ESPECTáCULOS › SE ESTRENO LA PUESTA DE “CARMEN” EN EL LUNA PARK

Los riesgos de una ópera

La directora Eva Halac acierta en su apuesta y los cantantes cumplen, a pesar de la amplificación y de una pobre escenografía.

 Por Diego Fischerman

La representación actual de una ópera del siglo XIX implica siempre un cierto grado de condescendencia. Carmen, de Bizet, es una de las óperas más logradas del repertorio y aun así es necesario hacer un esfuerzo para pasar por alto la memez de Don José, preguntándole emocionado a Micaela “¿un beso de mi madre?”, como si se tratara de un personaje de Luis Sandrini o, peor, para ignorar ese inverosímil campamento de un ejército de contrabandistas (¿cuántos pensarán pasar clandestinamente la frontera, al mismo tiempo?) del tercer acto, al que, para peor, acceden todos con la mayor facilidad (allí llegan por turno la ex novia de José y el futuro amante de Carmen, como para dejar plantado el drama del último acto) como si bastara con haber visto luz y haber subido (a la montaña, es claro). Por eso son de trascendencia vital las elecciones de quien tenga en sus manos la puesta en escena. Según el caso, Carmen puede ser una ópera boba más –con una gran música, desde luego– o una gran obra. Eva Halac, directora teatral de trayectoria notable, recordada entre otras cosas por su poética visión de La invención de Morel de Bioy Casares, con títeres y actores en escena, acierta, en ese sentido, al apostar al aspecto más interesante –y tal vez el más involuntario– del libreto: la multitud siempre presente.
En Carmen no hay verdaderas escenas privadas y en la régie de Halac que se estrenó en el Luna Park todo es mirado/espiado por un público situado en escena (representado por actores) y por camarógrafos que se inmiscuyen entre los personajes. Un público que, además –como en la plaza de toros—, se regodea con la sangre ajena. El hecho de que dos pantallas situadas a los costados del escenario –en las que además aparece el subtitulado con la traducción del texto al castellano– proyecten detalles de la escena podría hacer pensar que la función de estas cámaras es la mera provisión de estas imágenes. Sin embargo, muchas de estas imágenes son tomadas por otras cámaras y, además, los camarógrafos seguramente podrían haberse situado de manera menos evidente, por lo que debe entenderse que lo que se buscó fue, precisamente, la idea de intrusión. Lo privado volviéndose público más allá de la voluntad de los protagonistas, en una suerte de actualización de las leyes de la tragedia griega, en que los avatares individuales no eran más que piezas de un destino más grande y, desde ya, ajeno al deseo (y al control) de los personajes.
Carmen es, en ese aspecto, una ópera social, en la que el pueblo participa permanentemente y, más allá de los esquematismos del libreto, Halac supo jugar esa carta con autoridad. Sus multitudes están vivas, llenas de pequeños gestos, de intenciones, y en escenas como la de la pelea de las cigarreras logran verdadera intensidad. La naturalidad obtenida en los diálogos de los protagonistas (en francés) es un dato más del cuidado con el que se trabajó lo teatral. Independientemente de mayores o menores aptitudes personales para la actuación, en el terreno dela construcción de los personajes los cantantes estuvieron muy por encima de lo que habitualmente se ve en el mundo de la ópera. Lo más flojo fue, eventualmente, una anónima escenografía de cartón delgado, más digna de un teatrito de pueblo que de un supuesto gran espectáculo, y los movimientos de los bailarines, con sus mecánicas coincidencias entre finales de frase y brazos en alto.
En relación con la versión musical, nada fue demasiado bueno ni demasiado malo, ayudado por una amplificación que tiende a igualar voces potentes e inaudibles, que niega las intensidades medias (todo es fuerte o piano) y que subsume los matices en una especie de sopa fría y más bien intomable. Mario De Rose dirige con corrección y la orquesta, salvo algunos desajustes menores, parece seguirlo con esmero. Alejandra Malvino con un bello registro grave, Luis Lima con convicción (y una potencia que terminó jugándole en contra ya que, dueño de la única voz que podría haber hecho el mismo personaje pero en un teatro grande, fue intolerable en los fortísimos) y, sobre todo, una Teresa Musacchio expresiva, de timbre y fraseo exquisitos, se vieron envueltos en el mismo magma indiferenciado y achatado por el efecto spika (esas pequeñas radios portátiles de hace cincuenta años) de la amplificación.
Podría argumentarse que la profesión de purismo nada tiene que hacer frente a las innegables virtudes de un espectáculo genuinamente popular. ¿Qué podría importar alguna impureza musical si la contrapartida fuera el disfrute colectivo de algo que, de otra manera, hubiera estado vedado? Y el argumento sería correcto pero, lamentablemente, inadecuado. Aquí no se trata de una representación en un parque, con entrada gratuita, sino de un negocio privado (lo que en sí, por supuesto, nada tiene de malo) en el que las localidades, a igual precio, ofrecen ventajas mucho menores que las de un teatro como el Colón. Las plateas salen $ 90 y por ese dinero, en el teatro municipal, se puede ver y oír mucho mejor que en el Luna Park. Y en el caso de las entradas más baratas sucede exactamente lo mismo.
Por otra parte, a pesar de la propaganda tendiente a instalar en el público la idea de gran espectáculo –ligada sobre todo a la utilización de grandes carteles callejeros–, el aspecto general de esta escenografía es mucho más pobre (y caserito) que el de cualquiera que pueda presentarse en el Teatro Colón. Tampoco irá, en este caso, mucha más gente que la que puede asistir al Colón (los títulos más populares suelen llevar a este escenario más de 20.000 personas, a lo largo de varias funciones). La noción de que en este caso se trata de un espectáculo abierto y popular se encadena, más bien, con la característica expulsiva que el Colón acuñó durante años. En efecto, hay un público que siente que el Colón no es para él y que, en cambio, concurrirá esta vez al Estadio Luna Park. Verá un espectáculo muy cuidado, con una concepción escénica interesante y sumamente plano en lo musical. Un espectáculo más bien pobretón en lo escenográfico, en donde la mayor debilidad es tratar de compensar lo que resulta incompensable: hacer que un lugar a todas luces inconveniente para la ópera suene como si no lo fuera. Las desventajas acústicas de un estadio como el Luna Park se consiguen con creces. Resulta dudoso que, en este caso, se verifique alguna de las posibles ventajas.

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Alejandra Malvino y Luis Lima convencen en sus personajes.
Pero la amplificación achata todo y no permite distinguir sutilezas.
 
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