SOCIEDAD › LA EXPERIENCIA DE QUIENES SUPERAN
LA SORDERA GRACIAS A UN IMPLANTE COCLEAR

Después del silencio

Gabriel Garriga nació sordo y aprendió a leer los labios. Hace tres meses, ya con 37 años, empezó a oír. Leonardo Gulman tiene 50 y había perdido totalmente la audición: hace dos meses también empezó a oír. Ambos se operaron este año para recibir un implante coclear, que a través de una serie de electrodos implantados en el oído interno les permitió despertar al mundo del sonido.

 Por Andrea Ferrari

El primer día en que oyó, hace tres meses, Gabriel Garriga pensó que la letra ese sonaba como el silbido del viento. Lo sorprendió el ruido del gas al destapar una gaseosa y el del cierre relámpago deslizándose en su pantalón. Gabriel sintió que ese día se abría ante él algo nuevo, un universo de sonidos desconocidos. Para Leonardo Gulman, en cambio, fue un reencuentro después de años de silencio. El 18 de junio, el día en que volvió a oír, llamó por teléfono a familiares y amigos y los escuchó sorprenderse y llorar al otro lado de la línea. Ambos se sometieron este año a una operación para recibir un implante coclear, un dispositivo que permite a algunas personas sordas de nacimiento, como Gabriel, o a quienes perdieron totalmente la audición, como Leonardo, despertar al mundo del sonido. Aquí los dos cuentan los detalles de una experiencia sin igual.
El diario personal de Gabriel Garriga no deja de circular. Alguien subió una parte a Internet y otros se pasan fragmentos por correo electrónico. Son muchos los que quieren saber, los que sueñan –y también temen– la operación.
A esos miedos, propios y ajenos, se enfrentó Garriga cuando empezó a considerar la posibilidad de ser implantado. Sordo de nacimiento debido a que su madre tuvo rubéola durante el embarazo, aprendió a leer los labios y a hablar en la Escuela Oral Modelo, donde cursó la primaria. Utilizaba un audífono que le daba acceso a un nivel de sonido muy básico, que no permitía diferenciar matices ni palabras. Nunca habló por señas. El secundario lo hizo en el Colegio Juan XXIII y luego estudió Sistemas: hoy tiene 37 años y trabaja en IBM haciendo desarrollo de software.
–Hay sordos que se relacionan sólo entre sordos, que forman una comunidad cerrada –dice–. Yo lo respeto, pero no me siento identificado. Lo que me apena es que mucha gente por enfrascarse en un debate sobre si es mejor el lenguaje gestual o el oral se olvida de los adelantos científicos.
El más espectacular de esos adelantos es, sin duda, el implante coclear. Consiste, básicamente, en una serie de electrodos implantados en la cóclea (oído interno). El sonido es recibido por un procesador de habla externo que posee un micrófono y transmitido como ondas electromagnéticas al implante. Luego los electrodos lo convierten en impulsos eléctricos que son enviados al cerebro. Aunque la operación se realizó por primera vez hace unos quince años, en los últimos tiempos la técnica se perfeccionó mucho, a la vez que se redujo el dispositivo externo del paciente. Todo eso llevó a muchas personas con hipoacusia a interesarse en ser implantados.
Gabriel encontró, sin embargo, que entre muchos sordos había “mala onda” con la cirugía. Le hablaron de una pérdida de su identidad debido a la operación, le contaron falsas historias de implantados que habían tenido malas experiencias e incluso alguien le envió un macabro poema titulado: “Sordo a la coclera”. El cree que estas reacciones no son más que miedo.
–Hasta me dijeron que me iban a deformar la cara. Yo les contestaba que sólo se te va a deformar la cara si te operás con el doctor Cureta –se ríe.
El investigó, conoció chicos implantados y felices, se entrevistó con cuatro cirujanos y finalmente decidió operarse en el Centro de Implantes Cocleares Profesor Diamante. A las 9.30 del 18 de marzo entró al quirófano. “Instantes antes de dormirme –escribió después en su diario– tuve un sentimiento muy fuerte de que se cerraba un capítulo en mi vida.”
La pecera
Leonardo Gulman se reinventó a sí mismo varias veces a medida que iba perdiendo la audición. Tras recibirse de médico había elegido la neurocirugía como especialidad, pero con los primeros signos de hipoacusiase dio cuenta de que no iba a poder dirigir un equipo quirúrgico en esas condiciones. El problema, le dijeron, era de causa autoinmune. “Una especialidad de mucho estrés como la neurocirugía, con un antecedente familiar importante de sordera, sumado a un terreno alérgico, más una infección o cualquier otro factor puede desencadenar este tipo de patología”, explica ahora, a los 50 años.
