionismo. El Congreso quedó pintado en tales casos, también en otras menos logradas: el cambio de moneda (¿se acuerdan del austral?) o la negociación de la deuda externa.

Dos movilizaciones formidables concitó todavía el primer presidente de la restauración democrática. La primera, cuando pidió apoyo popular de cara a un posible golpe de estado, congregó una muchedumbre multipartidista y le devolvió la economía de guerra. La segunda, en Semana Santa. Derruida la confianza en la palabra presidencial, comenzó a perder el gobierno en abril de 1987. Comenzarían malos momentos para él. No fueron más ni menos reales que su hora más fastuosa, en la que fue el paladín de la democracia, el presidente que puso en el banquillo a los jerarcas militares, el político que abrió una etapa.

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Hace 25 años era muy laxa la definición del delito en la Argentina. La tipificación y la pena quedaban en manos de la autoridad, sin codificación previa. La criminalización se expandía a la vida cotidiana, no se constreñía a la actividad política: podía serlo llevar el pelo largo los hombres (o suelto las mujeres), la barba, la minifalda. Colegios y universidades regulaban la vestimenta de los educandos. Besarse en la calle era un albur, que podía incitar el celo de los uniformados. Comer en la calle una provocación, juntarse muchos... vaya a saber. En siete años de dictadura fueron contadas las movilizaciones, casi todas fueron reprimidas, todas rigurosa y ostentosamente vigiladas. Cuánto, para bien, ha cambiado todo eso. Con demasiada frecuencia se olvida o se desdeña.

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