SOCIEDAD › OPINIóN

Basta, chicos

 Por Claudio Zeiger

Lo más lógico sería que la muerte de Ricardo Fort no cambie la imagen que la gente de la televisión y los medios tuvieron de él desde su aparición rutilante y prepotente en programas como Animales sueltos y Bailando por un sueño. Dividió el mundo del espectáculo y la farándula a favor y en contra, amigo y enemigo (amigos que cambiaban al ritmo del humor y del dinero de Fort, por cierto); el universo progresista lo condenó sin más a partir de una simple comprobación: en 2007, 2009 o 2012, Fort era una rémora de los ‘90, el rico/famoso típico del menemismo con su carga de ostentación y exhibicionismo, su estética superrecargada y su devoción por Miami, cuna de gusanos. En los últimos tiempos, y en especial ayer, cuando en un feriado húmedo y pringoso con un temporal que presagiaba desgracias la noticia de su muerte sacudió las pantallas, se agregó un matiz de compasión: había sufrido mucho, un martirio de dolores que para el público ya resultaba incomprensible o confuso. ¿Se originó todo en el exceso de cirugías? ¿Forzó su cuerpo detrás de un ideal esquivo y caprichoso? Las últimas imágenes del reality que filmaba en Miami mostraban un león enjaulado en la jaula de su propio ser.

Fort trajo a cuento, casi siempre, algo del pasado reciente, un sufrimiento, un encono del destino, un capricho de querer ser un dios cuando los dioses hace rato son esquivos, un narcisismo que ciegamente se choca contra el espejo y cuando finalmente lo rompe, atrae la desgracia.

Pero los ‘90 no sólo fueron Menem y riqueza trucha. Fort iba a Bunker, probablemente una de las usinas de ficción más notables de esa década confusa. Los ricos y los pobres se mezclaban ahí, al menos por unas horas. Fort lo sabía. Por eso en su entorno siempre hubo chicas y chicos arribistas por necesidad. Las fantásticas noches de Bunker donde se podía ser amo o esclavo, dueño o chico de alquiler. Algo de ese espíritu arrastró Fort hacia el nuevo siglo en su fulgurante raid por la TV. Cuando llegó a Bailando por un sueño lo hizo como bailarín; pero finalmente encontró su verdadero lugar como jurado, peleando codo a codo con los divos y divas que nos tocaron en suerte, reclamando el podio a gritos y un poco sorprendido porque no se le reconociera como artista. Era caprichoso, pero algo de razón tenía. En definitiva, se había construido a sí mismo como tantos otros que se declaran o hacen que los declaren divas o capocómicos. Por su parte, los artistas lo empujaban al corralito de los mediáticos, o sea de los freaks, y entonces Fort, iracundo, sacaba a relucir su educación de ópera y lírica, sus abonos del Colón y sus veladas paquetas, los barroquismos del dinero, no sólo el lujo, que es vulgaridad. Y cuando podían, los otros mediáticos lo enlodaban, lo ponían a su nivel, le hablaban en femenino.

¿Llegó Fort a poner en crisis el sistema del espectáculo en la Argentina? No, probablemente no, pero sí lo hizo tambalear un poco, lo desestabilizó. Tinelli lo atrajo a su terreno y finalmente lo apartó, cuando la pelea en vivo con Flavio Mendoza excedió los límites del show. ¿Llegó Fort a mostrar otra cara de los ricos y famosos? Probablemente no, pero si se confirma que era tan millonario como se sugirió ayer, habrá que repensar un poco a Fort en el contexto de los ricos de la Argentina. No digamos que es un mérito, sí un rasgo excepcional haberse expuesto tanto. Era interesante ver cómo tanto parvenu de la tele (esa tele rastacueros que se generó en la crisis de 2001 y que todavía añora los ‘90, donde desayunaban en dólares) se sentía atraído por Fort y luego salían corriendo. Por eso dio la impresión de que en los últimos tiempos sólo le iban quedando esos muchachos más humildes, los que saben que sólo cuentan con la carne y la belleza efímeras para la lucha por la vida.

Y así llegamos al final de esta historia de llantos, risas y excesos: un auténtico melodrama. El dinero no evita la muerte ni el dolor, y además deja problemas, conflictos infinitos que bajo el zócalo de “La fortuna de Fort”, o “La herencia de Fort”, armarán la novela del inminente verano.

Y el cuerpo nunca alcanza, y a veces sobra, y pasa factura. Vaya a saberse por qué Ricardo Fort se ensañó tanto con su propio cuerpo. ¿Buscaría en los otros aquello que lo iba traicionando año a año, mes a mes, últimamente día a día? No suena justo que hayan escatimado el velatorio en la jornada final. A él le hubiera gustado consumar la parábola del exhibicionismo: ése sí era su juego, y su placer.

Nunca fue un personaje divertido. No aceptaba del todo el disfraz de freak. No entendía la industria. Sólo quería comprarla y rehacerla a su manera. Y su manera era imposible. Solía decir que estaba “feliz, feliz, feliz”. Su cara, el rictus, lo desmentían. Como él decía cuando se enojaba, el cuerpo le dijo: “Basta, chicos”.

Es muy probable que su muerte no cambie la imagen que tuvieron de él en la televisión y los medios, pero sí hay que reconocerle que hizo lo que no suelen hacer los ricos y los famosos de este país: poner el cuerpo. Y haber hecho de él su mortal ofrenda a un mundo del espectáculo que tanto deseó y que le sería esquivo hasta el final.

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Imagen: Leandro Teysseire
 
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