ESPECTáCULOS

En el siglo veintiuno, las marcas de la guerra todavía son visibles

El retrato de un ex centro industrial, la sangrienta batalla de Okinawa y Kitano signaron el final del Festival de Yamagata.

 Por Luciano Monteagudo

Durante la ocupación japonesa en China, en los años ‘30, el distrito de Tie Xi, en el nordeste del país, nació como centro industrial y sus acerías sirvieron para alimentar el militarismo que animaba a la época. Después de la revolución socialista, Tie Xi se convirtió en uno de los orgullos del gobierno de Mao, con cientos de miles de trabajadores de todo el país convergiendo en sus hornos y en sus minas de carbón, que enarbolaban el pabellón rojo. Hoy, sin embargo, de todo eso quedan apenas ruinas, restos de una civilización que parece haberse extinguido hace siglos y que el documental Tie Xi Qu: West of the Tracks –que acaba de ganar el Gran Premio de la competencia oficial del Festival de Yamagata– registra con una minuciosidad fuera de lo común, como si se tratara más bien del trabajo de un arqueólogo, cepillando muy delicadamente el polvo que cubre cada una de las piezas que va encontrando de esa cultura desaparecida.
Cinco años de investigación y rodaje le llevó al director chino Wang Bing (nacido en 1967 y egresado de la Facultad de Artes de la Universidad de Shenyang) llevar adelante su película, que tiene una duración acorde con la magnitud del proyecto: nueve horas, divididas en tres partes o bloques temáticos. Con apenas una cámara digital y recursos aportados por la Fundación Hubert Bals del Festival de Rotterdam (la misma que contribuyó y sigue contribuyendo a la realización de tantos proyectos del nuevo cine argentino), Wang Bing se instaló entre esas sombras del pasado y compartió la vida de los escasos sobrevivientes de aquel sueño de gloria. Su película evoca –sin utilizar jamás material de archivo ni entrevistas a cámara, sino solamente a partir del registro de la cotidianidad y de las conversaciones casuales de los trabajadores que todavía rondan entre los hornos apagados– la historia de un país que, durante cincuenta años, organizó la vida de miles de millones de personas a partir de un modelo centralizado. Y que ahora está girando bruscamente a una economía de mercado, dejando atrás una enorme secuela de desamparados. El documental de Wang Bing, por supuesto, se realizó mucho antes de que el primer cosmonauta chino paseara por el espacio, pero visto ahora, cuando los ojos del mundo vienen de mirar nuevamente hacia el cielo, se convierte paradójicamente en un recordatorio de lo que aún sucede en la tierra.
Otra de las películas laureadas en Yamagata –con el premio especial del jurado y el premio del público– fue Purity, de la realizadora israelí Anat Zuria, un trabajo que examina sin prejuicios ni tabúes la vida matrimonial y sexual de las parejas religiosas en Israel, a partir del punto de vista de tres mujeres. El ritual de la purificación tiene una tradición de más de 2000 años de antigüedad e impone a la mujer, durante y después de su ciclo menstrual, la prohibición de tener el más mínimo contacto con su pareja (aún el roce casual) hasta no haber tomado un baño en Miqveh o agua consagrada. A través de la experiencia íntima de las tres mujeres que retrata, el film de Zuria se rebela contra la organización patriarcal de la vida religiosa y se atreve a hablar en voz bien alta de un tema que hasta ahora, según la directora, solamente se había cuestionado en susurros y a puertas cerradas.
Uno de los puntos más altos del Festival de Yamagata fue, a su vez, una sección monográfica dedicada al archipiélago de Okinawa, la frontera sur del Japón, un grupo de islas subtropicales orientadas en dirección a Taiwan y que fueron el escenario de la batalla más cruenta –el “Tifón de acero” aún la denominan los japoneses– que se haya librado en el frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Allí, en 1945, se batieron cuerpo a cuerpo y a bayoneta calada miles de soldados de Estados Unidos y del Japón y desde entonces Okinawa pasó a ser –como actualmente lo son Afganistán e Irak– territorio ocupado estadounidense, hasta que en 1972 fue devuelta nuevamente al gobierno japonés. Sin embargo, aún hoy hay bases militares norteamericanas, un enclave que ha determinado la vida social y cultural de una región históricamente conflictiva para Japón, y de donde han salido las corrientes migratorias que luego llegaron a Brasil y a la Argentina, entre otros países sudamericanos.
Organizada en diez partes, con noticieros de preguerra, documentales sobre la famosa batalla y hasta films de ficción (según el concepto de que todo film de ficción pasa a ser a su vez un documento sobre los modos de representación de la realidad), la retrospectiva incluyó no sólo films japoneses sino también auténticas curiosidades. En ese rubro se incluyeron el video experimental Level 5 (1996), del francés Chris Marker, y el documental Let There Be Light (1946), dirigido por el gran John Huston, cuya difusión estuvo prohibida por más de treinta años, porque registra el estado de shock traumático en que quedaron sumidos muchos de los soldados estadounidenses después de haber participado de aquella terrible batalla que determinó –junto con las bombas de Hiroshima y Nagasaki– la rendición del Japón. Por el lado local, el representante más destacado fue, una vez más, Takeshi Kitano, de quien se exhibió su clásico Sonatine (1993), en donde el protagonista –un yakuza existencialista interpretado por el propio “Beat” Takeshi– se dirige en un viaje final hacia la playa de Okinawa, la última frontera, donde después de volver a jugar como un niño, decide suicidarse. Eso sí, con una sonrisa beatífica a modo de único, irónico comentario.

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Takeshi “Beat” Kitano también estuvo presente en el festival japonés, con su ya clásico “Sonatine”.
 
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