SOCIEDAD

Para las chinitas solo hay Hoyos

Como en la Edad Media, dar trabajo puede terminar en el derecho de pernada: el patrón es dueño sexual de su empleada tenga la edad que tenga y desde la infancia. El escándalo de Simón Hoyos es uno más en medio de la naturalidad con que se presentan los abusos.

 Por Marta Dillon

Desde Salta

El pantalón y la camisa beige no delatan la noche pasada en la celda. El hombre está bien peinado. A juzgar por las fotos que de él se dieron a conocer cuando lo detuvieron, parece haber bajado de peso. Pero no ha perdido su arrogancia. Trata al policía de civil que lo custodia hasta el baño de la comisaría de Villa Lavalle, en las afueras de la ciudad de Salta, como si el muchacho fuera su sirviente. Aunque no puede ocultar en ese lugar público la toalla de mano y el cepillo de dientes, erguido entre el pulgar y el índice, la prueba de que este hombre ya no es dueño de su intimidad. Ni siquiera puede evitar que alguien lo enfrente en su paso hacia el móvil policial que lo trasladará una vez más, y le pregunte, como una formulidad vacua, si está arrepentido. Simón Hoyos, entonces, se encabrita.
Hoyos echa la cabeza hacia atrás como un gallo de riña y deja que lleguen hasta su boca las secreciones que acumuló en un carraspeo sonoro. Parece que fuera a escupir a quien lo interroga, pero no. Escupe sobre la tierra, como sellando un juramento o una maldición, y se hunde en el móvil. El silencio siempre ha sido su mejor aliado. Por eso no dudó cuando hizo uso de su derecho a un llamado telefónico el día que lo encerraron por haber abusado de una niña de 8 en un albergue transitorio. Llamó a la madre de la menor y le dijo: “Si abrís la boca te hago aca”.
Pero el silencio ya estaba quebrado. El llanto de la nena de la que pretendía abusar fue como una fisura en la muralla de un dique. Desde que una mucama escuchó del otro lado de la pared de la habitación 23 del motel Las Palmeras la voz infantil que pedía ayuda, Hoyos empezó a quedarse sin protección. Había sido demasiado, de nada valió que el hombre se enfureciera ese viernes 7 de febrero cuando lo interrogaron por el teléfono de la habitación. Otras veces había dado resultado. Sandra del Valle Rodríguez (ver aparte) se acuerda perfectamente de lo que dijo un 7 de enero de 1989 cuando el encargado de otro hotel alojamiento salteño le preguntó qué eran esos gritos: “¡Déjenme de joder, para algo estoy pagando!”. Ella tenía 12 años y la cara hinchada de golpes que intentaban silenciarla. Enmudeció de cansancio, el empresario y abogado Simón Hoyos se tomó su tiempo para violarla cuando aún no se había desarrollado. Catorce años después, Sandra se animó a hablar cuando vio la cara de su victimario en la televisión y a una muchedumbre insultándolo, el día en que por primera vez lo llevaban a declarar como un reo.
Esa fue una de las cosas que más molestó al abogado. ¿Cómo podía ser? ¿Por qué tanto escándalo por unas chinitas? ¿Qué me han hecho? Dicen los policías que lo custodiaban que ésas eran las preguntas que Hoyos repetía, desconcertado y molesto por la forma en que lo estaban tratando. Marcelo Arancibia, el primer abogado que lo representó, cuenta algo parecido. Hoyos se negaba a valorar lo que había encontrado el juez Agüero Molina cuando allanó su estudio. “Esas son pavadas”, dice que dijo Hoyos cuando le hablaron de las fotos de púberes desnudas que había en la caja fuerte de su estudio. Estaba tan seguro de sí mismo que hasta se animó a elaborar esa ridícula versión sobre un dolor de cabeza que lo obligó a sumergirse compulsivamente en el hidromasaje de un motel rodeado de imágenes de sexo explícito, sin pensar que lo acompañaba una nena de ocho años. ¿Es que acaso él no es el que paga? ¿No son esos los derechos de un empresario polirrubro que maneja tanto la cámara del Tabaco como su flota de camiones, la mesa de dinero o la productora de cal, ese lugar en el que le resultaría fácil hacer desaparecer personas como le dijo hace años a Sandra Rodríguez?
Durante demasiado tiempo, Valentina Mera Luapo, una mujer nacida a pocos kilómetros del salar de Susques, en la puna salteña, pensó que era así. Que Simón Hoyos, su patrón, tenía derecho. Al fin y al cabo, él la había rescatado cuando tenía poco más de veinte años de ese desierto. La trajo en uno de sus camiones para trabajar para él en la finca San Clemente, enla cosecha del tabaco. Cuando la cosecha terminó y empezó el invierno, Valentina se convirtió en empleada doméstica de Hoyos. A los 40, Valentina ha parido seis hijas de padre desconocido. La menor es la nena que aferraba una monedita en el puño y lloraba desconsoladamente cuando la policía la encontró con Hoyos. Pero ella ni siquiera pudo quejarse en voz alta. Volvió ese mediodía al barrio El Mirador, al sur de la ciudad de Salta, y se encerró en esa casa de ventanas y puertas tapiadas por ladrillos apilados en la que su patrón solía entrar sin golpear, a cualquier hora. Cuando habló, varios días después de que su hijita fuera rescatada, repitió la versión de su patrón que de alguna manera había aprendido. “Yo soy sola, toda mi familia depende de Hoyos. Mis tres hijas del medio trabajan en la finca y yo en su casa ¿qué podía hacer? Fue como si me hubiesen pegado, ¿qué iba a comer después?, ¿qué voy a hacer mañana?”, dijo ante los periodistas como si necesitara exculparse.
