SOCIEDAD › TRABAJOS QUE SE VUELVEN ACEPTABLES CON LA PRECARIZACION LABORAL, COMO SERVIR EN BOMBACHA

Sin cobertura

El proyecto fue exitoso y ya multiplicó locales: un bar donde las camareras sólo llevan corpiño y bombacha. Ellas cuentan que al principio se morían de vergüenza, pero terminaron acostumbrándose. Los especialistas explican cómo el desempleo y la precarización laboral terminan convirtiendo la degradación de las condiciones de trabajo en algo normal.

 Por Alejandra Dandan

Son las siete de la tarde. Callao y Corrientes a esta hora es corrida, gestos y confusión. Pero no todo es así. Justo ahí, frente a una gran vidriera opaca, la dimensión del tiempo cambia. Quienes pasan no pasan, se detienen, pispean los vidrios como zombis alunizados. ¿Qué ven? ¿Por qué se asombran tanto de esas chicas apenas vestidas que están al otro lado? El Pelvi’s café existe en Buenos Aires desde hace un año. En medio de la crisis multiplicó ventas, clientes y bocas de expendio. El secreto no son los costos sino sus camareras: “Decime una cosa –explica su dueña–, ¿a dónde te van a dar un café con leche y dos medialunas a dos pesos con veinte en bombacha y corpiño?”. La fórmula seduce tanto a sus clientes como a los sociólogos. En este mismo momento, los especialistas buscan parámetros para analizar estos fenómenos donde se chocan la crisis, la desesperación, el desempleo y la precarización laboral. Las propuestas “no-decentes” aumentan y no porque aumenten los empleos para camareras sin ropa. Quienes buscan empleo a veces tienen que trabajar un año gratis para empezar a cobrar. Y no son los únicos. Una investigación de la UCA a la que accedió Página/12 asegura que sólo 3 de cada 10 argentinos económicamente activos tienen empleo –tal su clasificación–: “decente”.
Pelvi’s no es un café progre con chicas en bikini. Es un café que se instaló en Buenos Aires cuando sus dueños aún no sabían si el proyecto funcionaría. Con la incertidumbre de quienes ensayan un experimento pidieron la habilitación municipal para un local muy chico en la zona del bajo Corrientes. La ubicación era estratégica. No empezaron ni en Recoleta ni en Palermo. Buscaron consenso entre el público que confluye durante el día en la City y de noche con quienes oscilan entre los videos games, los saunas y los bares de copas de los alrededores. El bar no era un lugar de transas ni de “putas”, pero cómo hacían para explicárselo a esa platea de hombres que todos los días deliraban frente a la barra atendida en lencería.
Carlos Sued y Liliana Montenegro –Lili para los habitués del lugar– son los dueños de las franquicias y de aquel primer local. Trajeron la idea de Chile, cuentan, donde funcionan cadenas similares como el Barón Rojo y Haití. Carlos nunca había trabajado en gastronomía, los únicos bares o restoranes que conocía los había descubierto como agente de turismo. En el bajo Corrientes la idea funcionó. A pocos meses de la apertura, habían conseguido no sólo formar al primer grupo de camareras sino también a la clientela que de a poco se domesticaba: “Yo no tengo top models –dice Lili– y nadie puede meterse con las chicas, ni tocarlas ni involucrarse con ellas”. Hace tres meses el Pelvi’s café abrió el segundo local fuera del cordón protector de la City. Esta vez la ampulosa Lili cambió de socio, inscribió el local con Horacio Konortoff –su marido– y se puso al frente del nuevo proyecto como una matrona con sus chicas:
–Este es un barco –dice–, ¿viste el tamaño del local? Te doy una primicia: en unas semanas abrimos el subsuelo. ¿Te dije que mi socio es mi marido?
Detrás de ese local de Callao al 300 y del subsuelo, Pelvi’s programa la apertura de otros salones en Palermo, Belgrano, Recoleta. Ahora mismo también se oyen ofertas para replicar el modelo en el interior del país. Los interesados están en el bar. Son tres jóvenes cordobeses.
–Sí –dice Pablo Martín–. El tema es que Pelvi’s funciona bien en Buenos Aires pero en Córdoba tenés una sociedad recontra punta. Si intentás poner algo así tenés que pensar hasta en el Opus.
De los Hooters a la indecencia
