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Política y comida

El francés Charles Fourier concibió en el siglo XIX una utopía: el reino de Armonía, una colonia agrícola en la que la población se asociaba en torno de gustos, pasiones y sabores.

 Por María Moreno

Quizás haya que correr el velo judeocristiano de las utopías políticas modernas, más a menudo edificadas sobre un deseo diferido y un plan de lucha, para evocar una donde el deseo es un deber y su satisfacción, el producto de una industriosa organización en nombre de un contraascetismo sistemático. El francés Charles Fourier concibió en el siglo XIX el reino de Armonía, una colonia agrícolo-doméstica cuya sociedad se agremia en torno de gustos, pasiones o manías y donde, a pesar de contar con la certeza de que hay excepciones, jamás se estará solo y para cada uno habrá un club de semejantes, aunque se trate de deseos tan raros como el del comer inmundicias. En este mundo donde la felicidad sería imperativa, Fourier no ha eliminado la fábrica sino que ha encarecido los productos cuya elaboración no resulta atractiva. Por ejemplo el pan, al que detesta porque simboliza la necesidad y no el deseo, lo que se encuentra en lugar de lo que se busca y aquello que los discursos de las diversas izquierdas convertirán en metáfora. Roland Barthes cuenta en su libro Sade, Loyola, Fourier cómo ese tendero francés había inventado en el azúcar un contra-pan, un elemento al que casi nadie tiene rechazo desde su existencia quizás un tanto excesiva en la leche materna y cuyo gusto se retrasa en los niños antes de las amenazas sociales de la caída de los dientes y de la diabetes. En Armonía el azúcar equivale al pan y el alimento aconsejado como más feliz es la compota, ese mixto entre fruto y azúcar, sólido y líquido, cosido pero frío, a fin de promocionar –lee Barthes– que el deseo siempre busca lo complejo y no lo simple y que la felicidad es tanto dietética como erótica.
–Los anarquistas argentinos encontraron la síntesis entre el pan y el azúcar en la factura –dice el ensayista Christian Ferrer–. Antes de abandonar el país en 1889 Enrico Malatesta dejó bien organizado el gremio de panaderos. Es fácil sospechar que entre los oficiales se habrán gestado esos nombres blasfemos o insurrectos que tienen aún hoy las facturas porteñas: “vigilantes”, “bolas de fraile”, “bombas”, “cañones” y “suspiros de monja”. Pero ya en 1529 a algunos se les había ocurrido insultar al enemigo a través de la factura: en la ciudad de Viena, sitiada por los turcos, los reposteros decidieron inventar una que imitara la forma de la medialuna, símbolo musulmán. Los sitiados asomaban sobre las murallas de la ciudad masticando y mostrando al mismo tiempo la forma de lo que masticaban. Los turcos se ponían furiosos.
–Mucho más tarde el anarquismo le daría una dimensión política al modo de vida.
–En el anarquismo se ha propiciado siempre la eugenesia que, más allá de las resonancias que tiene hoy esta palabra, significa “buena vida”, una buena vida que implicaba el “uso del invento del dr. Condón”, el nudismo y el vegetarianismo. La razón del rechazo a la carne implicaba la creencia de que los animales son pares y que comer carne aparece relacionado con el requisito capitalista del maltrato de unos sobre otros. Recuerdo haber leído sobre la existencia de piquetes ante las carnicerías. En las primeras décadas del siglo pasado existía en Buenos Aires un restaurantevegetariano y antialcohólico que funcionaba en Lavalle 951. Borges padre que era liberal anarcoide le mostró a su hijo, cuando éste era muy joven, entre las instituciones “enemigas” de la ciudad de Ginebra, alguna que otra carnicería.
–La izquierda no ha encontrado en sus metáforas otra cosa que pan.
–O ha consumido pizza, fainá y moscato como la clase obrera de principio de siglo o el vino con empanadas, que es común en la sociabilidad de las peñas.
–Hasta que vino la pizza con champán.
–Símbolo de la alianza de clases.
