SOCIEDAD › EL PUEBLO QUE MATO A DOS LADRONES PROTEGIDOS POR LA POLICIA. POR PRIMERA VEZ, HABLAN LOS DETENIDOS

“La Justicia nos dejó solos”

Dos meses atrás, Página/12 reveló la historia de Ministro Rivadavia, un pueblo que, cansado de los abusos de una banda que contaba con protección policial, se lanzó contra ellos y mató a dos adolescentes. Este diario entrevistó a los cuatro detenidos por ese caso, que aseguran no ser quienes apretaron el gatillo.

El preso se oprime los ojos sentado ante un escritorio judicial resistiéndose a las lágrimas. No permitirá que una sola de ellas le ruede por la mejilla mostrando así el pavor que le provoca la idea de pasar el resto de su vida en el encierro infernal de las cárceles bonaerenses. Rubén Franco se recuerda la siesta del 22 de septiembre ante el cadáver aún tibio de uno de los ladrones acribillados por vecinos tras escuchar la sórdida voz de la multitud pidiendo de fondo: “¡Maten a esos hijos puta, mátenlos!”. De enamoramientos complicados, gomero de oficio, 22 años, manos cuarteadas, el muchacho dice que en Ministro Rivadavia sólo habían hablado de expulsar a los ladrones violentos con banca policial del barrio, no de matarlos. “¡Así no era! ¡Así no era!”, cuenta que dijo antes de irse a su casa llorando de la impresión. Es uno de los cuatro hombres detenidos por el doble homicidio agravado de dos chicos de 16 y 17 miembros de la banda de Los Banegas. Ninguno de los cuatro reconoce que gatilló: tres de ellos admiten que estuvieron muy cerca de los cuerpos, escucharon los disparos asesinos, juran que eran uno más en medio de la turba enfurecida. Todos niegan haber disparado. La defensora oficial que los asiste presentó una apelación durísima al procesamiento por el cual siguen presos: asegura que no hay pruebas de que fueron ellos. Y se atreve a preguntar: ¿Quién, al margen de la autoría material del doble crimen, fue el culpable del horror?
Este diario contó en exclusiva hace dos meses la historia de Ministro Rivadavia y sus ensangrentadas calles de tierra con arboledas y campo en el horizonte. Durante dos meses Página/12 estuvo buscando la manera de entrar con confianza en los recodos donde, refugiados tras las armas y temerosos de la venganza aún en ciernes de Los Banegas, hay testigos dispuestos a recordar. La historia que al comienzo lucía, tal la versión policial del asunto, como el resultado del cruce de dos bandas en pugna, pronto se reveló como la consecuencia de la desolación estatal en un territorio, que como tantos otros, cuenta sólo con el control que ejerce la corporación policial con sus habituales y rentables negocios. Decenas de testimonios revelados por este cronista y una pila de denuncias ignoradas por la comisaría local –aportadas por la defensora oficial María Fernanda Mestrin en el expediente que analiza la Cámara en lo Penal de Lomas de Zamora– demuestran la relación entre Eduardo Adrián Fuentes, alias Japo, 17 años, y Sergio Jesús Meza, 16 años, alias Queco, con uniformados complacientes con sus delitos.
