SOCIEDAD › PáGINA/12 ENTREVISTó A JóVENES QUE SE INCORPORARON AL PLAN QUE LES PERMITIRá CONTINUAR ESTUDIOS

Cuatro historias para Progresar

Los cuatro abandonaron los estudios. Las complicaciones económicas constituyen el factor principal que empuja su abandono estudiando. En los cuatro casos, la incorporación al plan Progresar les permitió continuar sus estudios y ampliar horizontes.

 Por Nicolás Andrada

Llegaba a clases tarde y agotado; perdía el ritmo de estudio. Sebastián Lucero tenía 15 años y antes de ir a la escuela se pasaba el día haciendo changas como peón de albañil. Promediaba el año 2006. Vivía con el mayor de sus diez hermanos en unos monoblocks de Villa Zagala, San Martín. Su padre –albañil– había fallecido varios años atrás y su madre –empleada doméstica– se había mudado con su nueva pareja. A las apuradas, Sebastián salía de la obra, cruzaba en tren la ciudad y se iba a pie hasta la escuela 36, a unos veinte minutos de su casa. El tiempo nunca le alcanzaba. Solía llegar a deshora, acumulaba lecturas pendientes. Había días en que directamente faltaba. “Seguí estudiando como pude. A veces llegaba al colegio a las ocho de la noche y me quedaba menos de una hora. La profesora me decía ‘tratá de venir más temprano porque así es difícil que puedas seguir’.” En esa época, el embarazo de su novia precipitó la decisión de abandonar la escuela. De eso pasaron ya ocho años. Desde entonces, Sebastián cambió varias veces de empleo, tuvo a su segunda hija y se separó definitivamente de su novia. Ahora, cuando parecía que el paso del tiempo ya había enterrado por completo las intenciones de estudiar, Sebastián está a punto de retomar sus estudios, incentivado por el plan Progresar. “Esta posibilidad me viene re bien. Sinceramente no la esperaba. Yo sé que para conseguir un trabajo mejor tengo que terminar el colegio.”

Página/12 charló con cuatro jóvenes, beneficiarios del programa que fomenta el inicio o la continuidad de los estudios, quienes relataron sus historias y sus expectativas a futuro. El plan Progresar apunta a dar un incentivo económico de 600 pesos mensuales a aquellos jóvenes de entre 18 y 24 años que no trabajan, trabajan en negro o no alcanzan el salario mínimo. El objetivo es que completen sus estudios primarios, secundarios, terciarios o universitarios. El 80 por ciento del beneficio se cobrará mensualmente, mientras que el 20 por ciento restante se liquidará dos veces por año ante la presentación de certificados médicos y escolares. Desde que se lanzó, a fines de enero, más de medio millón de adolescentes ya se anotaron en el programa.

“Quiero aprovechar esta oportunidad para terminar mi formación. Voy a ser el primero de mis (diez) hermanos que hace el secundario”, dice Sebastián, de 23 años, padre de dos nenas pequeñas. En febrero se inscribió en el turno noche de la escuela Nº48, de Villa Concepción, pegado a Villa Zagala, en donde piensa completar la secundaria. “Es una ayuda buenísima para las cosas del colegio, para viajar, para los libros. Además, quiero terminar de estudiar para conseguir un trabajo mejor: en blanco y que sea fijo.” Desde hace dos años trabaja como auxiliar en un taller de pintura de la zona. Se trata de un empleo informal y tambaleante: “Hoy estoy en el taller pero mañana no se sabe. Depende del trabajo que haya. Hay veces que no hay nada por hacer y me dicen ‘vení mañana o pasado’, y así puedo estar varios días sin laburo”. Sebastián sigue viviendo junto a su hermano en los monoblocks de Villa Zagala. Es un departamento pequeño en la planta baja, pegado al playón de estacionamiento. “Cuando salía del laburo –recuerda– venía hasta acá, me pegaba una ducha y caminaba hasta el colegio. No tomaba el bondi para no gastar la plata que necesitaba para el otro día.”

Tras el nacimiento de su primera hija, Abril, en 2006, abandonó la secundaria. “Sabía que tenía que darle todo a ella. Tenía que seguir trabajando y no tenía tiempo para el estudio.” Reanudar el colegio “es también ofrecerles otro futuro a mis hijas”.

Lucía Riquelme estaba convencida: en el 2014 tampoco iba a poder ingresar en la universidad. Por más que quisiera, su trabajo como empleada en una casa de fotografías de Corrientes la dejaba sin alternativas. “Era trabajar o estudiar. Las dos cosas no se podía. No alcanzaba la plata para la comida y los libros”, confiesa Lucía, de 19 años. La joven vive junto a su padre –empleado en un taller de repuestos para autos– en la ciudad de Esquina, a unos 300 kilómetros de la capital provincial. Finalizó la secundaria en 2012 y desde entonces trabajó en una agencia de telefonía celular y en el local de fotografías. Durante los últimos dos años, mantuvo latente las intenciones de continuar con su formación. “Gracias a Progresar voy a poder estudiar.” En febrero pasado, tras inscribirse en el programa, Lucía se anotó para estudiar abogacía en la Universidad Nacional del Nordeste. Va a cursar en la sede que la casa de estudios tiene en Goya, a una hora y media de Esquina. “Ahora voy a poder comprarme los libros, me encanta leer, me gusta mucho la abogacía. Y además con esta ayuda voy a poder pagar el viaje hasta Goya, sin ningún problema.”

Para Daniela Berbarbé, el plan Progresar supone la posibilidad de continuar con su carrera universitaria. La joven, de 20 años, abandonó el año pasado la licenciatura en instrumentación quirúrgica, que cursaba en la Universidad Nacional Arturo Jauretche, de Florencio Varela. “No me quedaba otra. Era necesario dejar de estudiar”, cuenta Daniela. Hija única, vive con su madre –costurera– en una casa en Quilmes, que había sido de sus abuelos. Su padre, que trabajaba en un taller mecánico, falleció hace ya nueve años. “Dejé la carrera porque mi mamá no me podía bancar los estudios. Era mucha plata. Busqué trabajo pero no salió nada. Y ahora por suerte con esto voy a poder retomar la facultad.”

Muchas veces, la urgencia por conseguir un ingreso se superpone a la voluntad de estudiar. Ruth Rover, de 19 años, trabajó desde los 14. “Lo hice para ayudar a mi mamá y para tener para mis cosas.” Vive en Avellaneda, junto a su madre –masajista– y sus tres hermanos menores. En cuanto a su padre, Ruth explica “que él nunca se quiso hacer cargo de nosotros”. “Trabajé hasta el año pasado, y ahora iba a tener que buscar otra cosa.” Hace un mes, Ruth se anotó para estudiar terapia ocupacional en la Universidad Nacional de Quilmes: “Tenía muchas ganas de empezar la carrera y a mi mamá se le hacía muy difícil ayudarme. Iba a tener que trabajar y estudiar, pero con la ayuda ésta ahora me voy a poder dedicar ciento por ciento a la carrera. Es lo que estaba necesitando”.

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Sebastián Lucero tiene 23 años, es padre de dos nenas chicas. Reanudar el colegio “es también ofrecerles otro futuro a mis hijas”.
Imagen: Guadalupe Lombardo
 
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