PSICOLOGíA

Análisis, “asunto de todos”

Por Juan Carlos Volnovich

–Decíme. Pero, ¡decíme bien! –me interroga, durante una sesión, un pibe de siete años–: vos, además de médico, sos psicólogo, ¿no? Cuando yo sea grande, ¿qué tengo que hacer para ser psicoanalista?
Yo sé que con el “decíme bien”, el pibe me está reclamando: “¡Por favor! Esta vez, aunque más no sea por esta única vez, no me interpretes y explicame ¡bien! qué tengo que hacer para ser psicoanalista”.
Que el pibe no sepa qué diferencia hay entre un psicólogo, un psicoterapeuta médico y un psicoanalista; que no sepa qué tiene que hacer para “ser” psicoanalista a pesar de estar en análisis por más de dos años, a pesar de que ambos padres son psicoanalistas, es lo de menos. Lo de más es que el Estado no sabe qué hacer con el psicoanálisis y con los psicoanalistas. Y es allí donde triunfa la paradoja. El psicoanálisis, que ha sido incorporado al sistema, que es parte del establishment, tal vez la psicología más divulgada y popular, no ha encontrado aún su lugar en este mundo. Siendo lo que es, quizás el último de los metarrelatos triunfantes que aún perdura, sigue molestando por las dificultades que ofrece para legalizarlo. Incomoda, no se sabe bien qué hacer con él.
Y –a qué ocultarlo– los psicoanalistas colaboramos para sostener este equívoco. Cuando nos declaramos libres del discurso del amo y libres de convertirnos en amos del discurso, nos ubicamos en tierra de nadie, aunque estemos en el hospital o en la universidad o, si acaso, en tal o cual posición de jerarquía de una de las innumerables instituciones psicoanalíticas que inundan nuestras ciudades. Desde esa tierra de nadie opinamos y pontificamos sobre las trabas al deseo, las restricciones administrativas, la pedagogía represiva, el poder médico y hasta criticamos a la propia institución psicoanalítica que impone dogmas y verdades sagradas. Guiados por el incorruptible objetivo de ayudar al sujeto a descubrir una verdad sobre sí mismo y sobre sus relaciones con los demás, podemos, incluso, declararnos subversivos. No intentamos curar a nadie porque el intento de curar es un gesto vanidoso del cual conviene apartarse. Ni siquiera analizar, ya que –somos los primeros en reconocerlo– ésta es misión imposible.
Y sin embargo allí estamos. Allá vamos. En el campo de la “salud mental” (vaya uno a saber qué tiene que ver el psicoanálisis con la “salud mental”), nutriendo el universo de los servicios de psicopatología, de psiquiatría, de cuanta clínica, hospital o sistema de prepaga exista; corriendo un poco tardíamente (pero corriendo, al fin) en el circuito académico, en las asignaturas de grado, en los posgrados, en las maestrías y en los doctorados (vaya uno a saber qué tiene que ver el psicoanálisis con la excelencia académica), para recubrir con títulos oficiales la desnudez de una práctica que circula trasvestida.
Arropados con la inocencia de la extraterritorialidad social, cuando no en el heroísmo de una oposición solitaria al orden establecido, los psicoanalistas gozamos del prestigio que una profesión respetable y respetada nos depara, al tiempo que clamamos para que se nos reconozca en nuestra práctica esencialmente bastarda, asocial, clandestina. Tal contradicción parecería basarse en un principio de irrealidad, si no fuera que ciertos intereses corporativos, que fundamentan intereses económicos, la vuelven inteligible.
Las leyes del “mercado” amenazan al psicoanálisis desde fuera y desde dentro. Desde fuera, por el avance de los predicadores de todo tipo (evangélicos a la cabeza) y por las neurociencias que, antes que enfrentarlo para destruirlo, han descubierto que Freud tenía razón en todo; que la disciplina positiva que ellos dominan vino a confirmar “científicamente” aquello que en el psicoanálisis es pura retórica, de manera tal que podríamos seguir sólo con las neurociencias (y, de paso, con los laboratorios de especialidades químicas que subsidian susinvestigaciones en nombre del avance del conocimiento de la mente): ellas llevan en su seno un psicoanálisis diluido... y desactivado.
Desde adentro, al ignorar cómo las instituciones distorsionan y tienden a silenciar todo aquello que ponga en riesgo lo instituido, sin reparar en el precio del peaje que el psicoanálisis tiene que pagar para ser bien recibido e incluirse en el santuario de la salud mental y de la universidad.
Hace tiempo ya, Félix Guattari sostenía que poco importa si las asociaciones, las escuelas psicoanalíticas desaparecen, y hasta si la propia profesión de psicoanalista desaparece, siempre y cuando el análisis del inconsciente subsista como práctica y según modalidades novedosas. En ese caso no se trataría de un inconsciente de especialistas, sino de un campo al cual cada uno pudiera tener acceso sin necesidad de preparación alguna; territorio abierto por todos lados a las interacciones sociales y económicas, directamente ligado a las grandes corrientes históricas y, por ende, no exclusivamente centrado en los conflictos de la familia y del Edipo. Guattari aspiraba a que el análisis del inconsciente deviniera asunto de todos. Pero, para eso, el psicoanálisis tendría que renovar su método, diversificar su abordaje, enriquecerse en el contacto con otros campos de la creación.

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