ESPECTáCULOS › “EL HOMBRE QUE CAMINA”, EN EL CENTRO CULTURAL RECOLETA

En los laberintos del teatro físico

El montaje concebido por Ana Garat y Pilar Beamonte propone, sin butacas ni escenario, una ruptura activa de los códigos de comunicación entre los actores-bailarines y el público.

Por S. F.

La desorientación provocada por El hombre que camina apunta a resquebrajar determinadas estructuras espaciales y temporales que determinan la actitud del espectador. En la oscuridad, segundos antes del inicio de este espectáculo de teatro físico –según lo definen sus creadoras–, el público pisa algo, pero sin saber con exactitud qué es. En esta propuesta no hay butacas ni un escenario, sólo espacios o niveles en donde transcurren las diferentes escenas. La percepción de la distancia y cercanía entre el público y los actores-bailarines es una de las instancias más heréticas de este montaje concebido por Ana Garat y Pilar Beamonte. Los estímulos, dosificados por una impactante iluminación, adquieren por momentos una espesura sumamente violenta y primitiva, especialmente cuando los cuerpos se unen y rechazan en distintas coreografías. En otras circunstancias, las emociones son tan sutiles, que sugieren más de lo que dicen. En ese sentido, la mujer que arroja lentamente flores desde una especie de balcón –el primer cuadro que abre esta experiencia de singular factura– se presenta como una imagen fugaz del tiempo vivido, pero al mismo tiempo resulta alienante ver cómo estruja mecánicamente los tallos de las flores que lanza al vacío.
El público, ubicado en una estructura con forma de cubo (de doce por nueve metros), tendrá la libertad de ir construyendo una perspectiva (o varias), de acuerdo con lo que decida ver. Podrá levantar la cabeza para observar el techo de acrílico transparente, donde hombres y mujeres ruedan, reptan como cocodrilos o parecen nadar con la gracilidad de los peces. O bien bajar la mirada, cuando descubra que por debajo de la reja con agujeros pequeños que está pisando, un puñado de bailarines realiza una rutina con saltos y movimientos convencionales. Entonces, el espectador aprenderá que la única certeza que le brindan los sucesivos cuadros es la relatividad. Si prefirió quedarse con la imagen de los pies desnudos de una mujer que hace equilibro sobre una soga (de gran belleza estética, porque pocas veces se repara en ellos como parte del cuerpo), segundos después aparecerán los pies de un hombre que desplazarán a la mujer, alterando así el ritmo y la armonía del juego. En cambio, si opta por seguir el vértigo de las escenas que suceden en los pasillos enfrentados –ubicados por encima de los espectadores–, por la descarga adrenalínica de violencia (los bailarines efectúan diferentes golpes contra las paredes), una extraña pareja trastrocará las tensiones acumuladas.
Ella posee una contextura voluminosa, y ocupa los espacios con la autoridad que le confieren sus ventajas físicas. El, en cambio, es extremadamente delgado y de una fragilidad emocional que, cuando se le escapan un par de lágrimas, transmite una angustia insoportable. Las escenas, acompañadas por música industrial, se funden entre sí con pequeños apagones de luz y cambios en la intensidad sonora del ruido metálico y fabril. El efecto creado desdibuja los límites del tiempo real, porque hay escenas muy simples, como la de los cuerpos en fila moviéndose como péndulos, que parecen muy prolongadas, cuando duran, en realidad, apenas segundos. Otras coreografías, más elaboradas y extensas (las que tienen un toque de flowing low y contact improvisation, con un notable desempeño de los bailarines) se disipan con la velocidad de un abrir y cerrar de ojos. Resulta interesante el juego de contrastes: la nitidez delos movimientos en el techo de acrílico, la fugacidad de las escenas que transcurren cerca de los espectadores y el aire de clandestinidad en las coreografías que se realizan debajo del público. Después de las peleas, los cuerpos piden la tregua. El cuadro final es una alegoría sobre el sentido de la vida. Los cuerpos desnudos de los intérpretes, vencidos por una lucha inútil, caminan juntos hasta que sus contornos fantasmales se disipan en medio del humo y la semipenumbra de la sala.

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“El hombre que camina” es una verdadera usina de estímulos visuales.
La obra va de jueves a domingo en la sala Villa Villa del Recoleta.
 
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