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Tinto que te quiero tinto

Hubo un tiempo en que el malbec formaba parte de casi todos los cortes de vino tinto como un componente menor, casi una tintura para sonrojar el cuerpo de otros varietales menos coloridos. Erradicado en Francia, su tierra natal, y raleado en Mendoza, esta uva despreciada como un patito feo se ha convertido en el cisne de los vinos argentinos de exportación.

 Por Marta Dillon

Al principio fue un “corte”, una medida exacta mezclada entre otras para engañar, aumentar o disfrazar aquello con luces de gala. O con reflejos rojos, intensos, capaces de dejar una estela de sangre sobre el cristal de una copa. La uva malbec servía para eso, como un tinte para dotar de color las desvahídas uvas criollas. Cuerpo y taninos para ocultar la juventud de esos racimos a los que apenas se les daba tiempo para fermentar antes de que estuvieran prensados y envasados en aquellas botellas de vidrio, que se promocionaban en la tele con anuncios que honraban las tradiciones de las familias argentinas con escarpines tejidos anunciando nacimientos. Vinos de mesa sin más pretensiones que conservar el color oscuro del tinto, que a su vez iba a teñir otros vasos, llenos de la burbuja del sifón. Un colorcito apenas para que la soda no fuera tan insípida, tan poquito que hasta era lícito que los niños tomaran de ese líquido fresco y rosado; si es que no había granadina, que hace treinta años sólo los ricos tomaban gaseosas y todavía no existía el polvo para hacer jugos.
Eso fue el malbec. Una uva de segunda, sin gracia, de aromas toscos, despreciado en su lugar de origen como un patito feo que era mejor mantener alejado de la bandada. O de los viñedos bajos típicos de la zona que daban esos clásicos “claretes”, delicados sí, pero sin color en las mejillas, un defecto que también ocultaba el malbec como si fuera un colorete ligero, ese que servía de excusa a las mujeres de antaño para perderse en el baño a chusmear con las amigas mientras se “empolvaban la nariz”. Si sobrevivió este varietal fue sólo por ese humilde servicio dado en Francia a sus selectos vinos y aquí nomás, en las provincias de Cuyo, a los vinos de mesa. Pero tan escasa utilidad tuvo su precio. Las vides de esta variedad, sus sarmientos leñosos, sus racimos abiertos y sus bayas pequeñas y encarnadas fueron arrancadas y reemplazadas por hermanas más nobles, las célebres pinot noire y las cristalinas chardonnay. Apenas quedaron unas pocas hectáreas de esta uva noble y servicial que no conocería ningún apogeo hasta el tercer milenio, cuando como una conspiración de los humildes el malbec se instala como una marca personal de los vinos de las olvidadas bodegas del Valle de Uco, en Mendoza.
Pero el XX no fue el siglo de los taninos dulces y redondos del malbec. No hubo en ese tiempo cultores de ese aroma envolvente de ciruelas negras maduras, arrope y mermelada, de esa gran capacidad de “guarda” que tiene este varietal. Esa cualidad que le permite transmitir lo que aprendió en el útero cerrado de los toneles de roble, como si conservando lo que le dejó la madera rindiera culto a un período de gestación en el que se suma también la vainilla como un resabio en la boca que saborea pero sobre todo huele. Porque si es por saborear, apenas se distinguen seis gustos: ácido, amargo, dulce, salado, metálico y umami, este último herencia de los componentes sintéticos que saben todos igual. Lo demás, los matices, las delicadezas, eso que los catadores persiguen como detectives dejando que el vino anide entre el paladar y la lengua, engrose las mejillas y se deslice por la garganta como un bálsamo. Todo eso es patrimonio de la nariz. O, mejor dicho, del olfato que también tiene sus detectores en la boca.
Apenas tuvo un corto apogeo el malbec en el siglo XX. Fue al principio de ese tiempo, gracias a una comarca setenta kilómetros al norte deToulouse, Cahors, donde se lo empezó a elaborar como un varietal, apenas contaminado por otras cepas. Se lo llamó “vino negro” por esa tintura característica, oscura y con rayos violáceos a la luz del sol, siempre esquivo en las bodegas. Después su caída fue estrepitosa, casi ni se lo recordó en las ocho décadas que siguieron y sólo hubo un gran esfuerzo de los productores de la zona de Cahors y de los inmigrantes que trajeron el malbec y lo cultivaron bajo el sol de Cuyo. Y ésta fue su nueva cuna. La tierra que alguna vez albergó a los descastados de Europa también recibió esa uva pequeña y retinta, la dejó habituarse a las temperaturas extremas del pedemonte de la cordillera de los Andes y muchos años después la devolvió al viejo mundo convertida en una estrella oscura y joven en la vía láctea de los vinos tintos.
Es el vino con más gusto a vino, dicen los que saben. Un vino que ni siquiera necesita del añejamiento en madera, porque así como fermenta ofrece su cuerpo rojo a quienes no pueden pagar por una botella más de lo que ganan en un día. La energía del malbec es capaz de hacerle zancadillas al tiempo; por muy joven que sea, no envidia la sabiduría de los cabernet sauvignon y mucho menos el precio, el más accesible entre los varietales de buena calidad. Y sin embargo también fue erradicado alguna vez de las hileras de viñedos cuando en los años ochenta el vino de mesa entró en decadencia. Apenas quedaron 10 mil hectáreas de estas bayas, el 90 por ciento en la provincia de Mendoza. Y esa manera en que la escasez transforma lo que alguna vez sobró le dio al malbec un brillo que faltaba entre sus rojos, negros y violetas.
“Robusto, sólido, franco, honesto, sin complejidades extremas”, así lo define la revista especializada “de Cultores” que edita la bodega Luigi Bosca, casi como si estuviera describiendo lo que a cualquiera le gustaría encontrar en un amigo, en un hermano. Un vino que es vino. Que si se lo cultiva en las partes más altas del Valle de Uco, más allá de Uspallata por ejemplo, en las laderas de Tupungato o de Tunuyán, entonces su color y su cuerpo estarán más concentrados, igual que sus taninos. Y si se baja el pedemonte hasta las chacras bordeadas de álamos de Luján de Cuyo, el vino malbec se suavizará, como el clima, como el aire mismo cuando pierde esa rareza que le da la alta montaña. Y ahí, en ese rincón de Mendoza donde se produjeron los primeros vinos con denominación de origen, ahí está el término medio de este varietal que cuando llega de Argentina a Europa, a Medio Oriente o a Japón es considerado una piedra preciosa entre otros tintos. En Luján de Cuyo el malbec se hace liviano y los taninos son amables y dulces, tanto que es de esta región el vino que los médicos consideran curativo, eficaz para prevenir enfermedades cardíacas, siempre que se tome como máximo dos copas por día. Si es de malbec, que sea con carnes o quesos. Y con brindis por esta uva alguna vez despreciada que aceptó su destino servil durante un siglo antes de que en Mendoza le probaran su zapato de Cenicienta.

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