ESPECTáCULOS › EL CINE DEL MUNDO ESTRENADO EN BUENOS AIRES SIGUE SIENDO CASI TODO DE HOLLYWOOD

Un año con algunas cumbres y una extensa meseta

La temporada cinematográfica 2003 fue baja en cantidad y también en calidad de lanzamientos. Hubo muchas segundas y terceras partes de las grandes superproducciones, que dejaron poco espacio de pantalla para un cine que no piense sólo en la boletería.

 Por Luciano Monteagudo

Más allá de que los seguidores incondicionales de El señor de los anillos arrancaron la temporada de parabienes con la segunda parte de la trilogía, Las dos torres, y brindaron ayer con el estreno del capítulo final, El regreso del Rey, no se puede decir que 2003 haya sido –ni de lejos– el mejor de los años para el cine internacional estrenado en Buenos Aires. En primer lugar, la cantidad de estrenos, que solía ser de unos 225 títulos, ahora está estancada en 170, un nivel que corresponde a la cartelera de 1998, cuando todavía no se había producido la gran apertura hacia nuevos cines y modos de relato que hizo de la ciudad una de las más ricas del continente en materia de oferta cinematográfica.
Esa importante franja de público que en las temporadas 1999 y 2000 fue capaz de responder a las películas más innovadoras y exigentes, pero que a cambio le devuelven la confianza en el cine como medio de conocimiento y experiencia estética, sigue estando allí. La diferencia, este año, como en la temporada anterior, fue que los distribuidores independientes, ante la devaluación, se retrajeron sensiblemente en la compra de material. En la mayoría de los casos, no logran recuperar en pesos una inversión que es en dólares, lo que los lleva a llamarse a cuarteles de invierno o estrenar, en la mayoría de los casos, sólo aquellos títulos de una segura, sostenida eficacia comercial. De riesgo, casi ni hablar.
El resultado fue entonces no sólo una merma de la cantidad, sino también de la calidad. Aunque hubo films extranjeros –el cine argentino se revisará en otro balance y es, con 53 estrenos, un caso aparte– que merecieron el interés de la crítica y la atención del público, vista en conjunto la temporada 2003 no fue precisamente brillante, ni mucho menos. El espacio vacante de pantalla que dejaron los films independientes fue ocupado masivamente por las producciones de las compañías subsidiarias de los grandes consorcios multinacionales, llamadas en la jerga del medio majors. Las majors –que tienen divisas fuertes en el mercado para pagar publicidad– no sólo lanzaron los tanques de boletería que siempre, en cualquier temporada, estrenan y que este año fueron básicamente los productos seriados, como si fueran aplicaciones de un mismo, repetido remedio: las dos últimas entregas de Matrix, X-Men 2, Terminator 3... La excepción a esa regla –por original, por talentosa– fue Buscando a Nemo, que se ubicó al tope de la boletería, con 2.125.000 entradas vendidas, en una franja ancha que agrupa a espectadores de todas las edades. Pero a la par de esa creación de los estudios Pixar, Hollywood copó la plaza indiscriminadamente con un conjunto de morralla como hace tiempo Buenos Aires no veía.
El lado oscuro
de Hollywood
Entre esa blitzkrieg de chatarra hubo muchos intentos que fracasaron rotundamente frente al público, pero que igual ocuparon un desmesurado espacio de pantalla: Los ángeles de Charlie al límite, Lara Croft-Tomb Raider: la cuna de la vida o La liga extraordinaria por citar apenas tres títulos con una gran expectativa comercial, pero que chocaron contra el desinterés manifiesto de sus potenciales espectadores, que parecen preferir pacientemente su aparición en los canales de cable, la boca de salida a la que finalmente estos productos están dirigidos.
Paradójicamente, de Estados Unidos llegaron también –aunque del campo del cine independiente– algunos de los mejores títulos del año, empezando por Lejos del paraíso, un film de una rara perfección, que vino a confirmar no sólo el talento del director Todd Haynes sino también el de Julianne Moore, su magnífica protagonista. Ambientada en unos años ‘50 que parecen salidos de la colección de estampas de un almanaque, Far from Heaven se atreve a continuar y actualizar la tradición del mejor cine de Douglas Sirk, autor de films hoy de culto como Sublime obsesión, Imitaciónde la vida y Palabras al viento. La audacia, el valor del film de Haynes radica en que no sigue el camino más fácil –el de la ironía o la sátira posmoderna– sino el más complejo: la recreación de los códigos narrativos y estéticos de toda una época, para dar cuenta de un mundo bastante más lejos del paraíso que parecía prometer.
La excéntrica Embriagado de amor, de Paul Thomas Anderson, con Adam Sandler en una suerte de comedia musical sin música; Las confesiones del Sr. Schmidt, de Alexander Payne, con el jubilado Jack Nicholson; y El ladrón de orquídeas, de Spike Jonze, fueron otros de los puntos altos del cine estadounidense fuera del mainstream. Kill Bill, la cuarta película de Quentin Tarantino, protagonizada por una increíble Uma Thurman, también es un caso aparte, porque es superficie pura, un enorme artefacto pop edificado a partir del catálogo completo de la videoteca personal de QT, que se da el lujo de hacer un film que está todo entre comillas, porque es una sucesión infinita de citas, sin solución de continuidad, de comienzo a fin.
