ESPECTáCULOS

Samuel Barber, el hombre que se escapó de todos los casilleros

En el Colón, la Filarmónica de Buenos Aires tocará el “Concierto para violín y orquesta Op. 14”, una bellísima obra del estadounidense.

 Por Diego Fischerman

La obra del estadounidense Samuel Barber, nacido en 1910 y muerto en 1981, pone en escena uno de los conflictos más importantes en los criterios para la valoración del arte consolidados a partir del siglo XIX. Según los patrones del romanticismo, cristalizados en el ámbito de la música por Beethoven y sus seguidores, el valor está fuertemente asociado con la idea de dificultad (de composición, de ejecución y hasta de audición). Estos parámetros, heredados por el jazz a partir de los 40 y por el rock posterior a 1965 (también por parte del tango de esos años), fijan con bastante claridad a qué puede llamarse una obra importante.
La palabra “progresivo”, aplicada a cierta clase de rock, resulta en ese sentido bastante explícita: Beethoven, Schönberg, Charlie Parker, John Coltrane, Piazzolla y Yes o King Crimson eran “progresivos”. Samuel Barber, con su lirismo obcecadamente anclado en la tonalidad funcional, en cambio, no lo era. Lo que nunca pudo resolverse demasiado bien dentro de este esquema era la frecuente falta de coincidencia entre lo importante y lo bello. Barber, claramente, no fue fundamental para la historia de la música. Todo hubiera sido igual sin su existencia salvo, tal vez, la experiencia de sus oyentes. Y es que por lo menos tres de sus composiciones están entre las más hermosas jamás escritas. El Cuarteto para cuerdas (cuyo Adagio se hizo famoso en la versión para orquesta de cuerdas), Knoxville, Summer of 1915, para soprano y orquesta, y el Concierto para violín y orquesta Op. 14 –compuesto en 1939– que tocará hoy en el Teatro Colón la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, con la actuación solista de Pablo Saraví y la dirección de Mario Perusso, sitúan a su autor en un lugar siempre incómodo para la crítica, tal vez similar al que ocupaba Borges para las lecturas de los 70: el del “reaccionario amado”.
La particularidad más evidente de este concierto es que los dos rasgos esenciales de casi toda obra escrita para violín y orquesta, lirismo y virtuosismo, aquí no se integran sino que aparecen en claro contraste. Los dos primeros movimientos son de una exquisita expansión romántica. El tercero es de un exhibicionismo apabullante. El origen de ese desbalance (que finalmente se constituye en atractivo) es, como siempre, irrelevante. La obra había sido encargada por un rico empresario, Samuel Fels, para su hijo adoptivo, el niño prodigio Iso Briselli. Los primeros movimientos habían sido escritos en Europa, antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial y el tercero ya de regreso en Pennsylvania y después de que el pequeño virtuoso hubiera leído los anteriores. “Muy lindo, muy romántico, pero con esto yo no me luzco lo suficiente” parece que dijo el niño y Barber se apresuró a subsanar el error. Y lo subsanó hasta tal punto que Briselli opinó que era “intocable”. En la partitura no hubo, finalmente, dedicatoria alguna, ni al padre ni al hijo, y el Concierto fue estrenado en febrero de 1941, por Albert Spalding junto a la Orquesta de Filadelfia, con la dirección de Eugene Ormandy. La versión que se oirá esta vez en Buenos Aires será la que el compositor revisó en 1948 y publicó un año después.
En su segundo concierto del abono de este año (los sobrantes se venden a precios populares, con entradas desde $5), la Filarmónica incluirá también Siempre, de Bruno D’Astoli, y dos obras fundamentales de fines del siglo XIX y comienzos del XX: el Preludio a la Siesta de un Fauno, de Claude Debussy, y el delirante Poema del Extasis, de Alexander Scriabin. Aquí el antiguo virtuoso del piano formado en el Conservatorio de Moscú gira alrededor de sus dos obsesiones fundamentales: el éxtasis, desde luego –la obra iba a llamarse Poema Orgiástico– y la inconmovible fe en su propia genialidad. Motivos y timbres que representan, supuestamente, los sueños, los malos presentimientos y la victoria final no logran eclipsar una composición notablemente imaginativa y de gran refinamiento en la orquestación.

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Barber fue un músico al que la crítica nunca pudo clasificar.
 
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