Si bien en la historia de las luchas obreras la existencia de la taberna favoreció la organización, el alcohol nunca fue bien visto en la formación de conciencias. Ferrer acerca el dato de que un tal Emil Vandevelde dio una conferencia en la Bolsa de Trabajo de París, luego editada por la Asociación Antialcohólica Operaria titulada Alcoholismo y revolución.
Entiéndase bien, Fourier juzgaba al pan por la escasa defensa que éste tenía, la escasa atracción que podía hallarse en sembrar, cosechar, trillar y meter la manos en la masa, instruyendo tácitamente: los granos para los animales que gustan de ellos, por instinto y no por conformismo de clase o ideología. Podía, sin embargo, imaginar placeres bajos donde lo impuesto se había transformado en una pasión. Por ejemplo las gallinas viejas conservadas en vinagre. Criadores, cocineros y consumidores podían agruparse en torno de un alimento que en la civilización ordinaria era símbolo de una casa burguesa que se derrumba: “Comparemos la suerte de esta pobre ave con el papel que desempeñaría en la civilización: en ésta acabará oscuramente su destino en alguna mesa de la pequeña burguesía donde se convertirá en un motivo de discordia. Comprada por un ama de casa que está obligada a cogerse al tanto por ciento que hurtan los criados, para pagar los gastos de su tocador, el ave, cargada de años, será servida al mediodía en punto al tierno esposo, que preferiría mucho más las aves cebadas sino fueran tan costosas”. Se coma opíparamente o no, los alimentos producen desechos, esa materia que el hambre busca en los tachos de los que comen todos los días en una Buenos Aires que Fourier hubiera considerado como lo opuesto a Armonía. En ese industrioso reino feliz que nunca pasó de proyecto, el recoger la basura está a cargo de cuadrillas de niños de entre 9 y trece años, esa edad donde la escatología es una verdadera pasión que se acompaña con una lengua sucia y al gusto por la cochinada en masa. Son varones en sus dos tercios, se los organiza en corporaciones denominadas de pillos, forajidos o pendencieros, trabajan pocas horas y lucen en retribución durante el ocio una pulcritud detallada en vistosos uniformes que lucen sobre caballitos enanos que recorren la ciudad con gran parada hasta que la edad los lleve a asociarse según la pasión. La sabiduría de Fourier ha consistido en pensar una sociedad donde una actividad que la civilización considera humillante sea realizada por aquellos que no lo consideran así, tomándola incluso como un placer que, sin embargo, se premia.
Algo del espíritu societario de Fourier respiraba el Primer Manifiesto Nutricionista Argentino, emitido desde la Facultad de Sociales por el Colectivo Situacionista Nutricionista que proponía a los comedores universitarios como un lugar de encuentro entre los que comen todos los días y los que no, organizados en torno de recursos provistos por redes de autoproducción y autogestión. Los comedores serían abiertos a cualquiera que concurriera no sólo como espacio nutricio sino para acceder a uno de actividades culturales, políticas y educativas, así como eventualmente de producción de alimentos, en las que participen como contraprestación. “Dichas contraprestaciones tendrán como fin alimentar integralmente a los necesitados y desocupados que lo requieran y se reflejarán en un cambio de sentido que adquirirá la organización social de las universidades en sudemanda de presupuesto al Estado nacional, en el momento de mayor peligro para la educación pública de la historia argentina” prometía ese manifiesto cuya visión utópica tenía un horizonte práctico para acabar con la abyección que denunciaba: las casas de la ciudad vomitando restos en la mano de hambrientos. Nada más obsceno para Fourier, nada más impensado que cuadrillas abocadas a recoger inmundicias a fin, no de desalojarlas de la ciudad sino de comerlas. O de separar lo deglutible, tal vez en mal estado, de aquello de lo que se podría obtener una módica paga. A partir de ahora la dieta política tal vez quede a manos de un Estado que, haya leído o no a Fourier, siempre estará más tentado de privilegiar el orden sobre la felicidad.

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