Entre los veteranos, Woody Allen estuvo presente por partida doble, con La mirada de los otros y La maldición del Escorpión de Jade, con resultados menos logrados que en su mejor época, mientras que Clint Eastwood y Martín Scorsese ofrecieron respectivamente Río místico y Pandillas de Nueva York, sus films más ambiciosos y también más solemnes, que parecen rendirle fidelidad a la Academia de Hollywood antes que a sus propias trayectorias. En este sentido, Femme fatale, de Brian de Palma, se presenta como el caso opuesto, el de un director sólo leal a su propia obra, al punto que la financiación de esta suerte de summa de todo su cine tuvo que buscarla en Francia, ante la indiferencia absoluta de la industria audiovisual estadounidense, en la que ya está considerado un caso perdido.
Otras voces, otros ámbitos
La repercusión que tuvo Bowling for Columbine en todo el mundo (a la que no fue ajena el celebrado discurso anti Bush de Michael Moore en la ceremonia del Oscar) no sólo le abrió un espacio particularmente amplio a esta ácida, divertida diatriba contra el armamentismo norteamericano. También pareció darles cierta confianza a distribuidores y exhibidores locales en un género que no suele llegar a las pantallas comerciales: el documental. Fue así como aparecieron dos films de una riqueza y una sensibilidad extraordinarias: En construcción, del catalán José Luis Guerín, dedicado a un barrio popular de Barcelona que nace y muere con el siglo; y Ser y tener, del francés Nicolas Philibert (que estuvo en Buenos Aires), una pequeña gran aventura sobre las dificultades de crecer y de aprender, sobre la necesidad de conocer el mundo, sobre el desafío de enfrentarse a la letra escrita y de empuñar un lápiz. A ellos se sumaron Volvoreta, de Alberto Yaccelini; Promesas, de Justine Shapiro; Cravan vs. Cravan, de Iñaki Lacuesta; y Rocha que voa, de Eric Rocha, todos signos de que el documental también tiene un lugar en el mundo, como lo probó a su vez el encuentro internacional DocBsAs, organizado en octubre por el Grupo Cine-Ojo.
Por el lado del cine europeo, aunque con muchas menos opciones que otros años, se lució Francia, que sigue teniendo el reaseguro de sus viejos, siempre jóvenes maestros, Claude Chabrol y Jean-Luc Godard. Después de haber manchado deliberadamente con sangre el inmaculado paisaje de tarjeta postal de Suiza, en Gracias por el chocolate, Chabrol volvió, con La flor del mal, a su escenario predilecto: el interior profundo de Francia, la vida provincial de la gran burguesía, que para el director siempre tiene algún secreto inconfesable que esconder debajo de la mullida alfombra con la que ahoga los ruidos molestos. Y en Elogio del amor (un estreno devaluado por su proyección en video), Godard hizo un film abierto, puro proyecto, que es también una obra de resistencia contra los modelos establecidos en general y contra Hollywood en particular.
Otra película fuera de norma fue El hombre sin pasado, del finlandés Aki Kaurismaki. La violencia, la miseria, la corrupción, la soledad están allí y el film no las esconde ni las desmiente, pero Kaurismaki da la impresión de conjurar todos esos males exponiéndolos a través del punto de vista de un hombre puro, que descubre por primera vez la felicidad de trabajar la tierra, de hacer música, de encontrar el amor. En esa templada, rigurosa celebración de lo mejor de lo humano está la nobleza esencial de esta película excepcional.
Mucho se habló de la increíble proeza técnica de El arca rusa, del enorme desafío que significó para el director Alexander Sokurov realizar todo su film en una única toma de 90 minutos ininterrumpidos, sin cortes. Pero el verdadero valor de la película parece estar más allá de los records, en ese monumental viaje por el tiempo y el espacio en el que se va convirtiendo su inmersión en el Hermitage, un único impulso con el que da cuenta de ese sueño eterno que es el río de la Historia. En el otro extremo del arco expresivo, pero con una originalidad equivalente, el palestino Elia Suleiman se reveló en Buenos Aires con Intervención divina, un film que, armado de poesía, le declara la guerra no sólo a la ocupación israelí sino también al cine adocenado y banal.
El cine asiático fue el que más sufrió con la crisis. Si no fuera por el Festival de Cine Independiente y los ciclos de la Sala Leopoldo Lugones, ya casi no se vería nada que viniera de Oriente. Pero el Oscar de Hollywood y el Oso de Oro de Berlín le dieron la oportunidad al mejor cine de animación japonés: El viaje de Chihiro, de Hayao Miyazaki, un film de una imaginación desaforada, que hace de la película una experiencia tan intensa como exigente, que se atraviesa como quien se atreve a sumergirse en un universo nuevo, desconocido.
Por el lado de América latina, le tocó al mexicano Carlos Reygadas, con su monumental e inclasificable Japón, dar una verdadera idea de las posibilidades del cine de la región, en contra de los estereotipos de Ciudad de Dios, la película brasileña de Fernando Meirelles y Kátia Lund, adaptación del libro homónimo de Paulo Lins, sobre la violencia y la marginalidad en una paupérrima favela de Río de Janeiro, que en su versión cinematográfica puede llegar a parecer una guía turística para habitantes del hemisferio norte interesados por los bajos fondos de la ciudad carioca.

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El arca rusa, de Alexander Sokurov, o el sueño eterno de la historia.
 
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