ESPECTáCULOS › EL RODAJE DE “MI MEJOR ENEMIGO”, DE ALEX BOWEN, COPRODUCCION ARGENTINO-CHILENA

La guerra que no llegó a ser, y los soldados que sí

En Punta Arenas, Alex Bowen, con producción de Pablo Trapero, filma una historia sobre el conflicto de 1978.
Los aprestos no llegaron a la guerra, pero los soldados fueron movilizados y permanecieron allí durante meses.

 Por Mariano Blejman

Desde Punta Arenas

Al costado de un galpón, el cuadro de Pinochet está dado vuelta: derruido, empolvado, intervenido por un trazo pícaro que alguien le hizo y nadie se animó a sacar. En el medio del galpón, al lado del comedor, una mesa de ping-pong reúne a un grupo de soldados chilenos. Juegan como parapetados: con sus borcegos puestos y sus camperas camufladas frente a los productores, técnicos y actores argentinos y chilenos –más un español– a casi 3000 kilómetros de Buenos Aires. Conviven desde que al director chileno Alex Bowen se le ocurrió rodar la película Mi mejor enemigo, y consiguió el apoyo de coproducción de Matanza Cine, de Pablo Trapero (Mundo grúa, El bonaerense). Bowen está filmando una historia de ficción entre dos trincheras, enmarcada en el conflicto pre-bélico del Beagle de 1978 entre Argentina y Chile. Allí hubo soldados que llegaron a estar seis meses en las trincheras. Para llegar a filmar, entrevistó a centenares de chilenos y argentinos que vivieron en el frente de un conflicto que nunca llegó. La historia que está contando el director chileno surge de esas conversaciones. Ese es el motivo por el cual soldados, realizadores y actores (entre ellos el Zapa, Jorge Román de El bonaerense) están jugando ping-pong en medio de un campo minado de verdad.
Es curioso el lugar que ocupa Punta Arenas en el mapa, el escenario elegido por el director: es una ciudad chilena, pero sólo se puede llegar a ella por tierra a través de la Argentina. Y para ir a Tierra del Fuego sólo se puede acceder por una ruta que pasa por la pampa chilena. Bowen ha elegido un contexto adecuado para encontrar el clima: a metros del rodaje, con la vista del Estrecho de Magallanes como colofón azul, todavía está intacto el campo que fue minado por el Ejército de Chile en 1978, cuando el destino de ambos países estaba manejado por gobiernos de facto. Pero la historia que el director chileno quiere contar es la de dos trincheras –una chilena, la otra argentina– perdidas en el medio de una posible guerra absurda que no existió, pero que llevó soldados a la línea de frontera. A combatir. En la ficción, todo empieza cuando la tropa chilena pierde contacto con la base y tiene que decidir qué hacer.
Atención, campo minado
El regimiento donde se filma está ubicado a metros de la Estancia San Gregorio, un pueblo abandonado desde hace años, a 100 kilómetros al norte de Punta Arenas. Los carteles de “Atención, campo minado” hacen infranqueable el paso para quien quiera atravesar el campo. Ahí es donde la coproducción trabaja arduamente para contar la historia de “confraternización con el enemigo”, que implicaría el fusilamiento para cualquiera de los dos ejércitos. Los soldados chilenos –la película cuenta con el apoyo del Ejército de ese país, pero no logró el apoyo oficial de las Fuerzas Armadas argentinas– han colaborado con el rodaje: un soldado tiene en sus manos un micrófono, se ha convertido en sonidista. Otro se ha desbocado y subió al crew como vestuarista. El resto de la tropa está en tareas de producción.
Pero lo más extraño es lo que pasa con suboficiales y oficiales: están sumergidos en la película como si se tratara de una misión especial y secreta. El chileno oficial Merino acompaña a los periodistas argentinos hasta la trinchera enemiga. En el camino cuenta cómo estaban las cosas en el barrio –es una ironía, no hay una sola casa a cientos de kilómetros– cuando los gobiernos estaban a punto de hacer estallar la guerra. Cuenta que el área minada era para detener una posible invasión argentina. Los enemigos íntimos se pasaron meses en la trinchera a punto de ver balas que venían.
