PLACER

El milagro del fuego

Fue durante miles de años un misterio que los humanos intentaban desentrañar y dominar. Hoy sigue siendo el símbolo de una reunión, al amparo de un hogar en invierno, o a la espera de un asado en cualquier época del año. Nos hemos acostumbrado a él, pero cada niño que se asombra de la primera llamarada que ve repite la historia.

 Por Marta Dillon

Estamos tan acostumbrados al milagro que ni siquiera nos sorprende cuando sucede. Sólo los niños caen bajo su influjo, hipnotizados, curiosos, desafiando el peligro con un dedito tendido hacia el corazón de esa revelación amarilla que relampaguea, alumbra y se desvanece antes de poner otros dedos en peligro. Los adultos ya nos acostumbramos a portar el fuego como si eso siempre hubiera sucedido así. Como si no se hubieran necesitado cinco veces cien mil años para dominarlo. Los dos siglos de existencia de los fósforos –inventados aproximadamente en 1832–, un parpadeo en la historia, son suficientes para convertir el milagro en indiferente naturalidad. Suficientes para borrar de la memoria humana el esfuerzo de los primeros homínidos por conservar eso que les donaba el trueno que alumbraba la tormenta, la escupida roja del corazón de alguna montaña, el sol sobre la extrema sequía de un montón de paja. Allí quedaba el fuego después del evento, el elemento transformador que convertía los alimentos para que pudieran tomarlo los ancianos sin dientes y los niños pequeños, el frío en calor, la sombra en luz.
Era necesario entonces buscarle un refugio para protegerlo del viento que tanto lo apaga como lo alimenta. Erigirle un altar a esa presencia voraz y todavía inexplicable que sólo la tenacidad y el tiempo pudieron arrancarle su secreto frotando una piedra con otra, un palo con otro, vaya a saber por qué lo hicieron por primera vez, aunque es seguro que hubo una, tal vez fortuita, en todo caso milagrosa.
Nada de eso se recuerda cuando se abolla el papel y se lo acomoda prolijamente hasta formar una pirámide, se lo cubre con madera liviana y seca antes de apilar sobre la estructura los leños más gruesos, los que conservarán el calor por más tiempo. Nada del extremo valor del fuego en los tiempos prehistóricos se recuerda y sin embargo hay algo de magia cada vez que logramos que las llamas se coman el corazón de papel y empiecen a lamer las maderitas, reemplazando el humo por las lenguas amarillas y rojas, prometiendo diversos placeres por venir. Es como si en ese instante en que la materia se somete al poder del fuego estuviéramos compartiendo algo de ese secreto ancestral, sólo por acercar la primera llama, esa que la civilización nos permite llevar en el bolsillo y alumbrar la noche más oscura con sólo raspar una cajita o hacer rodar la piedra del encendedor.
Hay algo de primitivo en el ritual de encender el fuego y a lo mejor sea ése el placer primero. Después llegarán otros, igual de primarios, sin sofisticación alguna, sólo poner la carne sobre el asador, a la distancia exacta en que no se quema ni permanece indiferente, a la distancia que exige la cocción a fuego lento, aun cuando más de un chef considere un alarde de brutalidad vanagloriarse de conocer los secretos de un buen asado. ¿Acaso ignoran que entre esas máximas se acomodan la elección de la leña, que jamás será lo mismo que el carbón –que perfuma la carne–, el control de la temperatura de las brasas con la palma de la mano puesta en riesgo sobre la parrilla, el tiempo exacto en que un trozo de carne debe estar de un lado y del otro? Pueden ser consejos sencillos, es cierto, pero en esa sencillez hay pequeñas variaciones que convocan a la ansiedad sobre los resultados. Una ansiedad las más de las veces grupal, tribal, alimentada por otros ritos como el vermut y la picadita antes del asado, el olor que llega de otras parrillas en domingo cuando en plena ciudad el mediodía rinde culto al sol en jardines, patios, terrazas y balcones, en nimios espacios al aire libre porque el fuego busca el cielo como el río el mar, porque sólo al aire libre se perdonan los errores de la humedad que mete la cola entre las llamas convirtiéndolas en espesas nubes de humo a las que es necesario combatir para no contaminar los manjares que brindará el fuego. Y que, primitivamente, habilitarán a tomar las costillas con la mano, a robar con los dientes los restos de carne más apegados al hueso, pringando los dedos que sólo en los asados es posible chuparse sin ofender a las buenas costumbres.
Sólo los afortunados, los devotos del dios fuego, podrán llevar después un puñado de brasas al corazón de la casa y acomodarlas en el hogar/altar de una chimenea donde quedar tan hipnotizados como los antiguos que inventaron los mitos de la creación sentados en torno del fuego. Así es posible sentarse todavía, los ojos perdidos en la ventana en la que la madera arde y cambia, se expande en rojos y amarillos, respira, se queja, estalla en chispas andariegas que quiebran el límite del hogar como fuegos artificiales a los que hay que contener para que no hagan daño. Así es posible compartir el deber de las vestales entre los pigmeos, que todavía hoy se afanan por mantener un tizón siempre encendido porque esa llama es la vida y en su danza es posible ver el destino de la raza. Es igual en el campo argentino, en cualquier rincón alejado de provincias, donde las llamas se encienden a la madrugada para calentar la pava avivando las brasas que han quedado de la noche, una hoguera ave fénix que nace y muere como se cierran y se abren los ojos de los campesinos después del descanso.
Ninguna historia de terror es tan tenebrosa como las que se cuentan frente al fuego, ningún amor tan ardiente como el que se desnuda junto a su luz bamboleante. Las llamas crepitan y los amantes se mecen como si ese verbo mágico que contiene las explosiones cíclicas del material que se deja vencer les prestara su cadencia que trepa y se cae, una vez y otra, hasta quedar rendidos como el rescoldo en el que late lo que fue y lo que puede volver a ser. Aun en la mínima expresión de una vela, el fuego invoca el placer de lo fundamental, lo estrictamente necesario para transformar lo corriente en milagros.
Al fuego se le entrega lo que sobra para que lo destruya. En el fuego arden las cartas de los amores pasados, los espejos rotos para anular su mal augurio, los inciensos que limpian las casas y las almas. Al fuego le rendían culto los antiguos mayas, cada fin de ciclo, después de la siembra y de la cosecha, para que todo siga cambiando pero que permanezca. El fuego fue el primer impacto, el primer paso de la humanidad, el punto de origen de una reacción en cadena que llegó a nosotros, a lo que somos. Y sin embargo las religiones tradicionales prometen fuego para los pecadores, para las mujeres que se aíslan del camino prefijado, para las que se animaron a encenderlo y cocer sobre él sus pócimas. En el fuego eterno se quema, dicen, el ángel rebelde. El fuego es el infierno, sí, pero suele estar encantador.

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