Los médicos le advirtieron que era un cuadro progresivo que lo iba a llevar a la sordera total. Gulman cuenta que se deprimió, hizo el duelo y siguió adelante.
–Busqué una especialidad menos crítica y me dediqué a la reumatología.
En aquella época usaba un audífono, pero pronto vio que no era suficiente para atender a sus pacientes y debió cambiarlo por otro más potente. Al poco tiempo otra vez no alcanzaba. Esta pérdida de audición avanzó a lo largo de diez años, hasta convertirse en sordera absoluta. Gulman volvió a deprimirse y dejó el consultorio, pero abrió entonces una nueva etapa: estudió informática médica y estableció un sitio en Internet de educación a distancia que se llama cursosparamedicos.com.
Al mismo tiempo aprendió lectura labial. Sin embargo, para él la comunicación empezó a pasar sobre todo por la palabra escrita: correo electrónico, chat y hasta el papel y el lápiz. Claro que no todo el mundo quiere tomarse el tiempo de escribir.
–Para mí la sordera fue algo terrible, una incomunicación total –cuenta–. No poder escuchar la risa de mis hijas... Estaba escondido, porque la sordera te lleva a aislarte. Era como estar en una pecera, aquí adentro (señala su oficina) me sentía bien, pero afuera era como si me ahogara. Dependía mucho de mi entorno familiar, sobre todo de mi esposa Claudia. No quería que me dejara solo en la calle.
Leonardo recuerda que en las reuniones familiares con varias personas había asumido el rol “del que se ocupa de ver si falta café, si alguien quiere más comida... El resto hablaba y yo me quedaba afuera”. Lo que más odiaba era esa expresión que observaba repetirse en muchos. Cuando lo cuenta Gulman mueve la boca sin sonido, tal como él lo veía, y sus labios dibujan claramente una palabra: “¡pobre!”.
–Yo no quería que me dijeran eso. Yo era sordo, no, ¡pobre!
El año pasado Leonardo empezó a hacer consultas y estudios de cara a la operación. El día designado fue el último 20 de mayo.
–Entré al quirófano contento –recuerda–. Tenía pensado acostarme, rezar y pensar en toda la gente que me acompañaba en ese momento. Pero sentí un pinchazo en el brazo y no tuve tiempo de nada: me quedé dormido enseguida.
Encendido
“Un día totalmente inesperado y emocionante”, escribió Gabriel Garriga el 21 de abril, cuando activaron su implante. Había ido con su padre hasta el instituto, donde Norma Pallares, la especialista a cargo de la rehabilitación, fue calibrando uno a uno los electrodos. Entonces le avisó que iba a encenderlo.
“Era otro mundo sonoro el que me llegaba, totalmente diferente al que recibo a través del audífono”, sostuvo. Todo llamaba su atención: la diferencia de timbre entre dos mujeres, la explosión de la x en la palabra exacto, su propia voz. Ese día, Gabriel registró sonidos que nunca en su vida había oído: el click de la llave de luz, el cierre de su bragueta, el ffffsssshhhhh del agua fluyendo de un bidón, las palmadas del médico en su hombro. También notó que su voz “salía monocorde, monótona, como dándole el mismo énfasis, el mismo tono a cada palabra”, mientras que los otros le daban “una entonación distinta según su estado de ánimo y lo que van expresando”. Escribió en su diario que concluía ese día con un shock emocional, “ligado a la impresión psicológica de haberme descerebrado”.
–¿Por qué descerebrado?
–Es una sensación muy fuerte, como si a vos se te abriera la puerta y entrara un montón de agua que te saca de lugar. Para mí fueron tantos sonidos que sobrepasaron la capacidad de procesar.
Lo dice en medio de una confitería ruidosa, donde logra sortear la televisión encendida y el ruido de tazas y voces para oír y hacerse entender. Pero ya pasaron tres meses del día del encendido y Gabriel trabajó arduamente con los especialistas, tanto en la calibración de los electrodos como en los matices de los sonidos, para avanzar en su comprensión. Insiste una y otra vez y quiere que quede claro: “Esto no es magia, es un aprendizaje”. De la rehabilitación tras el implante coclear depende buena parte de su éxito. Según sus propios médicos, en estos tres meses Gabriel avanzó a pasos de gigante: logró lo que a otros les lleva un año. Incluso pudo mantener conversaciones telefónicas con personas conocidas, una meta nada fácil.
En este tiempo empezó a sentir que todo cambiaba. Oír no sólo significó entender las palabras, sino mucho más: entender de una forma diferente a los otros, pararse de otra manera ante el mundo.
–Me doy cuenta de que hay modos de decir, que los modos de hablar son muy importantes. Antes mi voz era muy dura y fuerte, muy cortante. Ahora es más pausada, más suave y agradable. Eso permite que la gente se abra. También cambió mucho mi relación con los compañeros de trabajo. Antes había mucho de lo que yo no me enteraba, ahora tengo más información. Y me doy cuenta, por ejemplo, cuando alguien tiene bronca.
