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A la deriva

Es algo en la mirada lo que suele distinguir a quien goza de andar a la deriva, como si sus ojos flotaran por encima de transeúntes y paisajes buscando un más allá que ni siquiera importa encontrar. Liviano de equipaje –un libro, unos auriculares–, este personaje urbano suele disfrutar de lo mismo que otros padecen. Una cuestión de actitud.

Por Claudio Zeiger

Hay una serie de indicios que permiten detectarlos. Son, en tanto signos externos, bastante visibles por no decir obvios, aunque desde luego no alcanza que porten esos signos para que lo sean. Una mochila, un walkman o diskman, un termo, la bicicleta, ropa ligera o deportiva, es posible que los identifique aunque no basta con andar en bicicleta porque la bici simplemente nos convierte en ciclistas o el termo bajo el brazo, en posible uruguayo. A esas señales externas el navegante –o derivante– urbano le agrega un sello inconfundible de mirada dirigida al horizonte, una cierta distancia con las cosas de este mundo, no de indolencia o indiferencia, ya que el derivante es alguien que no vive todo el tiempo sumergido en la deriva o la distancia. El derivante es el hombre o la mujer, la chica o el joven que simplemente buscan un remanso de horas o de unos días en el ruido del mundo real. Es solitario pero por un rato. Es, más bien, alguien que necesita estar solo por un tiempo, quizás para reordenar el mundo alrededor suyo, buscando ese centro que en contacto con los demás suele salirse de pista. En una sociedad mínimamente planificada debería haber “horas para derivar” como existen días por enfermedad o día por mudanza.
El derivante –cuando deriva– transita por parques de la ciudad, pero tratando de evitar las aglomeraciones tumultuosas de los domingos de sol, habita malecones y ramblas donde las hay, camina por grutas frescas y senderitos de grava que hacen un encantador ruido bajo los pies. El derivante puede llegar a convertir algo tan desagradable como hacer trámites (pagos incluidos) en un placer de mediodía en la ciudad. Hay que organizarse y salir con la frente bien alta aunque en general lo más recomendable es dejar todas las obligaciones de lado y simplemente tomarse el tiempo necesario para derivar sin objeto alguno.
Un libro suele ser una compañía frecuente en la deriva, pero el buen derivante pronto aprende que el mundo exterior resulta de un nivel de estimulación casi agresivo que impide la concentración en la mera página. Al libro –mejor– dejarlo para después. De tanto derivar pronto se aprende que la recarga de equipaje limita los itinerarios y el objetivo más oculto pero más profundo de la deriva: dejar librado al azar una parte de la jornada, darle espacio a la sorpresa. El termo, el libro, la reposera o sillita, los bizcochitos, etcétera, tienden a ser anclas en tierra. No hay que convertir la deriva en campamento ambulante.
El derivante es buen amigo del sol, el aire y el agua. El que va a la deriva aborrece de la lluvia y el viento en tanto se convierten en obstáculos de su marcha. De todos modos, pueden ser deliciosos acompañantes al regreso, cuando el hogar viene a constituirse en refugio después de la deriva.
Quien va a la deriva debe tener una cierta idea de los límites de su deriva. No puede llegar a perderse del todo aunque siempre tendrá un considerable margen de tiempo y disponibilidad mental para la aventura. El sol y la música suelen ser estimulantes (inclusive embriagantes) y juntos pueden generar una exaltación que lleve al derivante a sentirse por encima de sus posibilidades reales de romper los velos de la vida rutinaria, de creerse capaz de fusionarse con la naturaleza. No olvidemos que la idea es que la deriva sirva de terapéutica para pelear mejor en el mundo fijo y no derivante del trabajo, el hogar, la producción, la militancia, la familia. la pareja, la vida social, etcétera.
La deriva puede incluir, cómo no, un cierto tinte de errancia sexual, una sensualidad fluctuante y envolvente. Pero si el que deriva siente que el levante empieza a ser el objetivo principal de su deriva deberá replantearse sus objetivos desde la raíz. La deriva y el yiraje no son lo mismo más allá de que beban de las raíces comunes del personaje social conocido como flâneur. Pero aquí se trata más bien de alejarse de los centros de concentración de multitudes hacia las periferias aun transitables y los enclaves felices y aireados de la ciudad.
La deriva, demuestra la literatura, puede ser también una experiencia extrema: en el cuento “A la deriva” de Horacio Quiroga (uno de los mejores cuentos de todos los tiempos), el hombre que va a la deriva en la balsa bajo los efectos del veneno de una víbora entra en un mundo de paz y de quietud, de plenitud casi sobrenatural. Claro que, pronto descubrimos, tanta plenitud obedece a que está muerto antes de llegar a destino, en plena travesía. El efecto literario sorpresa y un tanto morboso no quita la bella metáfora de identificar el placer extremo de la deriva con una balsa mecida en el río en el límite entre dos mundos. Quitando dramatismo al asunto y buscando un símil, podría decirse que el derivante presenta una personalidad cercana a la de un pescador: alguien con la suficiente paciencia para estarse quieto, centrado sobre sí mismo y al mismo tiempo pendiente de algo externo, sinuoso y sutil como son los peces. En cierto sentido, el paisaje ideal que infatigablemente buscará el derivante es una especie de río móvil, lleno de sorpresivos peces de colores alucinantes.

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