El modelo Pelvi’s creció bajo el aliento de la crisis. Hasta hace poco más de un año, los únicos bares del tipo en Buenos Aires eran los Hooters, restoranes de una cadena americana con un local en el Village Recoleta.Ahí las mozas no son mozas sino Hooters Girls. “Las camareras más lindas de Buenos Aires –dice la propaganda– vestidas con los típicos uniformes naranjas.” Los típicos uniformes no son de lencería sino ropa chiquita y ajustada. “Y éste es el espacio –continúa la invitación– para que puedas conocerlas. Miralas y disfrutá.”
Entre la instalación de aquel Hooters y la de Pelvi’s ha corrido la historia, el país, los límites y la crisis. Aquel es un antecedente de los Pelvi’s aunque cambien las dimensiones del uniforme.
“Yo no los juzgo en términos morales sino en función de los valores hegemónicos de nuestra sociedad”, indica ahora Alberto Bialokowky, investigador del Instituto Gino Germani de la UBA especialista en sociología del trabajo. “Parto de los valores que son hegemónicos y con esa hipótesis digo que estas chicas padecen por sus condiciones de trabajo.”
–¿Padecen?
–Lo tomás mal el primer día –dice ahora una de las chicas Pelvi’s, ya es un uniforme.
–¿Te molesta tu ropa?
–Mirá, es al revés que todo el mundo: todo el mundo llega al trabajo y se viste, yo me desvisto.
Daniela Caballero tiene 25 años, medidas pulposas y un bikini color durazno con más pulpa todavía. Entró por simpatía, dice Lili, y no por el talle. En los tres meses de trabajo adelgazó cinco kilos. Tiene horarios rotativos, a veces trabaja de tarde y otras de noche o hasta la madrugada. Cobra 500 pesos de básico por mes por ocho horas de trabajo más las propinas. Además de servir las mesas, los viernes y los sábados se pone a bailar con la bandeja a un lado del cuerpo y cada tanto se cambia la ropa por un traje de neoprene a lo Pelvi’s y sale a la calle para el Delivery. Tiene prohibido llevarse a su casa el teléfono de los clientes, tiene prohibido relacionarse con alguno fuera del horario de trabajo y molestarse cuando alguno la piropea con un aliento exagerado por el alcohol. Cuando los clientes entran, Daniela los saluda con un beso y cuando se van repite la cortesía.
–Al principio pensé la típica: es un lugar de trolas. Casi me voy –dice ahora. Pero no se fue–. Me puse la ropa para una prueba y estaba todo mal. Me sentía una trola: llamé a la dueña y se lo dije.
En ese momento la frenó una de las encargadas. “Pensa por qué estás acá”, le susurró a su conciencia. Daniela lo pensó. Para entonces hacía tres meses que se había mudado a Buenos Aires, estaba sola, no conseguía trabajo, necesitaba mantenerse y su familia estaba en Villa Gesell sin dinero y más derrotada que ella. Resultado: se quedó vestida con aquello que poco a poco fue alcanzando el status de uniforme y de trabajo.
“Estas son las situaciones que se van normalizando”, dice ahora Bialokowky. Y el especialista habla de la “normalización de la informalidad”. Y la informalidad existe o se “derrama”, dice, en las áreas de los trabajos supuestamente “formales” como los de Pelvi’s. Allí las chicas están contratadas en blanco, tienen obra social, servicio médico de emergencia, aguinaldo, vacaciones. “Tengo todo en regla”, como dice Liliana. Pero esa formalidad encubre un contrato de trabajo con exigencias que nacen en el marco de crisis. “A medida que la situación económica se agrava aumentan las exigencias laborales y la degradación del empleo se profundiza”, sigue Bialokowky.
Agustín Salvia es uno de los investigadores del Gino Germani, especialista en sociología del trabajo y parte del Departamento de Investigación Institucional de la UCA. Es quien habla de esta degradación como “no decente”.
–¿Por qué no decentes?
–Porque los trabajos no reúnen los parámetros clásicos de una situación de pleno empleo. Pueden estar en blanco, pueden tener obra social pero el trabajador acepta una situación que no lo conforma. Y lo acepta sólo empujado por un contexto más crítico aún.
Y los efectos de este escenario a nivel social son múltiples aunque existe uno medular: la normalización. “Esta degradación es la que está ‘normalizándose’ –dice ahora Bialokowky–, y repito que para pensarlo así parto de la idea de que frente a los valores que son hegemónicos, ellas están padeciendo como una torsión doble en el cuerpo.”
En tanto, en la barra del bar, Lili guarda en un cuaderno una hojita fotocopiada con el “Código de Conducta y Comportamiento” de las chicas. Allí se lee:
