ESPECTáCULOS

De cómo desafiar fans, y aun así, salir ganando

“Las dos torres”, segunda parte de “El señor de los anillos” que se estrena el miércoles, exhibe detalles que los fanáticos discutirán. Peter Jackson se atreve a retocar a Tolkien, pero sin perder la esencia.

 Por Eduardo Fabregat

¿Qué dirá el santo Tolkien? O, para expresar mejor el interrogante: ¿qué dirán los fans que santificaron al viejo John Ronald Reuel y su obra maestra, El señor de los anillos? Hay que decirlo rápido y sin dolor: Las dos torres, segundo episodio de la saga dirigida por Peter Jackson, no es absolutamente fiel al original. Más aún, introduce un par de escenas capitales que no existen en el Tomo II de Tolkien. El asunto, sin dudas, desatará más de una polémica en los miles de sitios de Internet que divulgan el Evangelio según Tolkien. Y, atención, aquellos cebados que arden porque ya sea 1º de enero, pero a la vez quieren llegar vírgenes al oscurecimiento de sala: leer los párrafos siguientes puede tener efectos contraproducentes.
Jackson, el neocelandés loco que decidió meterse en el complejo universo del escritor británico filmando las tres películas de un saque, tomó para la segunda parte un par de decisiones particularmente difíciles. No lo hizo por capricho o para buscar roña, sino por necesidad dramática: A pesar de su conocida división en tres, El señor de los anillos es una obra integral fraccionada en seis libros. Para el director, era imposible realizar una traslación fiel del texto, ya que el Libro Tercero sigue las andanzas de lo que queda de la Comunidad del Anillo, y recién en el Cuarto comienza a revelarse el avance de Frodo Bolsón, Sam Gamyi y Gollum/Sméagol hacia las entrañas de Mordor. Jackson, entonces, honra su oficio mezclando y dosificando sabiamente las historias, pero para ello no tiene más remedio que vulnerar la Biblia Tolkien.
Por otra parte, los espectadores deben agradecer estas decisiones artísticas. Quienes hayan leído la obra sabrán que, en caso de respetar el Tomo II al pie de la letra, la película dejaría al público al borde de un ataque de nervios, imposibilitado de soportar un larguísimo año hasta saber –ver– qué fue de Frodo tras el ataque de Ella-Laraña. A diferencia del libro, aquí el monstruo de Cirith Ungol ni siquiera aparece, como tampoco se da cuenta del último enfrentamiento entre Gandalf y Saruman en lo que queda de Orthanc, ni el episodio de Pippin con el palantir. Hábil narrador y excelente intérprete de la mística de Tierra Media, Jackson hace en Las dos torres lo mismo que en La comunidad del Anillo: poner todo lo que el cine del nuevo siglo puede ofrecer al servicio de una historia formidable, y no –afortunadamente– al revés. Otra vez, la obra de Tolkien encuentra un vehículo ideal, que aprovecha las posibilidades de efectos digitales, maquillaje y demás pero no pierde de vista la esencia. Otra vez son tres horas que pasan sin esfuerzo, con picos de tensión que llevan al que mira al borde de su asiento y un resultado general que deja una insaciable sed de más. ¿Cuántas películas en los últimos meses produjeron semejante efecto?
Todo eso es lo que debería calmar los reclamos que seguramente ya están surgiendo, pero ya se sabe cómo es el fanático. ¿Y qué es lo que puede resultarle intolerable al fan, aun cuando tenga raíz en las necesidades dramáticas de una obra que no es, ni debe ser, un libro? En primer lugar, quizá, la profundización del personaje de Aragorn, que en Las dos torres comienza a vislumbrarse como lo que efectivamente es –un guerrero llamado a cambiar las Eras de Tierra Media–, pero que en algún punto se toca con ciertos lugares comunes del héroe de acción de Hollywood. Así, Jackson introduce una escena de batalla contra orcos montados en lobos gigantes, en la que Aragorn (Viggo Mortensen) parecerá –como Gandalf en La comunidad...– perdido para siempre, solo para retornar a tiempo para la próxima pelea. Del mismo modo, su romance con la princesa elfa Arwen (Liv Tyler) obtiene una atención y desarrollo que más de un conocedor resentirá. Por suerte, los diálogos más fresa siguen siendo pronunciados en élfico, y enseguida aparece algún uruk-hai al que liquidar.
En segundo lugar, una licencia nada menor, seguramente la que más conflictos le causó a Jackson: en el film, el encuentro de Frodo y Sam con Faramir (hermano de Boromir, muerto en el final de la primera parte) deriva a situaciones absolutamente diferentes, que incluyen un trayecto a Osgiliath y un encuentro del hobbit cara a cara con un Nazgul, uno de los nueve reyes condenados al servicio de Sauron. En esa escena, probablemente se concentren las mayores protestas del tolkienista, sobre todo porque el perfil del personaje de Faramir aparece notoriamente modificado. Es sólo una digresión y una digresión que funciona en el desarrollo dramático del film, pero habrá quien no esté dispuesto a perdonarla tan fácilmente.
Por lo demás, y para quienes dejan la intransigencia en la tribuna de fútbol, Las dos torres es una formidable invitación al goce, sea por sus auténticas virtudes cinematográficas o por la manera en que traduce su historia a imágenes. Allí está al fin Bárbol, uno de los personajes más queribles de la saga, y su compañía de Ents parsimoniosos pero decididos a terminar con los orcos asesinos de árboles. Allí está la sobrecogedora batalla del Abismo de Helm, preámbulo del gran combate final, frente a la misma Puerta Negra de Mordor, en El regreso del rey. Allí está Gollum, criatura central de todo el asunto, hablando de sí mismo en plural y acechando a un Frodo que se va ensombreciendo paulatinamente, alejándose del alegre hobbit de la primera parte a medida que el Monte del Destino se acerca y el Anillo se hace más y más pesado.
Allí está, en suma, la trama y los personajes de una obra que merecía largamente semejante traslación y que vuelve a producir eso que el cine industrial de los últimos años le viene retaceando al espectador: la sensación de salir a la luz y sentirse desacomodado, parpadeando confundido ante una realidad que, oh milagro, no parece nada real comparada con las fantasías de adentro.

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