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La ceremonia del té

Los de pronto populares beneficios del té verde –utilizado por las grandes casas de cosmética como The Body Shop, que alguna vez hizo alabanza de la marihuana – sirven de excusa para revisar algunos de los preceptos que los antiguos orientales exigían a la hora de venerar a esta planta tan generosa, que antes de convertirse en producto comercial crecía salvajemente en las estepas chinas.

 Por Marta Dillon

Dicen los antiguos que la dificultad es una brújula y que quien se deja guiar se topa, tal vez sin intención, con el bálsamo de pequeños alivios, descubrimientos sencillos que cambian lo oscuro en luz, lo que hiere en la comprensión de su necesidad. Sin la dificultad, el avance es vacuo. ¿Cómo valorar los pasos que se han dado sin reconocer en los pies las cicatrices de la adversidad? Y no hablamos aquí de martirio, eso es bien diferente. Los que avanzan por el sendero de puntiagudas piedras, un pie delante del otro, soltando lo que ensucia con su discurso permanente el silencio interior, no hablan de infligirse dolor alguno, ni siquiera de soportar, como si hubiera un destino en el dolor físico, mucho menos de expiar culpas por medio del tormento. Sencillamente, dicen, quienes avanzan despacio, buscando el modo de esquivar, atravesar, afrontar la dificultad, se topan con la belleza que siempre estuvo ahí, oculta por la eficiencia, la celeridad, el camino recto. Así es el sendero del té para los antiguos japoneses y para quienes todavía hoy se dejan llevar por las evoluciones del vapor en un recipiente sin asas, reconociendo en el líquido verde un retazo del mundo, quieto de pronto en esa taza, sencillamente ofrecida como una caricia, una curación, una búsqueda. El sendero por el que se llega al lugar, cualquiera sea, donde se realice la milenaria ceremonia del té debe ser una oportunidad para mirar a los costados, descubrir cómo el sol se desarma en el prisma de las piedras, advertir lo que ofrecen las flores e ir soltándolo todo, lo que sobra, lo que mancha, lo que hace ruido. A la sala del té hay que entrar tan vacío como la misma taza que espera.
Habrá que atravesar una puerta estrecha, tanto que será necesario agacharse como en reverencia, aunque no son honores los que se rinden. Es apenas una demostración del verdadero tamaño que hay asumir frente a lo que no cambia y lo que se dona –el té, que estuvo ahí aun antes de ser cultivado y elegido por manos mal pagas que lo transforman en tesoro de salud–, es, ese modo de entrar, una señal de humildad para poder recibir lo que se va a recibir. La longevidad, por ejemplo, de creer a las antiguas geishas que oficiaban la ceremonia con sus pasos diminutos y sus artes siempre dispuestas sirviendo té verde como un elixir del que ellas disfrutaban más que nadie por la sola constancia de tener que servirlo y beberlo. O la gracia de la atención a las pequeñas cosas, que es lo que dicen los antiguos que enseña el té. Quien disfruta del sabor sencillo, del silencio acunado por el ruido burbujeante del agua que hierve y se derrama –un sonido antiguo como el del propio cuerpo cuando procesa nuestros excesos, o el que no recordamos pero seguro está impreso en algún pliegue de nuestra identidad, ese sonido de agua que era el único medio cuando todavía no éramos quienes somos– tiene la posibilidad de entender los cuatro principios fundamentales sobre los que se apoya esta ceremonia: armonía, respeto, pureza y tranquilidad.
Saber servir y dejarse servir, compartir lo que se tiene –lo poco que se tiene–, andar a la búsqueda de quien necesita para dárselo, como un pescador que devuelve sus peces al mar, tentar al huésped inesperado y cumplir con el servicio, la donación del arte y el afecto, indiferente a quien lo recibe, siempre que haya alguien del otro lado. Ese era el sentido, ése es el sentido, dicen los que la practican, de la ceremonia del té, un conjunto de rituales finamente programados, tan extensos que sería ocioso describir pero, que en definitiva, apelan a lo fundamental: rendir culto a los misterios que a diario compartimos, dejar las explicaciones en manos de los cínicos, hincarse en el templo de la mente para agradecer lo que sea que haya que agradecer, encontrar eso, recortarlo del caos de ideas, encender la vela que lo alumbre como un faro para los barcos perdidos del resto de las ideas.
