PSICOLOGíA › TESTIMONIOS DE MISTICISMO FEMENINO EN LA EDAD MEDIA

“Herida de desear ardientemente a Dios”

Por AnalIa Hounie *

Juliana de Norwich (1342-¿1416?) y Margerie Kempe (1373-1440) se inscriben en la gran corriente mística inglesa medieval. Entre la algazara del coro de hombres, maestros, esposos y censores, confesores y directores espirituales, sus voces femeninas se hacen oír con persistencia y, también, con prudencia; su palabra carismática y profética contiene una relación nueva con lo sagrado, reclama su derecho a la invención de otro lenguaje: ¿será que en el medioevo las mujeres comienzan a hablar?
En la Baja Edad Media la espiritualidad de la mujer era particularmente pathetica, entendiendo por pathos aquello sensible, emocional, corporal. Caroline Walker Bynum (“El cuerpo femenino y la práctica religiosa en la Baja Edad Media”, en Fragmentos para una historia del cuerpo humano, M. Feher, ed. Taurus)) ilustra el nuevo significado religioso que el cuerpo femenino adquirió entre 1200 y 1500. La tendencia de las mujeres medievales a somatizar la experiencia religiosa se debía no sólo a la asociación de la mujer con la carne, hecha tanto por los filósofos como por los teólogos; también “derivaba del hecho de que, hacia el siglo XIII, la idea predominante de persona afirmaba la unidad psicosomática, la posición ortodoxa en escatología exigía la resurrección del cuerpo y el alma al final de los tiempos, y la concepción filosófica, médica y popular del cuerpo veía a hombres y mujeres como variantes de una única estructura fisiológica” (W. Bynum, en ese mismo libro). En esta devoción, el cuerpo femenino participa por entero en el acontecimiento espiritual; no es tanto un obstáculo para la elevación del alma como el medio de acceso a lo divino.
Si la espiritualidad de la mujer mística es pathetica, no extrañan las huellas que los fenómenos del cuerpo trazan en la escritura: en las obras de Juliana y de Margerie se inventa un lenguaje corporal. Las percepciones sensoriales son invocadas para expresar la infinidad del goce o el sufrimiento indecible, en otras palabras: el “entendimiento” o la experiencia religiosa se hallan supeditados ampliamente a los sentidos y a una dinámica febril de la vida sensorial. La vista y el oído se comprometen particularmente con su recorrido. Desde su título, Libro de visiones y revelaciones, Juliana anuncia que sin visiones no existiría ni libro ni enseñanza, que visión y revelación se alimentan e iluminan mutuamente, que su relato es contemplación y narración de lo contemplado, como subrayan los repetidos “yo vi” que jalonan el texto como un reguero de pólvora. Otros signos divinos que Margerie interroga conciernen a la audición; una melodía, por ejemplo. “Una noche, mientras esta criatura estaba en la cama con su marido, escuchó el sonido de una melodía tan dulce y deleitable que pensó que estaba en el paraíso. Ciertamente, cada vez que esta criatura oyera cualquier melodía alegre después de este momento, sentiría una sensación de plenitud y le brotarían gran cantidad de lágrimas de gran devoción...”
Margerie llora y grita contra su voluntad todo el día, mañana y tarde, a menudo tan violentamente que todos, monjes, sacerdotes y laicos, la abruman de desprecio y de reprimendas. La palabra cristaliza en sí misma todo exceso condenable; duplica una palabra de hombre, se desdobla en una gestualidad exagerada, trasciende toda frontera, escapa al control.
Exceso, descontrol, desborde, un lenguaje desprovisto de razón o, acaso, una razón desordenada, desviada, irrumpen en Juliana a través de la risa: “Y toda esa tristeza que quería (el demonio) causarnos se vuelve contra él, por eso nuestro Señor lo despreció y reveló que será despreciado; y eso me hizo romper a reír”.
Al abandonarse a la palabra divina, la mujer mística asume una función mediadora, se dice atravesada por su palabra definiéndose a sí misma como “instrumento de Dios”. La experiencia es directa, inmediata y no mediada, con la divinidad, frecuentemente descripta como una unión con el cuerpo de Jesús cuyos rasgos extáticos, incluso eróticos, están a menudo bastante claros: “Concebí un gran deseo de recibir tres heridas (...) la herida de desear ardientemente a Dios con toda mi voluntad”, escribió Juliana. Exceso místico, hambre insaciable que barre de su superficie a la ley en cuanto no reconoce un otro capaz de regularlo, de acotarlo.
Los atributos “nutritivos” y femeninos del cuerpo de Cristo son figuras convencionales en la literatura devocional de la Edad Media tardía. Juliana gravita enfáticamente alrededor del motivo de la maternidad de Dios: “La madre amamanta a sus hijos con su leche, pero nuestra preciada Madre Jesús puede alimentarnos consigo mismo, y lo hace muy cortés y tiernamente con el santo sacramento. La madre puede estrechar tiernamente a su hijo contra su pecho, pero nuestra tierna Madre Jesús puede introducirnos fácilmente en su santo pecho a través del costado abierto”.
Bynum observa que “tanto los hombres como las mujeres místicas llamaban a Jesús ‘madre’ pues alimenta eucarísticamente a los cristianos con el líquido destilado de su pecho, su sangre derramada en la cruz y dando nacimiento a nuestra esperanza de vida eterna”. Es plausible afirmar que las mujeres místicas sólo se convirtieron en carne de Cristo porque sus carnes podían hacer lo que él podía: sangrar, nutrir, morir y dar nacimiento a una nueva vida.

* Texto extractado de un artículo en la revista Dispar, Nº 5, publicada por el Instituto Clínico de Buenos Aires (ICBA).

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