ESPECTáCULOS › DESDE MAÑANA, PAGINA/12 PUBLICA SU COLECCION DE CDS DE JULIO SOSA

El mito que se construyó cantando

Murió en un accidente de auto hace casi cuarenta años. Tenía apenas 38 años. Lo velaron en el Luna Park. Pero desde antes de eso, el uruguayo se había transformado en una voz renovadora dell tango, en uno de los imprescindibles.

 Por Julio Nudler

Quince años duró la impactante trayectoria argentina del uruguayo Julio Sosa, cuya vida concluyó tempranamente al estrellarse con su coche en la avenida Figueroa Alcorta en una madrugada de noviembre de 1964. Lo velaron en el Luna Park, y el tango se quedó de pronto sin su ídolo masivo del momento. Apenas 38 años antes había nacido en Las Piedras, departamento de Canelones, de madre lavandera y padre peón, destinado a una dura existencia de obrero que logró cambiar por la de exitoso artista popular. La serie de compactos que entregará desde mañana y en sucesivos domingos Página/12 recoge una selección de los temas que grabó con las dos orquestas que le sirvieron de marco en sus últimos diez años: las de Armando Pontier y Leopoldo Federico. En toda su trayectoria, Sosa registró 204 temas, logrando un infrecuente número de sucesos.
Hay que acreditarle a este cantor el particular mérito de haber exhumado tangos relativamente olvidados, a los que inyectó nueva vida. Con indudable buen gusto rescató títulos como “Barrio pobre”, “María”, “Tabaco”, “No te apures, Carablanca” o “Tu pálido final”, y tampoco habría que omitir piezas como “Nada”, “Margo” o “Yo soy aquel muchacho”, entre otras. En todos estos casos, Sosa descubrió esas obras para una nueva generación de oyentes, dándole a éstos la posibilidad de ir luego atrás en el tiempo, en busca de versiones anteriores, correspondientes al gusto de otra época. Puede ser, por ejemplo, el caso de “Tabaco”: muchos, después de emocionarse con ese tango en la versión de Sosa, hallaron en los anaqueles las muy anteriores y admirables de Troilo/Fiorentino, Miguel Caló con Raúl Iriarte y Libertad Lamarque.
Pero el propio Sosa merece una excursión a las fuentes, en este caso de su propia parábola. El modesto conjunto montevideano del bandoneonista argentino Luis Caruso le permitió debutar en el disco en 1948 con cinco registros, sumamente interesantes. Sobresale entre ellos “Sur”, en la que quizá sea la versión menos conocida de ese tango fundamental, identificado con Edmundo Rivero (aunque existe otra grabación contemporánea de Floreal Ruiz). Como curiosidad, la serie de Sosa con Caruso incluye el famoso “La última copa” pero en tiempo de vals, y lo cierto es que el compás ternario le sienta bastante poco. Al año siguiente Sosa emprendió la aventura de cruzar el río hacia la meca, pero en Buenos Aires apenas pudo hacerse lugar con dos guitarristas en el palco de un café de barrio.
Sin embargo, ocurrió lo impensable, y en abril de 1949, después de un paso efímero y frustrado por la excelente orquesta de Joaquín Do Reyes, Sosa se convirtió en cantor de Francini-Pontier, que era con certeza el ensamble musicalmente más ambicioso y complejo del momento, al menos en el repertorio instrumental. Además, con sus pocos antecedentes, Sosa pasó a compartir la consabida pareja vocal con Alberto Podestá, quien para entonces era una voz impuesta y consagrada. En los cuatro años que permaneció junto al violín de Enrique Mario Francini y el bandoneón de Armando Pontier se desplegaron los diferentes y hasta contradictorios temperamentos que albergaba Sosa.
El amante del buen tango se exalta con interpretaciones tan notables como las de “Tan solo por verte” (1950), “Princesa del fango” (1951), “Un alma buena” (1952) o “Viejo smoking” (del mismo año), y quizá también con “Pa’ que sepan cómo soy” (1951), donde Sosa deja asomar cierta pose jactanciosa, aunque en ese caso medida y pertinente, y su estilo viril, que se distancia de la onda exquisita y abolerada de otros cantantes de la hora. Conmueve, a su vez, con genuina fibra dramática en “Por seguidora y por fiel” (1952). Pero su repertorio de entonces incluyó temas como “Dicen que dicen”, absolutamente obviables, que lograban impacto entre un público afecto al golpe directo. Mediante una jugosa oferta monetaria, Francisco Rotundo, que dirigía una orquesta sólo discreta, se llevó a Sosa en 1953. Pero éste comenzó a sufrir problemas con sus cuerdas vocales, a punto tal que en algunas de las grabaciones que realizó por entonces se lo oye patéticamente ronco. No obstante, dejó valiosas versiones de tangos como “Yo soy aquel muchacho”, “Eras como la flor”, “Mala suerte” o el graciosísimo “Justo el 31”. Operado en 1954 por el doctor León Elkin, especialista en extirpar nódulos laríngeos, un renovado Julio Sosa pudo iniciar en junio de 1955 una nueva etapa junto a Pontier.
En los tres años en los que permaneció en esa orquesta, fruto de la disolución del binomio Francini-Pontier, junto a Roberto Florio y Oscar Ferrari, sucesivamente, Sosa grabó 33 temas, 13 de los cuales figuran en la selección que ofrece Página/12. El uruguayo muestra en éstos sus diversas facetas. La más seria, grave y a la vez romántica emerge en tangos como “Margo”, “Barrio pobre”, “Corazón, no le hagas caso” o “La casita de mis viejos”. Otro Sosa es obviamente el de “Al mundo le falta un tornillo”, y también el de “Guapo y varón” o “Che, papusa, oí”, tangos a los que confiere una intensidad magnética. Al cantar “Uno”, esa pieza que revolucionó al tango en 1943, Sosa muestra su compromiso con lo más profundo del género, aunque lo asuma a su manera.
Algo similar hay que decir respecto de su posterior decisión de encomendar a Leopoldo Federico la conducción de la orquesta que iría a enmarcar el siguiente tramo, ya solista, de su carrera. Sosa eligió a un músico enrolado en la renovación, y que venía de formar parte del Octeto Buenos Aires, de Astor Piazzolla. La idea no era hacer vanguardismo, por supuesto, pero sí tocar con calidad. Y este propósito fue plenamente logrado, ya que Federico aportó imaginación y la enorme fuerza que siempre lo caracterizó. También con Leopoldo, la discografía de Sosa fue de la hondura dramática de “Confesión” al humor de “Otario que andás penando”, del diagnóstico implacable de “Cambalache” a la desgarrada admisión de “Total pa’ qué sirvo”, del exaltado romanticismo de “En esta tarde gris” al filosófico inventario de “Mano a mano”, y así sin pausa, mostrando su versatilidad.
Julio María Sosa Venturini, cantor, poeta, amante tormentoso, siempre provocará polémica entre los apreciadores del tango. Entusiasmo, aceptación, indulgencia o rechazo. El, como Roberto Goyeneche, inició su carrera cuando corrían los últimos años del apogeo tanguero, y debió afirmarse después cuando ya el género se debatía en la peor crisis de su historia. Pero ésta parecía no afectarlo. Sosa era un fenómeno en sí mismo.

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La estampa tanguera de un cantante que fue adorado y odiado.
 
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