PLACER › LUGARES

Pan y poesía

El dueño es hijo del poeta Francisco Urondo y el apellido de los dos es el nombre de un bar en el que la bohemia parece tener una segunda chance de arrebatarle a la noche sus encantos. Para disfrutar a la hora del vermouth o cuando la madrugada va cercando a los paseantes en los tradicionales sitios de Palermo, una isla de placer se abre en la periferia de Caballito.

Por M. D.

Tiene algo de isla el lugar, ¿será porque está solo en un mar de casas bajas, de terrazas y santa ritas, calles de adoquines y cunetas tan hondas en las que es posible naufragar? ¿O será en cambio esa sensación de haber atravesado corrientes adversas, fuerzas en pugna como las que agitan los océanos, mientras se circuló por las avenidas llenas de casas de repuestos, desangeladas estaciones de servicio y alguno que otro megacomplejo alimentario de origen extranjero antes de desembocar en la mansedumbre del barrio y de este bar? Un bar como una isla, una como la que alucinan los náufragos, con sus palmeras y sus cocos para no morir de sed y gordas langostas que se dejan cazar generosas para calmar el hambre. Ni cocos ni mariscos hay en este bar, pero la sensación de haber llegado al lugar indicado, preciso, acude de inmediato en cuanto el continuo de casas se interrumpe por unos cuantos rectángulos de vidrio, una particular manera de desnudar esa esquina, tan orgullosa de exhibirse como un cuerpo de veinte años. Pero a través de esos vidrios, en la primera de sus ventanas lo que se ve es una cocina: fulgor de utensilios de metal, mesadas de mármol con restos de harina que ahora es pan en el horno o en las mesas, ristras de ajo, de ajíes de fuego, ramilletes de condimentos frescos y flores de cebolla que permanecen erguidas una semana entera.
Así, con sus cosas, se muestra la cocina del Urondo Bar hacia los transeúntes que rara vez pasarán distraídos y muchas más llegarán siguiendo las indicaciones fáciles pero necesarias para arribar a la isla-bar en medio del mar de casas bajas. Y esa falta de pudor por “la cocina” –lo que está detrás, lo que precede, lo que conocen sólo los entendidos, donde se transforman los materiales y los desacuerdos en acuerdos en tantas jergas cotidianas– es, a su modo, un recibimiento.
Después, sólo unos instantes después, se notará cierta agitación entre las mesas de manteles blancos (¿de qué otro color podrían haber sido en un bar que se muestra orgulloso de su despojo?), y entre las barras de madera oscura, como si los que asisten a este lugar compartieran cierta complicidad que no se sabe si la da la comida o la poesía, que es lo que subyace y lo que inspira esta esquina por la que se cuela la luz del farol como si fuera la luna, y la luna misma cuando comienza su cuarto creciente y a la hora del vermouth aparece como una sonrisa con su estrella arriba, luna musulmana la que se ve en las tardecitas por las ventanas de Urondo, la hora en la que se puede disfrutar de los tragos frutales o los vinos livianos picoteando esa tabla de quesos con tomates secos, berenjenas asadas, hilos de oliva, ramitos de cilantro, papines dorados en su cáscara y aceitunas negras preparadas de alguna manera que no vale la pena develar sino probar. Entonces se podrá mirar hacia adentro del bar, animarse al reflejo que devuelve el gigantesco espejo que compite con las ventanas, y allí, discretamente, descubrir el homenaje que representa este lugar alpadre de Javier, el que amasa el pan y soñó durante años con este sitio. Ahí está la foto del poeta, Paco Urondo, y entre las mesas algo de su espíritu, cierta bohemia amante de los placeres terrenos, que sueña y toma nota para que nada se pierda, ni una idea, porque sabe esperar lo imposible con la paciencia de quien entiende, como dijo el poeta, que “para descolgar / el sol / no bastan / brazos largos / y ojos decididos. (...) Para beber el sol / hay que respirar / hondo / contar hasta tres / y pensar en las derrotas / de la alegría / en los aplausos y en otras / cabronadas como el café / tibio o la princesa está triste”.
Javier Urondo se hundió en el sagrado sueño de los vivos, como proponía su padre, para buscar eso que lo hiciera feliz. Pasó mucho tiempo hasta que esa casa de una esquina de un barrio periférico –los que aman el sur agradecerán que no quede en Palermo ni en ningún otro amontonamiento de restoranes modernos y precios estrambóticos– se convirtiera en este lugar abierto, de pocas mesas, las necesarias para resguardar la intimidad de cada una pero no permitir que el murmullo general se imponga a una conversación decente. Fue el tiempo que necesitó para saber que lo que quería era meter las manos en la masa, convertirla en pan crocante, pasar las mañanas eligiendo las verduras que se cocerán con cáscara, para acompañar conejos glaseados con zanahorias, bondiolas doradas con semillas de sésamo y batatas dulces; buscando pescado fresco los días que llega a Buenos Aires para servirlo con ratatouille de lentejas, consiguiendo lo necesario para Florencia Krul, la chef con la que se encuentra de miércoles a sábado detrás de ese vidrio que los deja despojados, expuestos a la tentación del barrio y de los que llegan en busca de ese lugar que para Urondo, el poeta, era “...parecido a una / cueva donde uno se sienta, bebe y ve pasar a / hombres enrarecidos por distintos problemas. Es una / gran linterna mágica”.
Tal vez el tiempo que dejó pasar Javier fue el necesario para que su sobrino, Sebastián Konkurat, hijo de su hermana Claudia, asesinada como el poeta durante la dictadura, supiera que lo que quería era pasear entre las mesas recomendando vinos escogidos para maridar con los distintos platos, o preparar esos tragos que se confunden con inofensivos licuados pero prenden estrellas no más allá de la ventana si no bien adentro del ánimo, como para que la comida encuentre la tierra fértil de una espera sin ansiedad. Lo cierto es que ahí están los dos, Javier en su delantal blanco de cocinero, Sebastián con la ropa negra del sommelier, disfrutando de estas “versiones del amor, de estas / afinidades tan desencontradas, / porque mis amigos suelen ser como las señales / de mi vida, una suerte trágica, dándome / todo lo que no está...”, por usar una vez más esos versos de Urondo padre que se cuelan en esta esquina, justo la esquina de Estrada y Beauchef, una esquina de ojos abiertos en la que se escribe cada noche una historia y entre todas esa que no borra las cicatrices pero las ampara y las hace florecer como grietas entre las paredes por las que crece el talán talán.
Cuando llegue el momento del postre, del parfait de chocolate, de las manzanas tibias o los caramelitos media hora que Javier ofrece como una rareza, tal vez un estímulo desconocido obligue al comensal a tomar lápiz y papel y garabatear un verso como un recordatorio, ganado al fin por el espíritu del poeta y por esas cosas que se hacen con gusto y también son poesía. Y entonces entienda por qué quien esto escribe pensó en el Urondo Bar como una isla. O porque, como escribió Paco Urondo mucho antes de que este bar existiera en ninguna imaginación, un bar puede ser “... una gruta retirada del mundo que cobija a sus / criaturas. Uno se siente allí ferozmente feliz”.

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