La tumba y los fantasmas
Si los cuatro detenidos por este doble crimen tienen un problema, no es solamente la posibilidad de que la Cámara decida dejarlos encarcelados hasta que en un juicio oral se resuelva si son culpables o inocentes. Sucede que los cuatro ingresaron sin códigos, sin el entrenamiento que los excluidos suelen tener en contacto con el ambiente tumbero, desprovistos de amigos protectores al interior de esos espacios hacinados en los que sobreviven los cautivos del sistema. Y peor: como “matachorros”, como “antichorros”. Mauro tuvo miedo al comienzo de que supieran el motivo de su detención y eso lo acercara al sometimiento que debe soportar el paria, reducido finalmente a estado de servidumbre. “Pero por suerte, gracias a Dios, hay una persona detenida que conoce a Los Banegas. El les dijo a los pibes, y al otro calabozo que está al lado, que eran unos rastreros, violadores, que no eran chorros, que eran ratas”. Ese fue el mismo motivo por el cual los otros tres detenidos se han salvado: la fama de Los Banegas en la zona sur es vasta. Y si lo aclaran a tiempo pueden evitar la vengaza de esos pares de clase que si ellos fueran “justicieros” al estilo del ingeniero Santos, les harían pagar con dolor haberse atrevido al crimen. Como esto ha ocurrido, sus compañeros de calabozo hasta son benévolos. “Cuando estoy pensando en mi familia me pongo mal y ellos se acercan, me conversan, ponen música para que trate de olvidarme”. Y con el paso del tiempo y la convivencia ya les hacen bromas de mal gusto sobre el destino que les espera si los trasladan a una cárcel como Olmos, como Sierra Chica. “Dicen que digamos que no somos antichorros, porque vamos a ser gatos o mulos. Hay pibes que te dicen: ‘tenés para 25 años’ y cuentan muchas maldades de lo que pasa en penal”. Alexis Marchand Jara, un chico de 18 años introvertido, callado, que estuvo en una comisaría sólo una vez cuando lo agarraron sin documentos a la salida de Maracaná, una bailanta de Long Champs, cuenta los consejos y las advertencias: “Yo les digo que soy inocente y ellos dicen que eso no importa. Ellos en cambio saben mucho de estar adentro, estuvieron varias veces. Pensá que te vas a comer 25 años. Cuando vayas al penal si no te ponés vivo te van a sentar en el pelado’”. Alexis no corre con ventaja si es por su cuerpo delgado, que parece no haber terminado de dar el estirón. Alexis, un hijo recién nacido, casado con una chica de su edad, escapa del fantasma de la violación. “Prefiero no pensar en eso porque si me lo quieren hacer me van a tener que matar”.
Rubén Franco es un sobreviviente: no recuerda cuán niño era cuando su madre se murió. Cuando tenía seis falleció su papá: durante dos años quedó con sus hermanos mayores. Casi cumplía los nueve el invierno en que lo rescató de la calle una familia que conocía a la suya: lo adoran. En la humilde casa de los Jara almuerzan fideos con salsa un mediodía de sol imposible sus padres y hermanos postizos: lo defienden de a uno. En la punta de la mesa el padre le cuenta al cronista sobre la mala fama de la policía local, sobre los políticos que la soportan “porque es todo el mismo negocio”. Por suerte son muchos y se turnan para visitarlo. El los extraña, dice. Todos, ellos y él, odian ese momento en que salió de su casa como tantos otros, y corrió detrás de Los Banegas que pasaron a los tiros, montados a su caballo, en el momento cúlmine, después de cuatro días de violencia creciente.
–¿Si ahora le dieran a elegir qué hacer en ese momento, qué haría?
–Correría para el lado contrario.
–¿Qué piensa de la Justicia?
–Lo peor. Nunca hizo nada contra ellos, nos dejó solos, y ahora cuando están muertos nos encierran a nosotros.
La fractura del ritmo
de la vida
El resentimiento también se dibuja como una mueca visible en Mauro Chávez, colectivero, 32 años, dos hijos, un hombre que desde los 15 lo pone todo en aquello de construir “una familia y un futuro para los hijos a partir del esfuerzo”. Página/12 lo entrevistó antes de la últimas Fiestas de fin de año. Lucía desgastado por el llanto y la angustia. La psicóloga que lo entrevistó informa en el escrito que también está en el expediente sobre su estado de tensión y desborde. Llegó compuesto y sereno a la oficina en la que contará su historia. Se relajó, tomó un poco de Coca Cola, compartió con el cronista un sandwich. Se sentó en un estrecho sillón y se dispuso a ilustrar su vida que fue “como la de cualquiera” hasta que decidió mudarse a esa casa con patio en Ministro Rivadavia. Fue por los chicos, dice, por los tres hijos en edad escolar a los que tenía que llevar a diferentes puntos, viajando en dos micros, levantándose tempranísimo. “Cuando llovía no podía llevarlos, yo quería darles lo mejor, uno piensa que se puede progresar”. Con su mujer decidieron cambiar la casita que tenían por esa de Ministro, un sitio que visto por primera vez resulta tan apacible como cualquier pueblo rural en el que los caballos pastan a la sombra de un ombú en el patio de la casa vecina. Lo de Mauro no es tanto la preocupación por el futuro carcelario que podría esperarle, sino esa manera en que, como si se hubiera quebrado la columna de un solo doblés violento, se partió su vida en dos y quedaron allá lejos los sueños de progreso y felicidad. Ni siquiera llega a pensar Mauro en el peligro tumbero. A Chávez le importa esa fractura más profunda: su mujer exiliada por las amenazas y la soledad, sus chicos visitándolo entre rejas.