Jornaleros
Noemí es morena y pequeñita, está agachada entre los tubos de la estufa secadora de tabaco como una rana. Tiene siete años y está contenta porque la han contratado como “juntadora de hojas”, ella recoge lo que se cae cuando otros chicos, entre los 18 y los 12 años, cuelgan las cañas que sostienen las hojas hasta llenar una “estufada”, un galpón umbrío en el que se secará el tabaco durante varios días. La mamá de Noemí está en el rastrojo, entre esos surcos donde se cosechan las hojas que frente al galpón se “encañan” sobre una vieja cinta sin fin en la que otras niñas las echan para que la máquina las aferre a las cañas. “Yo la tomé esta mañana porque soy la encargada y se me enfermó otro de los changos. Los chiquitos cobran cinco pesos la estufada y los grandes ocho. Yo cobro nueve, pero ya le dije al patrón que es mucha responsabilidad por un peso más”. Violeta Morales lleva trabajando, para los Hoyos, unos quince años. Su padre es el capataz de la finca San Clemente y su hermano, el “desencañador” y jardinero. “Usted no entiende doñita, el campo es duro y los chicos quieren estudiar. Por eso tienen que trabajar, si trabajan sólo los padres no alcanza ni para la comida”, dice Violeta, sorprendida de que le pregunten cómo es que se contratan niños como jornaleros.
Es viernes, hace unas horas Valentina Mera Luapo fue con personal de minoridad a buscar a las tres hijas que una semana después de que su hermanita hubiera sido abusada por “el patrón”, seguían trabajando para él. A todos en la encañadora les dio pena verlas irse con la cabeza cubierta como si fueran delincuentes. “Las chicas no querían irse. Nosotros no podemos creer lo que dicen del patrón. Porque él es muy bueno, él nos dio la oportunidad de ganar un peso más. Don Hoyos sí que era bravo, el padre del doctor. Porque nos pagaba el día, solamente el día”. Simón Hoyos padre se enfermó del corazón el año pasado, desde entonces su hijo el doctor se hizo cargo también de la plantación y aportó el único rasgo de modernidad a la modalidad de trabajo de la cosecha. A modo de estímulo, empezó a pagar según el resultado: “Si nosotros hacemos más de una estufada por día –dice el capataz– cobramos más”. Así se hace una diferencia, lo malo –dice Fermín, uno de los que cuelga las cañas para el secado– es que a veces empiezan a las diez de la mañana y terminan a las 3 de la madrugada.
Esta finca de Cerrillos, 30 kilómetros al oeste de Salta, es el inicio de los negocios de los Hoyos. En esa casa de galería colonial, rodeada de achiras y enjambres de tunas, nacieron el padre y el hijo; y desde aquí se proyectaron sus negocios. A Simón hijo nunca le gustó demasiado la abogacía: se dedicó a ampliar sus empresas con la calera y los camiones y hasta montó un hotel alojamiento en Tartagal en donde el juez que entiende en la causa que se le sigue –y que ahora se ha caratulado como abuso sexual agravado– cree que se han tomado las fotografías de las púberes desnudas encontradas en el estudio del abogado. En Cerrillos, Hoyos hijo tiene tantos amigos como enemigos –ganados cuando quiso emplazar unaprocesadora de ácido bórico en medio de las plantaciones de tabaco–, pero ni unos ni otros quieren hablar de él. Si se ha roto el silencio de sus víctimas, la solidaridad de clase parece mantenerse todavía, aun cuando más de una semana después de su detención ningún abogado –más que la defensora oficial– ha querido representarlo. Ni siquiera hay quien confirme la relación entre Hoyos y Adriana Pérez, la tres veces fallida candidata a intendente por el PJ. Pérez no está en la ciudad y nadie sabe cuánto dinero aportó el empresario en la campaña.
Sin embargo, los rumores son eficaces y se entregan a los visitantes como confesiones sabidas desde hace mucho. Olga es empleada doméstica de la finca, igual que lo fue su madre. Dice que ella supo de una mujer que Hoyos padre dejó embarazada y que se tuvo que ir. Que el viejo era un hombre mujeriego, pero eso es así, qué se le va a hacer. “Por acá, como ve, hay mucha mujercita chica”, dice el jardinero, como si así explicara algo y después baja la voz hasta susurrar: “El doctor es minero, él tenía su cantera de mujeres”. Es lógico que se hable de mujercitas chicas, como si no fueran niñas sino adultos en escala, grandes y chicos hacen la cola, cada viernes, el día de pago, sin más diferencias entre unos y otros que el salario.

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Hoyos en uno de esos raros momentos en que la Justicia no tiene más remedio que actuar.
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