ESPECTáCULOS › ENTREVISTA A LA COREOGRAFA MAGUY MARIN, QUE MAÑANA PRESENTA SU NUEVA OBRA EN EL TEATRO COLON

“La danza evitó que terminara siendo una pandillera”

La artista francesa de origen español cuenta por qué se inspiró en la obra de Eduardo Galeano para su nueva puesta, “Los aplausos no se comen”. Dice que el tema le sirve también para ilustrar el estado de la cultura en Francia.

 Por Silvina Friera

Aunque la prestigiosa coreógrafa Maguy Marin nació en Toulouse (Francia), acaso por la influencia de sus padres españoles aprendió a cuestionar el mundo de la cultura con mayúsculas. Hija de una familia de refugiados españoles pobres (su padre, un tozudo campesino andaluz, era un dogmático stalinista que le prohibía leer “literatura burguesa”), Marin confiesa que cuando era una niña sintió en carne propia la exclusión y la mirada perturbada de quienes veían en un extranjero un “peligro en potencia”. Mientras luchaba por adaptarse a la cultura francesa, empezó a hurgar en las minúsculas, a reflexionar sobre lo que se silencia y se disimula simbólicamente. Se ríe cuando piensa en el irónico título de su última coreografía, Los aplausos no se comen (Les applaudissements ne se mangent pas), inspirada en el libro Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, que se presenta mañana a las 17 en el Centro de Experimentación del Teatro Colón (Tucumán 1171). La coreógrafa francesa despojó a su más reciente creación de todo exotismo o folklore, pero también de cualquier alusión política explícita sobre el avasallamiento que se ejerce sobre los países latinoamericanos.
Marin, que ingresó en la Escuela Mudra, dirigida por Maurice Béjart, en 1970 e integró el ballet Siglo XX, admite que, más allá de la influencia decisiva de su formación bejartiana, no comparte la visión de la danza de Béjart. A medida que crecían las inquietudes teatrales y otros deseos que la danza no lograba canalizar, Marin apostó por un camino personal: creó su propia compañía en 1978. Identificada con el trabajo de su colega alemana Pina Bausch, Marin pertenece a la heterogénea generación de coreógrafos franceses de la década del ‘80. Sin coincidencias estéticas ni conceptuales, por ese entonces muchos creadores estaban embelesados con la danza abstracta americana. En los ‘90, Marin realizó la coreografía May B, considerada una de sus obras maestras, inspirada en el universo del escritor irlandés Samuel Beckett. En la entrevista con Página/12, la coreógrafa francesa evocó aquellos momentos de la infancia que la marcaron para siempre. “Sos extranjera, tenés que estar calladita y no meterte en problemas”, recuerda Marin los sermones de su padre, que no pudo regresar a España hasta que murió Franco.
–Su decisión de trabajar en un barrio pobre como Rillieux-la-Pape, en la periferia de Lyon, ¿está emparentada con su historia familiar?
–Sí. Mi padre estuvo en un campo de concentración en el sur de Francia (antes de que Hitler hiciera los suyos) y aunque no eran campos de la muerte, la gente vivía humillada en su dignidad humana. En Francia, mis padres cortaban leña para sobrevivir. De niña me daba cuenta de que no era igual, que no tenía la misma historia que los otros chicos que eran franceses. En la escuela no me iba bien porque mis padres hablaban español en casa. Por eso hablo tan mal el español como el francés (risas). A los 8 años, como la escuela de ballet era gratuita, empecé a bailar. La danza evitó que terminara convertida en una pandillera.
–¿A qué alude el título “Los aplausos no se comen”?
–Saqué esta frase de otro libro de Eduardo Galeano, en donde cuenta cómo el sistema financiero internacional les pide a los gobiernos de Latinoamérica que realicen ajustes estructurales, que consisten en reducir las ayudas sociales para tener un desarrollo más grande, pero sobre la espalda de los ciudadanos. Esa gente aplaude cuando los gobiernos hacen los ajustes, pero Galeano dice que “los aplausos no se comen”. Me gustó mucho esa frase porque ilustra lo que sucede también con los artistas. En Francia, aunque estoy considerada una artista comprometida y ejemplar porque me meto en lugares que no son fáciles, aplauden a la compañía y a mí, pero no han dado un euro más para mejorar nuestro trabajo. Ahora la situación cultural en Francia es muy complicada.