¿Importa entonces decir que el líquido que se toma en esta ceremonia es el té verde y no otro? ¿Importa acaso saber que esa infusión es la última niña mimada de la medicina alternativa y que hasta los más duros cardiólogos reconocen que evita la oxidación del colesterol “malo”? ¿Que actúa como antioxidante, que retrasa el envejecimiento de la piel y de los órganos internos al rechazar los ataques celulares que lo provocan? Hasta dicen que tiene efectos más beneficiosos que las vitamina C y E. Que es cicatrizante, bactericida –para aplicarse sobre heridas que ya han comenzado procesos infecciosos–, refrescante de la piel y suave estimulante, más discreto que el mate, menos dañino que el café pero suficiente como para que los monjes taoístas lo usaran para conjurar el sueño durante las extensas jornadas de silenciosa meditación. Eso no es todo: el té verde es incluso capaz de proteger la dentadura igual que cualquier baño sintético de flúor. ¡Y hasta se asegura que puede evitar el cáncer por efecto de los polifenoles que, para más datos, estimulan el ADN para que se reproduzca sin máculas evitando acciones mutantes!
Es la Camellia sinesis, un arbusto silvestre que llega a medir más de cuatro metros, planta madre de una diversidad de preparaciones y mixturas que sólo las expertas narices, como se llama a quienes con refinamiento son capaces de distinguirlas, combinan para traer aromas de jazmines, de rosas, de frutas o cientos de otros sabores que siempre significan lo mismo: una pausa. Un intervalo –que supo banalizar la conocida publicidad de una marca argentina con nombre de mujer–, que no siempre convoca a la meditación pero suele habilitar la charla, el final de una comida, el encuentro heredado de tradiciones extranjeras a las cinco de la tarde. El té verde, el que ahora se descubre como un beneficio para la salud o la cosmética, se obtiene de aquella camellia pero no se fermenta como el té negro, el más conocido, el que se toma con leche con menos ceremonia. El té verde tiene ese color intenso que le da su nombre, tiene el sabor de las hierbas frescas, un tinte amargo, tal vez, que no hay que quitar con azúcar, ni siquiera con miel, para que traiga a la boca un regusto de jardines que llega cuando se lo prepara correctamente: usando agua fresca –nunca la caliente, que cuando sale de la canilla arrastra los tóxicos de la cañería–, retirándola del fuego treinta grados antes del hervor, sirviéndola sobre las hojas en una tetera que no debería ser de metal y dejando que la infusión repose al menos tres minutos, que son los necesarios para que los beneficios se suelten en el agua como las fantasías sobre las evoluciones del vapor, y el silencio, entre las manos de quienes sujetan como un tesoro la tacita oriental, esa que no tiene asas y permite que sea abrazada para que se descargue allí eso que los japoneses dejan en el camino que conduce a la casa del té.
Lo demás, lo que se converse en torno a la bebida, los encuentros que se produzcan, todo eso corre por cuenta de quien decida tomar el té, según la costumbre o buceando en el antiguo oriente ese camino que, dicen los antiguos, ayuda a leer en todo un símbolo. A revelar el mundo como un mapa, plagado de mensajes y metáforas, que quedarán en él cuando se haya partido, aun cuando se viva intentando dejar una huella indeleble, que de todos modos se fundirá en la cadena del tiempo, en las huellas de otros pies que, como pasos sobre la arena, el viento borrará y despejará, alternativamente, según quien sea capaz de mirar sobre los médanos.

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