Pero esos descubrimientos fueron teniendo lugar de a poco. Un día le sorprendió encontrar frustración en la voz de un amigo. Otra noche, en que su padre estaba de mal humor, sintió que hablaba “de un modo que me perforaba por dentro”. “Todo eso –sostiene– me causa una sensación de ruptura interna de percepciones, pensamientos, visiones que antes eran más basadas en lo ‘blanco y negro’ hacia algo más rico, variado, completo... es un proceso todavía en elaboración, es un despertar que me hace sentir más vivo.”
También descubrió que los tonos pueden decir lo contrario que las palabras.
–Un día llamé a una amiga y bromeé con ella –cuenta–. Le sugerí hacer algo y me respondió “bueno” (usa un tono cortante, privado de todo entusiasmo). Por el tono, estaba diciendo que no. Entonces dejé de llamar, ese “bueno” me transmitió todo. Pero un sordo no se da cuenta de eso.
El diario de Gabriel registra día a día este vendaval de emociones que lo envuelven. Como en un velero, escribió.
“Siento que me subí a un velero y estoy navegando sin cartas de navegación, ni brújula, ni tener idea de la ubicación de los puertos... simplemente me dejo llevar por el viento a donde me lleve. Creo que es la mejor manera de avanzar.”
Dos capuchinos
–¿Me escuchás Leonardo? –dijo Norma después de encender los electrodos.
Y sí, Leonardo la escuchó. Y su mujer, Claudia, lloraba. Fue el 18 de junio y desde entonces cambió todo. Al haber sido oyente buena parte de su vida, la rehabilitación de Leonardo es mucho más rápida que la de Gabriel. No tiene que aprender los sonidos, sino volver a habituarse a ellos.
El primer día, sin embargo, las voces le parecieron todas iguales, “metálicas, como de dibujitos animados: no notaba tonalidades”. Pero se sentía eufórico. “Norma me contó algo que le sucedía y yo le entendí todo, palabra por palabra. Era fantástico. Mi incomunicación había terminado.”Ese mismo día fue a tomar un café con su mujer. El mozo se acercó y dirigiéndose a él preguntó: “¿Qué van a tomar?”. Leonardo cuenta que lo oyó perfectamente y que por primera vez en muchos años no esperó que Claudia contestara: lo hizo él.
–Dos capuchinos –dijo, y se sintió feliz.
Después vendrían las conversaciones por teléfono en las que oyó llorar a su familia y el registro de sonidos nuevos, como la desconocida alarma de su reloj. Al tercer día desde la oficina marcó el número de su casa. Atendió su hija de doce años: era la primera vez en su vida que hablaba con ella por teléfono.
–Me contó que estaba estudiando y dijo que sabía que lo más importante era que estábamos hablando por teléfono.
Leonardo ya decidió volver a atender pacientes, en unas pocas semanas más. También habla de los que siguen para el implante.
–Hay un montón de gente que viene atrás, que se quiere implantar. Hay que ayudarlos. Es como un barco, vos naufragaste pero te salvaste, llegaste a la balsa. Entonces te das vuelta y ayudás a los que llegan allá. Yo ahora estoy en contacto por e-mail con una chica de 30 años que se quedó sorda y está por ser implantada.
A ella le contó, pocas horas después del “encendido”, que las voces se oían metálicas y que “incluso al caminar mis pasos sonaban como los de Astroboy”. Pero ya al segundo día empezó a percibir nuevos matices. “Algo estaba cambiando, algo se estaba despertando: mi área cerebral auditiva.” Esa tarde con las fonoaudiólogas registró sus avances en el instituto.
–De ahí –escribió en el e-mail–, salí como Leo recargado y no como Astroboy. En realidad, me sentía como Terminator 3: I’m back.
Surfeando
Gabriel dice que al principio la música era sólo un barullo indiscriminado. Pero de a poco empezó a notar matices, formas de ejecutarla, y hasta logró discriminar los instrumentos. Fue a escuchar un concierto coral e hizo un descubrimiento: “La manera en que uno canta –escribió– impacta en el bienestar del que oye”.
De ese bienestar sabe mucho Leonardo. Apenas uno le pregunta por la música se vuelve hacia su computadora y clickea en el tema que bajó: The midnight special.
–No sabés lo que es para mí volver a escuchar a los Creedence –dice.
Después de la operación le regalaron un CD con varios discos de Los Beatles. Cuenta que al escucharlos se siente como si se subiera al sonido y lo surfeara, “es como meterme en una ola, en un mar calentito de sonidos”. Cuando lo comentó, le dijeron que muchos relacionan esta experiencia con el agua.
–Y yo digo claro, porque es como si uno volviera a nacer.

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