PSICOLOGíA › EFECTOS DE LA APROPIACION DE MENORES SOBRE LA SUBJETIVIDAD

Madres desaparecidas, niños en cautiverio

¿Qué les pasó cuando aún no habían nacido? A partir de datos científicos sobre cómo los problemas emocionales de la madre afectan el embarazo, la autora vislumbra los efectos de la tortura sobre el nonato. ¿Y qué les pasó después de nacer? Consecuencias de la apropiación forzada sobre el psiquismo de las víctimas.

Por Marisa Punta Rodulfo

Hablar de un niño en gestación o nacido de madre en cautiverio sometida a tortura, es hablar de un niño en cautiverio y torturado. Esta no es una extensión analógica de la situación de la madre a su criatura sino que, dado el estado de dependencia correspondiente al desarrollo pre y posnatal de todo niño, todo lo que acontece en el cuerpo y psiquismo maternos tiene efectos concretos sobre el hijo.
Es cierto, toda mujer embarazada puede enfrentar situaciones particularmente traumáticas, enfermedades, reveses económicos, pérdida de seres queridos e inclusive accidentes: ¿cómo es que tantos niños nacen sanos y normales habiendo enfrentado sus madres factores traumáticos durante el embarazo? La respuesta se encuentra en la capacidad de las mujeres para absorber situaciones de perturbación, sobre todo perturbaciones emocionales, jugando en esto un umbral de tolerancia al estrés, pero también la índole, la magnitud y la duración del factor perturbador.
El hecho es que estos factores traumáticos producen cambios específicos en el cuerpo, tanto por sustancias químicas generadas en las terminaciones nerviosas como por las hormonas que liberan las glándulas endocrinas. Cuando estas sustancias entran al torrente sanguíneo de la madre, están en camino hacia el torrente sanguíneo de la criatura; una vez que han atravesado la placenta y empiezan a circular en el sistema del niño, éste recibe en forma visible y mensurable la fuerza que comenzó como un sentimiento en el cuerpo y en la subjetividad de su madre. Y una emoción no necesita ser prolongada para resultar profundamente perturbadora: el terror pánico, por ejemplo, casi siempre es de breve duración, pero sus efectos pueden ser prolongados tanto en la madre como en el niño. De hecho, se producen cambios neuroquímicos que, por vía del sistema nervioso autónomo o del tálamo e hipotálamo, pueden generar otros impulsos que conducen a los músculos y a las glándulas endocrinas, cuyas hormonas son capaces de atravesar la placenta y llegar al niño en niveles suficientes para resultar dañinas.
Dentro de los estímulos externos a considerar figuran los shocks eléctricos. Ashlei Montagu, en sus investigaciones sobre la vida prenatal, consigna cuatro casos de shocks de 220 voltios sufridos por mujeres embarazadas: en todos ellos niño fue tan gravemente afectado que murió poco después. También la situación de anoxia es particularmente dañina en un hijo nonato, y esto se produce con alta frecuencia en las trágicas condiciones de una mujer embarazada sometida directamente a los diferentes tormentos que inhiben la respiración.
Madre y niño desaparecidos
En la separación del niño de la madre y su ulterior rapto, la violencia impuesta está centrada en la renegación doblemente ejercida del carácter inalienable del espacio corporal y del espacio psíquico del niño. Los raptores se arrogan el derecho de ser los únicos en decidir sobre estos dos espacios del niño. En el hecho mismo del rapto, se llevan a cabo por lo menos cuatro operaciones de violencia secundaria que se ejercen sobre el niño y su familia: se separa a la madre de su producto, su descendencia; para anular toda filiación, se hace desaparecer a la madre; se separa al niño de sus progenitores y del resto de su familia; de resultas de lo anterior, se toma posesión del espacio corporal y psíquico del niño.
Al separarse al niño de su historia, al arrancarle su prehistoria, se produce una mutilación en esa subjetividad en cierne. Sólo a partir de la presentación de esta “cosa propia” (Piera Aulagnier, El aprendiz de historiador y el maestro “brujo”, Amorrortu, Buenos Aires, 1975), singular, que le evite encontrar en su futuro la imagen de un desconocido, el niño podrá continuar su tarea de humanización y es a partir de la historia de las relaciones con sus primeros objetos de amor como el niñopuede constituir la suya. Unicamente así puede preservarse el acceso al movimiento, al cambio, a la búsqueda de otra cosa, que son los caracteres y condiciones esenciales de “estar vivo” (P. Aulagnier).
En algunos casos el raptor coincide con la persona que realiza luego un secuestro permanente. En otros, no es la persona que los rapta quien después vive con ellos, pero hasta ahora, en la casi totalidad de los casos, el supuesto padre o madre pseudoadoptante estaba en perfecto conocimiento de la procedencia del niño en cuestión. La situación de buena fe y adopción legal ha sido excepcional en las víctimas del terrorismo de Estado. En casi todas las circunstancias, si el raptor no procedía al secuestro ulterior del niño con la privación ilegítima de su libertad, esto era perpetrado por alguno de sus cómplices.
