SOCIEDAD › CRóNICA DE UNA CAMINATA POR LA RAMBLA, DESDE VARESE HASTA PLAYA GRANDE

Un largo balcón de cara al mar

A lo largo de su extenso recorrido, habitan ese espacio entre la arena y la ciudad caminantes y usuarios de rollers, solitarios moradores de la playa, protagonistas de romances o amigos que comparten desde un mate hasta una guitarreada.

 Por Carlos Rodríguez

Desde Mar del Plata

En una tarde seminublada, con apariciones esporádicas del sol, una temperatura cercana a los 28 grados de máxima y una amenaza de lluvia que no llegó a concretarse, miles de turistas y lugareños resolvieron escaparle a la vorágine del centro, para recorrer de punta a punta uno de los paisajes más espectaculares de Mar del Plata: el que empieza a divisarse desde la rambla a partir de Varese, sigue en Cabo Corrientes, se prolonga en Playa Chica y tiene su toque final en el renovado balneario de Playa Grande. Personas de todas las edades caminan, corren, hacen fierros –tanto mujeres como hombres–, vuelan en rollers o en patinetas, se sientan a tomar mate y escuchar música, o a cantar acompañándose en guitarra. Largas charlas, largas caminatas, largo placer. “Esta es la Mar del Plata que venimos a buscar: la que mezcla el confort de una gran ciudad con la naturaleza, el asfalto con la arena y el mar, el aire y el sol, aunque salga a cuentagotas”, afirma Luciana Medina, una cordobesa de 48 años que viene todos los años “por el mar, los alfajores y Playa Chica”.

El ruido de la gran ciudad empieza a bajar los tonos en Varese. Desde la altura de la rambla que serpentea junto al Boulevard Marítimo, el viejo y abandonado Grand Hotel Hurlingham marca el comienzo del paseo con sus puertas y ventanas tapiadas. Algunas pintadas contemporáneas le ponen color político a su fachada: “Comandante Chávez, hasta la victoria siempre”, dice una de las tantas, en el edificio que fue proyectado en 1937 y que está frente a la bahía de Varese. Llegando a Cabo Corrientes, los que copan la escena son un hombre barbado de curtidos 49 años y una gata gris, con manchas blancas, que forma parte de una familia compuesta por veinte felinos. Y el hombre, claro, que dice que su nombre poco importa y que le rehúye a las fotos porque “como dicen los incas, nos roban el alma”, cuenta que nació en Banfield y que a los cinco años llegó a Mar del Plata con sus padres.

“Vivo ahí abajo (señala las rocas planas de Cabo Corrientes), en una cueva a la que le digo la bañera, porque se moja” con las olas de un mar que choca y choca contra el muro de piedra. Amable, sonriente, con una paz extraordinaria, habla de la “sabiduría” de los pueblos originarios, del budismo y hasta del líder preso de la banda Callejeros, el Pato Fontanet. Se pasa el día revolviendo basura para llevarle comida a sus maullantes amistades. “Ellos comen pescados, carnes rojas; yo no como carne de ningún tipo”, afirma el curioso y simpático personaje, que después sigue meditando sentado sobre el muro de la rambla, mientras desde abajo lo mira a los ojos su gata preferida, como si estuviesen dialogando. Como cierre del encuentro con Página/12, recuerda lo que le dijo una mujer y lo dejó pensando: “Los gatos son el alma”.

Frente al local de Manolo, donde se hacen deliciosos churros rellenos, todo el mundo se para y mira hacia abajo, midiendo los cientos de metros que separan la rambla de las olas más cercanas. Se siente la sensación generalizada de querer tirarse resbalando sobre el césped, que da la idea de un tobogán gigante, hasta levantar vuelo y caer sobre el mar. Todos parecen disfrutar del chapuzón imaginario. La naturaleza triunfa, se impone, a pesar de los altos edificios costeros que hacen más elogiable el esfuerzo del sol por iluminarlo todo, a pesar de las nubes y el hormigón. Varias parejas se miman y toman mate. Ante un comentario sobre ese punto, uno de los cebadores aclara: “El mate también es un gesto de amor, siempre que no se queme la yerba”. Es testigo de la escena el busto que recuerda a Toribio de Luzuriaga y Mejía, un militar peruano que luchó por la Independencia de su país y de la Argentina, y que murió en la ciudad bonaerense de Pergamino.

La tarde sigue placentera en la siempre concurrida Playa Chica, perdida entre sus propias rocas, que han cobijado más de un romance de verano o de tiempo completo. Tres vecinos de San Isidro, dos mujeres y un hombre, sentados sobre el muro que separa la rambla del mar, disfrutan de una tarde de gloria: “Y pensar que antes nos bañábamos en Olivos o en Barrancas de Belgrano, en un Río de la Plata que para nosotros era un mar”, recuerda Víctor, el hombre del grupo, mientras una de las mujeres acaricia a su perra “de 18 años” a la que lleva casi escondida en una especie de cartera de cuero. “Es viejita y le cuesta caminar, pero está bien”, comenta como si fuera necesario justificar su gesto de amor.

La caminata costera llega a su última etapa, la que se anuncia por medio de un enorme cartel que alude a las obras que allí se realizan: “Puesta en valor y refuncionalización del Complejo Playa Grande”. El intendente local, Gustavo Pulti, afirmó que “en este sector costero tradicional” de Mar del Plata “ya se ha invertido más de 100 millones de pesos en un proceso licitatorio que ha reunido a 44 oferentes para su renovación”. Los trabajos que se realizan deben respetar las líneas arquitectónicas de edificios construidos en 1938 por el arquitecto Alejandro Bustillo.

Las obras de remodelación del Complejo Playa Grande comenzaron en el año 2010 con la renovación total de los servicios. El proyecto contempla la reestructuración del paseo inferior que tiene el balneario, muy cerca del mar, y la construcción de servicios adicionales como baños, duchas públicas, una pileta y locales para oficinas. El intendente dijo que los trabajos de revalorización “persiguen dos objetivos: la sustentabilidad con el reciclado y la separación de residuos, y la accesibilidad con la construcción de rampas”.

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La rambla es un clásico tanto para los fanáticos del movimiento como para los que optan por el sedentarismo.
Imagen: Pablo Piovano
 
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