ESPECTáCULOS

Un “Seinfeld” en pantalla grande

 Por Martín Pérez

“Vas a estar orgulloso de mí”, le promete el pequeño Hal a su padre, luego de escuchar unos consejos que no alcanza a comprender. En su lecho de muerte, el padre de Hal -.que, no casualmente, oficia de reverendo-. le recomendó, entre otras cosas, que nunca se conforme con nada mediocre. Que no acepte sexo ordinario. Y le ha dicho que lo más importante en la vida son las jóvenes sexies y hermosas. Semejante consejo, farfullado en medio de la excitación provocada por una excesiva dosis de morfina y subrayado por el hecho de ser literalmente las últimas palabras de un padre a su hijo, será la luz que guíe la vida de Hal, un joven al que sus compañeros de oficina consideran como honesto y de gran corazón. Pero “tan superficial como un charco”. O como un jabalí gordo y sudoroso lanzado detrás de las chicas más bellas de la discoteca, que es tal como los títulos del film presentan a Hal y a su amigo Mauricio.
Con un prólogo hospitalario que recuerda más al grotesco meticuloso y sutil de los hermanos Coen que al generosamente disparatado exceso de los Farrelly, Amor ciego –cuyo título original significa literalmente “Superficial Hal”– es decididamente la comedia de madurez de los responsables de films como Tonto y retonto y Loco por Mary. Si es que se puede llamar madurez, claro está, el reírse de un hombre enamorado de una mujer desproporcionadamente obesa, pero a la que él ve –literalmente– como si fuese Gwyneth Paltrow. Porque ese es el centro de la historia de Amor ciego, un film que cuenta el camino que lleva al superficial Hal hacia las manos –o, mejor dicho, la gran mano– de una especie de superpsicólogo que lo curará cuando ambos queden atrapados juntos en un ascensor atascado. Al explicarle su problema, Hal se definirá como un “perfeccionista”. Y es fascinante escucharlo describir a su mujer perfecta. Su salvador le responderá otorgándole un don que bien podría ser una condena para un hombre como Hal: el de poder ver la belleza interior de los demás.
Mientras que en sus films anteriores los Farrelly sorprendían por su capacidad de inventar una situación absurda detrás de la otra hasta llegar casi hasta la saciedad y/o la revelación, Amor ciego es un film de una sola premisa: la del cambio en la percepción de Hal, y cómo eso puede conducirlo al papelón. Pero también hacia el amor y la verdad. Heroicos defensores del mal gusto, desclasados de todo tipo y el absurdo en todas sus formas, en Amor ciego los Farrelly parecen haber decidido pasar en limpio algunas de las convicciones que alimentaron la farsa de sus anteriores films. Una decisión que, si bien le quita algo de desparpajo y crueldad a sus bromas, le termina dando al film una entidad aún más poderosa. Porque es sorprendente cómo el problema en la percepción de Hal funciona también como una poderosa arma para los Farrelly en su lucha contra el supuesto el buen gusto, que aquí se hace casi literal.
Con muchos más gags verbales que visuales –ya que lo visual se encuentra atrapado por Hal y su forma de mirar el mundo–, por momentos Amor ciego se desarrolla como un bizarro capítulo de “Seinfeld”, serie para la que –dicho sea de paso– los Farrelly escribieron un par de guiones al comienzo de su carrera. Esa familiaridad está acentuada por la presencia de Jason Alexander, cuyo Mauricio funciona para Hal como George Constanza para Seinfeld. Y será precisamente Mauricio quien se decidirá a buscar al gurú que alteró la percepción de su amigo para pedirle que lo vuelva a la normalidad. “Usted le ha lavado el cerebro”, lo acusa Mauricio. “Ya tenía lavado el cerebro desde antes, ya que sus ideas de belleza fueron programadas por las propagandas, las películas y la televisión”, es la esperable respuesta del gurú, que cederá al pedido de Mauricio como para que la historia de Hal se enfrente a su esperable tercer y último movimiento. Que lo regresará a la normalidad, pero habiendo aprendido algo muy importante en un camino lleno de risas, pero también de enseñanzas. Una moraleja clásica en un film clásico, digno del ridículo pero legítimo (o viceversa) neotradicionalismo freak de los hermanos Farrelly.

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