Más allá de los propósitos conscientes de estos adultos que, por participación directa o por conocimiento del rapto, mantienen al niño en cautiverio, deberemos adentrarnos como psicoanalistas en la concepción de la subjetividad que está poniendo en acto el raptor. Nuestro estado actual de conocimientos es concluyente en cuanto a la importancia que representa para la vida del niño el adulto responsable que se presente ante él como la madre. Ante esto, la primera pregunta que se nos impone es: por qué los adultos responsables de la crianza del niño deben ocultar al mismo una verdad sobre los orígenes, a la que tiene derecho inalienable puesto que le pertenece. Al negárselo, lo discontinúan de su proceso histórico y con ello de la posibilidad misma de historizar; la separación no sólo se produce entre el niño y su madre sino que este proceso, por lo prematuro, provoca una catástrofe psíquica. Para el niño, la pérdida no puede ser representada como una pérdida de la madre ya que la misma, en tanto objeto de amor, no le es todavía representable. Entonces, la pérdida del objeto -madre– conlleva una pérdida del sujeto –hijo–. Una parte del niño queda perdida para siempre.
En nuestra práctica, hemos encontrado compromiso patológico severo en los adultos que pretendían detentar la posición de “padres”, lo que les impidió, en circunstancias tan graves, narrar al niño su propia historia. Para que exista una verdadera adopción, y no una usurpación, ella debe fundarse en primer lugar en una donación por parte de los adultos implicados, ligada al reconocimiento de los orígenes y de la historia que, por lo demás, pertenece al niño. La no devolución de su trama generacional lo lleva a la pérdida de su autonomía potencial de persona y lo somete a ser manipulado por los adultos como elemento de una estrategia a menudo inconsciente pero siempre aberrante, destinada a que ese niño obture pérdidas o traumas que han devenido insoportables para el adulto, quien así se vuelve proclive a utilizar al pequeño abusivamente en función de su propio goce.
Se sobreagregan así por lo menos tres nuevos hechos de violencia sobre el niño: el ocultamiento de su historia y de la historia de sus orígenes, con la consiguiente ruptura generacional; el falseamiento sistemático de la verdad que le pertenece sólo a él y el llenado de ese agujero con contenidos aberrantes provistos por sus raptores (Gilou García Reinoso, comunicación personal); el secuestro permanente del niño, que implica el sostenimiento del daño aun en la adolescencia.
La pregunta por sus orígenes lleva al niño a cuestionarse acerca del antes de su propia existencia. Pero esto no lo puede hacer él solo; para fundar su historia se verá necesitado de encontrar “una vía y una voz que le posibiliten ese antes” (Aulagnier). La necesidad de preservar la memoria de un pasado como garantía de un presente “no puede ir mas allá de las huellas dejadas por representaciones de ideas, pero su cuerpo y sus inscripciones inmediatamente familiarizados con la voz, el cuerpo y la imagen materna le confirman que lo ha precedido algo ya trabajado, ya investido, ya experimentado” (Aulagnier). En circunstancias habituales, la madre le cuenta su propia historia, y de esta manera le devuelve a la vez la prueba de su propia expectativa y de su propio deseo. Y el niño letomará prestadas las informaciones con las cuales inaugurará su proceso de ser.
Si el adulto, en cambio, lo ha separado del “ya experimentado”, “ya investido” (Aulagnier) cuerpo materno, y como segunda operación le sustrae información clave sobre sus orígenes, el niño se transformará en un sujeto cuya posición consistirá en padecer la amenaza constante “de descubrir de repente, que el que ha sido desmiente radicalmente al que cree ser” (*). Estos primeros momentos son centrales para la estructuración temprana del pequeño sujeto; sin embargo, “la extraña memoria que posee de ellos se caracteriza por una extraña escritura que es marca de cuerpo, cicatrices, heridas, marcas que llevará a cuestas sin poder dar cuenta en que tiempos y en que espacios se han producido” (Aulagnier).
Durante todo un período de su vida, el niño necesita conocer por vía del discurso de los padres esa historia que lo precedió, que trata de ese chiquito que era él. ¿Qué pasa si el adulto no da respuesta? ¿Qué ocurre con semejante desposesión al inicio de su historia? Desde mi punto de vista, esto puede constituirse en una verdadera trampa, ya que el yo puede parecer aceptar (Aulagnier) que el adulto posea los primeros capítulos de su historia y que esto quede constituido como un verdadero secreto, un agujero en la misma; esta aceptación tiene un alto costo, se paga caro, y reviste siempre un carácter ilusorio. El agujero no cae solamente en la historia sino que es agujero en el cuerpo mismo del niño que no la escribe. Se trata de lo que Michelline Enriquez (“La envoltura de la memoria y sus huecos”, en Las envolturas psíquicas, Amorrortu, 1990) llama “memoria no rememorable”. Si un niño no escribe su propia historia, no accederá al conocimiento de sí mismo ni podrá situarse en su genealogía ni en su comunidad.
Estos niños de ayer, adolescentes de hoy, conviven familiarmente con una situación totalmente infamiliar: la de su propio cautiverio. Conviven con un secreto atroz que los involucra pero del que no podrán sustraerse a través de una captación que también va más allá de toda historización lógica. Bajo estas condiciones aquel niño, este adolescente desaparecido, tenderá a rechazar los indicios que pudieran revelarle aquellas circunstancias terribles de su vida.

* Profesora de Clínica de Niños y Adolescentes en la Facultad de Psicología de la UBA. Fragmento de un texto que forma parte de un trabajo pericial en una causa por apropiación de menores durante la última dictadura militar.

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