-¿En qué cambió su vida después del 22 de septiembre?
Mauro no resiste la pregunta. La detesta, mira el piso, busca un punto en la pared lisa, quisiera pedirle a Dios no tener que reconocer ese cambio, pasar en limpio su nueva vida cotidiana.
–Es que uno, por ejemplo, tiene un sueldo que cobra a principio de mes y piensa, este mes le compro zapatillas a Stefanía, el mes que viene le compro a la otra hija, después al nene. Después me toca a mí y a mi señora. Y de repente eso ya nunca más va a ser así, nunca más vas a poder planificar y darles lo que se merecen.
El primero de los cuatro presos que se sentó en una silla de tribunales a contar su versión y su pesar fue Matías Barandarian, otro acusado sin ninguna experiencia carcelaria, y también padre de un recién nacido, como Alexis. Matías es el mayor de los varones en una familia que siempre vivió en el mismo terreno de Ministro Rivadavia, construyendo una casa de material en la que las paredes tienen esas fotos coloreadas de los setenta. Su padre, un hombre ancho, bronceado por el trabajo diario, es repartidor de gaseosas. La madre murió de cáncer cuando Matías era un adolescente. El padre derrama lágrimas por esa mujer perdida y por este hijo preso que asegura que no disparó contra Los Banegas a pesar de que sí reconoce que estaba en la vereda de enfrente, lamentando como Rubén Franco: “Así no era, así no era”. “Mi hijo es una víctima, no el asesino”, dice el hombre que siente que han destruido a su familia. A sus espaldas cruzan la abuela, la hermana, los hermanos menores de Matías: a su turno cada uno va explicando las razones que hacían insoportables a Los Banegas. Barandarian no ha podido aún visitar a su hijo en la comisaría donde está encerrado desde octubre. Le resulta insoportable verlo tras las rejas. Ya lo ha intentado: llega a media cuadra de la seccional y se frena, quebrado por el dolor, al pensar que no podrá mostrarse íntegro ante Matías.
Todos los entrevistados dicen vivir con culpa haber estado allí la tarde en que fueron asesinados Japo y Queco. Pero ninguno manifiesta ese sentimiento por el hecho de haber sido parte de la multitud que durante aquel fin de semana primaveral participaron de la lucha contra la banda que los aterrorizaba. “Queríamos que se fueran, a lo sumo lastimarlos, de eso se había hablado, no de matarlos”, dice Franco. “La única que el día anterior dijo que había que matarlos fue Teresa, una tía de ellos caliente porque le habían robado una yegua”, cuenta Alexis. En el barrio, en la capilla católica donde los boy scouts gritan los sábados formados en filas y con sus uniformes color caqui, y en las iglesias evangélicas que abundan como la pobreza, rezan por estos hombres. Rubén Franco es el hijo adoptivo y adorado de una familia numerosa que tras el crimen y la cárcel ha regresado a orar a la iglesia Asamblea de Dios Cristiana de Quilmes. “Son muchos los del barrio que después de ese día se volcaron a la religión”, cuenta el hombre encerrado. Es que las heridas de ese crimen no se limitan a los balazos que los dos ladroncitos recibieron en el linchamiento de Ministro Rivadavia.
Las culpas se lavan aún, entre los casi cien que participaron de la escena final por la que pagan estos hombres, con el murmullo de los rezos, que si no consiguen la libertad de los muchachos por lo menos restituyen las conciencias de los presentes que dijeron, que ante la muerte dijeron, como dicen ellos que dijeron: “así no era”.

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