La estructura verticalista de las Fuerzas Armadas en algo se parece a la filmación de una película. En las FF.AA. basta con seguir la cadena de mandos. En el cine, el director indica cuándo se duerme, cuándo se come, cuándo se descansa y, obvio, cuándo se filma. Medio centenar de personas están a la espera de una orden que les diga qué hacer. El objetivo de ambos es distinto, claro. Mientras las balas destruyen, el arte crea. En el campo de combate ficcionado está la trinchera chilena de un lado (una zanjita en medio de la pampa chilena) y del otro la argentina. Del lado chileno, los actores Erto Pantoja, Pablo Macaya, Juan Pablo Ogalde, Juan Pablo Miranda y Andrés Olea hacen de soldados.
Pantoja será el protagonista. Es un actor todo terreno –aquí lo demuestra una vez más– que tuvo un abuelo en el Ejército, aunque sus padres fueron obreros textiles. Pantoja estudió ingeniería, militó en el MIR y en el arte encontró el placer. Fue el protagonista de la primera película de Bowen, Campo minado. Erto no es Pantaleón Pantojas, aquel personaje de Pantaleón y las visitadoras de Mario Vargas Llosa que puso un burdel a nombre del Ejército en medio del Amazonas. Pero bien podría ser un visitador. “Esta es la historia de dos grupos de hombres que se encuentran en medio de la nada, se miran a los ojos y se dicen: ¿ahora qué hago? Se despojan de sus preconceptos y se dan cuenta de que van a cometer una locura”, dice Pantoja a Página/12.
Entonces cuenta cómo en el ‘78 los militares chilenos pintaban de verde tubos de plástico para hacerlos pasar como cañones. Que sus posibilidades de ganar eran ínfimas y que trajeron soldados desde el norte de Chile porque los puntaareneros no querían pelear. “Había hermanos en ambos lados de las trincheras”, cuenta Pantoja. Mi mejor enemigo es la historia de una pausa: la calma que antecede a la sangre, una especie de guiño a la historia antes de ser descubiertos. Nadie sabe, dice Pantoja, que hubo aquí en Punta Arenas “gente viviendo en túneles durante meses”, con miedo de ser bombardeados por los argentinos. La película se pregunta, dice Pantoja, “¿por qué te tengo que matar, si sólo nos separa una montaña?”. Entre ambas trincheras de la ficción, la guerra será de “ojo, verbo y emoción”.
En la escena de rodaje que observa este diario, en el medio de la pampa chilena, dos soldados se pelean entre sí por el solo hecho de estar allí conviviendo. Pantoja, jefe de patrulla, oficia de guardián de sus muchachos, que se dan puñetazos en la tierra y blasfeman contra los argentinos por la tenencia de una oveja. Del otro lado está el actor Manuel Dedovich, quien hace de jefe de la patrulla argentina en un territorio que conoce: hizo de aquel rey loco de vozarrón inolvidable en La película del Rey, de Carlos Sorín. Dedovich tiene la tristeza del hombre lúcido que sabe que no podrá detener la masacre. También está el Zapa, cuyo sobrenombre de la ficción de El bonaerense ha extendido a la realidad. Aquí, Zapa es un militar capaz de cualquier cosa.
“Yo era muy chico en 1978”, cuenta el Zapa a este diario, mostrando sus bigotes prominentes, que dice odiar. “En esa época no había información.” Argentina pasaba su fiebre mundialista, mientras miles desaparecían en el país. Desde junio hasta diciembre, aproximadamente, las tropas de ambos países se desplazaron y quedaron alistadas para el combate. Pero lo que tiene muy impresionado al Zapa es el respeto y la admiración que siente el equipo chileno de filmación por el argentino. “No sabés cómo nos tratan. Están orgullosos de que hayamos querido participar de una coproducción”, dice el formoseño con acento chileno.
Los argentinos tenían mucho miedo a la hora de meterse en un territorio hostil, de hacerse amigos de supuestos enemigos. Porque la guerra que no fue ha dejado secuelas que se trasladan al fútbol, los boliches o los balnearios de verano. Aquí, varias de las acciones se realizan en terrenos cerrados a la presencia argentina. Los resquemores no se terminan de un día para el otro, ni 26 años después en el medio de un rodaje. No sólo no se terminan, sino que cada tanto se fomentan. Pero Mi mejor enemigo muestra que todo carece de sentido cuando un soldado se encuentra solo, con un arma, frente a alguien que se le parece demasiado como para querer eliminarlo.

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En la zona de la filmación, todavía hoy, hay carteles de esa época que rezan “Atención, campo minado”.
 
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