–Higiene personal: cabello limpio y arreglado. Uñas limpias y tratadas (pies y manos) dientes limpios. Maquillaje.
Y las prohibiciones:
–Prohibido “masticar chicles o relacionarse con los clientes fuera de lo que sea el trato en el salón”.
Ellas
Ni cuando se abrió el primer local de Pelvi’s ni ahora tuvieron demasiados problemas para contratar camareras. Las primeras veces, Lili ponía avisos en los diarios, después dejó carteles pegados en las vidrieras. Con el examen y un testeo de preguntas, les pedía tres horas de prueba: “Nunca como ese día me dejan los vasos tan limpios: por la vergüenza –dice– se me clavan junto a la pileta”.
En los avisos pedía promotoras, camareras y barwomen. Romina Zelarrayán terminaba de hacer un curso de barwoman cuando lo vio. Hasta diciembre era empleada de una importadora. La actividad se cayó, fueron despidiendo gente y entre ellos a Romina. “Estuve cuatro meses sin trabajar y me parecía increíble: como mucho había estado, no sé, dos semanas sin nada”. En ese momento vio el aviso de Pelvi’s. No daban el nombre. Sólo el lugar. Cuando llegó se encontró con la propuesta:
–Dije guauauuu, ¿dónde me estoy metiendo? Pero como estaba la puerta abierta y todo bien, pasé.
La entrevistó alguien de Relaciones Públicas.
–En ese momento le pregunté de qué se trataba porque era algo raro. De afuera nada, vos lo ves y lo primero que te imaginás es cualquiera.
–¿Qué preguntaste?
–Si era nada más el laburo de camarera o había que hacer algo más.
Romina tiene 25 años, una carrera de universitaria suspendida hasta nuevo aviso, corpiño y bombacha negra haciendo juego. Está detrás de uno de los tablados atendiendo la barra. Enfrente con cara de embobado está Alejandro, 26 años, estudiante de ingeniería, con ganas de tomarse un café con leche. A unos metros de ahí, suena un centro musical y suena más fuerte la voz de Liliana que atiende teléfono, caja y proveedores al mismo tiempo.
Alejandro: Le pide a Romina la leche con café y le grita a Liliana que esta noche llegó para quedarse. No se irá del bar, dice, hasta las seis de la mañana. Tiene siete horas por delante.
Romina: Le sirve café con leche a Alejandro, un trago de cerveza a tres cordobeses, otras cervezas a Javier Tortorelli y sus amigos. Todos están en línea frente a la barra. Romina no deja el lugar hasta que la llama Liliana.
–¿Romi podés cambiar la música?
Romina corre. Y pide:
–¿Puedo poner a los Redondos?
En el café no hay de esos discos.
Alejandro, en tanto, sigue hablando: “No, por favor no pongas mi apellido –dice–, ¿viste cuando tenés una vieja hincha pelotas que terompe bastante los kinotos. Lo que estoy buscando es un ambiente, de conectarme con gente, soy de venir después de laburar”.
Romina volvió ahora a su lugar en la barra. Javier Tortorelli quiere hacerle una pregunta. Se la hace:
–¿Te puedo decir que me gustaría tocarte una teta?
Ellos
A esta hora el local Pelvi’s de Callao está entrando a su pico de euforia. Termina el día laboral para el 29 por ciento del país que todavía goza de pleno empleo. En el bar se juntan clientes de todos los perfiles. Hay ejecutivos de traje y corbata bien escondidos en las mesas del fondo, hay niños más adolescentes enfrentados a Romina frente a la barra de tragos y están quienes sólo beben cerveza enredados entre las mesas de pool del salón. Los que van de trampa están aparte, sentados y atornillados en sus sillas. El resto son los solos de los solos que oscilan entre las prácticas culturales del chat y estos bares.
Las chicas tienen otra obligación: darles charla.
“¿Charlarlos? –preguntó Romina cuando se enteró. Hacía dos días trabajaba en el local y aquello no estaba entre los instructivos ni en el contrato firmado con los dueños–. ¿Qué onda? –dijo– Supuestamente el laburo es de camarera y entonces, ¿por qué tenemos que charlar con los hombres?” Pasó el día, lo pensó, salió del bar, se fue a su casa, lo volvió a pensar y al final lo resolvió: “Me di cuenta de que no está mal que charlemos. Yo sigo siendo la misma persona, ellos me conocen, me conocen así, como soy”.
En tanto, la música sigue y Liliana no para de hablar con la única mujer extra staff del lugar. La mujer vende lencería.
–Todavía no sé –dice Liliana–, quiero renovar todos los corpiños. ¿Qué es mejor algo sado o más bien afro?

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