–¿Por qué?
–El gobierno está decidido a ajustar los subsidios. Los artistas más conocidos continuarán recibiendo el subsidio, pero existe toda una franja que está trabajando y generando proyectos, que va a desaparecer si se los sacan. Hay un sistema neoliberal terrible que desecha todo lo que no es rentable: el arte, la cultura, los ancianos. Quince mil viejos murieron por la ola de calor como consecuencia de la falta de servicios sociales en un país como Francia, que todavía representa para muchas personas el lugar de la cultura y de la defensa de la democracia y los derechos humanos. Tengo la sensación de que algo se está muriendo. Un amigo dice que es el capitalismo el que está agonizando, y que utiliza sus últimas estrategias para no morir.
–¿Cómo expresó desde el movimiento estas ideas sobre el poder que se ejerce sobre los países latinoamericanos?
–Fue bastante difícil. Tenía más de 400 palabras que había tomado de libros y periódicos porque pretendía hacer un trabajo irónico sobre la miseria. Pero después me di cuenta de que no era eso lo que estaba buscando. Finalmente, quedaron las relaciones de fuerzas, los contrapesos, la impotencia de los cuerpos, cómo se enfrentan, cómo se atraen y se repelen. Son seres humanos que están en el escenario, que chocan, que caen, que tienen que salir, son fuerzas que se están ejerciendo.
–¿La idea es reproducir una situación cotidiana sobre el escenario?
–Claro. Si mirás la calle, ves cómo se mueve la gente, la fuerza que tiene: hay atracciones, miedos, gente que se junta, que se aparta. Es como una coreografía. En este mismo sentido, es muy interesante ver cómo se mueven los peces. En un momento parece que están fijos, como si no se movieran, y de repente se mueven rápidamente en conjunto.
–Usted suele decir que “la danza es un animal difícil de domesticar”. ¿A qué se refiere?
–Lo digo por el bailarín, que es una persona que trabaja mucho sobre su cuerpo y que trata de dominar algo del baile. La danza existe cuando se está fuera de una formación académica. Me gusta trabajar con gente adulta, que ya ha dejado atrás la exigencia de brillar: tienen la actitud del hombre que baila y no del bailarín. El cuerpo, en nuestras sociedades, está fabricado y sometido por la publicidad.
–¿La danza es un modo de liberación de esos cuerpos sometidos?
–Sí, estoy convencida de que es así. La gente tiene que recuperar sus cuerpos con su propia presencia en el mundo. El cuerpo habla y dice muchas cosas que no queremos decir. El arte es un arma de liberación porque te puede ayudar a cambiar, a imaginar las cosas de otra manera y encontrar alternativas.
–Desde esta perspectiva, ¿los artistas siempre resultan molestos y “peligrosos” para el sistema?
–En Francia, siendo subvencionada, nunca me sentí una artista del Estado. El dinero que te da el Estado no es del “príncipe” sino de toda la sociedad. No hay que agradecer nada, hay que estar atento a lo que pasa y guardar una distancia crítica. Mucha gente que está en el poder se comporta como propietarios del dinero, pero nosotros somos los propietarios de ese dinero y los que le debemos decir “no”. El ministro de Cultura francés dijo que “los artistas que tienen subvenciones o están de acuerdo con la política del gobierno o las tienen que devolver”. Estamos en la pulseada, aunque temo que en esta lucha política van a ganar ellos. Porque nosotros, como siempre, no estamos organizados y ellos, contrariamente, están organizados, discuten poco, porque saben lo que dicen y lo que hacen.

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Maguy Marin pertenece a la heterogénea generación de coreógrafos franceses de la década del ‘80.
“El arte es un arma de liberación, porque te puede ayudar a cambiar”, señala.
 
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