SOCIEDAD › COMO VIVEN LOS CHICOS, HOY TESTIGOS PROTEGIDOS, QUE ESCAPARON AL ESCUADRON

En las sombras

Ellos seguían en la lista: eran amigos de otras víctimas del escuadrón de la muerte y habían sido amenazados. Dieron pistas esenciales y se convirtieron en testigos protegidos. Toda la familia R. fue reubicada. Este diario los entrevistó en su nueva vida, lejos de su barrio y de los robos, intentando acostumbrarse a convivir con un policía pegado a sus talones, pero felices de estar vivos.

Con la caligrafía de un niño, Damián R., a sus 16 años, reconstruye sobre un papel las señas particulares de la zona de Don Torcuato donde vivió hasta que se convirtió en testigo protegido. Dibuja su vieja casa, a la vuelta la de Juan Salto, en la otra cuadra la de Fabián Blanco. Los nombres de esos dos chicos eliminados en presuntos enfrentamientos atribuidos al escuadrón de la muerte suenan una y otra vez en el encuentro de la numerosa familia R. con Página/12, a orillas de una las tantas pequeñas lagunas que hay la provincia de Buenos Aires, durante un día de sol, asado y ensalada mediante. Tanto Damián, como su hermano Joaquín, sueñan a sus amigos con vida desde su nueva y secreta casa, en una ciudad o pueblo que sólo conocen ellos y el personal del Programa de Protección de Testigos de la Procuración Bonaerense. Es lejos del barrio en el que entre los 12 y los 13 comenzaron a robar para sobrevivir a la miseria. Agustín y Joaquín son los chicos que este diario encontró hace más de cuatro meses en un recodo de la villa Bayres. Ellos permitieron llegar a la pista que llevó a la cárcel al único preso por los fusilamientos de Don Torcuato. En medio de un complejo operativo de seguridad, vigilados las 24 horas por el riesgo que corren sus vidas, hablan de los cambios que el horror impuso y ríen de su pasado de ladrones, de su osadía, de cómo horrorizan a su nuevo vecindario “careta” con su música a todo volumen. –¿Siempre es tan impresionante el operativo de seguridad para que puedan ver a una persona que no vive con ustedes? –pregunta este diario.
–Para todo movilizan mucha seguridad –cuenta P., la hermana mayor de Joaquín y Damián–. Nosotros no quedamos nunca solos. Ni vamos a ninguna parte solos. Hasta al baño nos acompañan. Pero estamos mejor.
Cuando alguien contó que había dos chicos que a pesar de los intentos no habían caído, era imposible medir la importancia que tendrían sus historias más allá de su condición de sobrevivientes en la lista del escuadrón. Ellos, en efecto, eran los que continuaban: los mismos hombres que habían amenazado a Fabián Blanco y a Juan “El Duende” Salto los habían perseguido durante los últimos cinco meses. A Agustín de dispararon un itakazo por al espalda cuando juntaba dinero para comprar una corona fúnebre para Juan Salto. A la madre de los chicos, Mónica R., le pusieron una pistola en el estómago pidiéndole que entregara a sus hijos. El policía que la amenazó, según el resultado de los reconocimientos en rueda, no es otro que Marcos Bressán, ex agente de la 3ª de Don Torcuato, el único del escuadrón preso por el crimen de Gastón “El Monito” Galván y Miguel “Piti” Burgos.
La investigación del caso Galván-Burgos es la única que ha avanzado de una saga de siete. El fiscal Héctor Scceba, de San Martín, pidió la detención de 9 policías por el asesinato. De todos ellos sólo recibió la prisión preventiva el Rubio, como le dicen ellos a Bressán. Se lo acusa de haber sido quien disparó, junto a Martín Alejandro Ferreyra, hijo de un capo de la maldita policía. ¿Por qué los R. fueron claves para que cayera casi media Comisaría 3ª? Cuando Página/12 los contactó, su hermana, P., contó, como al pasar, algo que sería determinante: su marido, Martín Blanco, preso en la 3ª la noche en que secuestraron y mataron a Galván y Burgos, los había visto en la seccional y había presenciado el momento en que se los llevaron, justo una hora antes de que los acribillaran. “Mi marido me contó que los dejaron ahí, en un pasillo. El los vio y se fue para adentro, y a la madrugada vieron que se los llevaban”, contó P. Página/12 los contactó entonces con la Procuración General de la Corte. Corría el 31 de octubre. Al día siguiente se cumplía un año del asesinato de Fabián Blanco. Habían pasado siete meses desde el crimen del Monito y el Piti; dos meses y medio desde la muerte del Duende Salto.
SUBT: Ahora yogurcito
El 2 de noviembre de 2001, dos días después de que los ubicara este diario, la familia entera, los padres y siete de los nueve R., salió de la villa Bayres. “Llegó una combi con gente, y mucha seguridad. Corte (tipo) chalecos antibalas, vigilancia atrás y adelante, con baja patos”, cuenta Agustín. “Itakas”, traduce P. “No sabés –dice Joaquín–, íbamos ahí todos custodiados, parecíamos Menem nosotros.” Los chicos han pasado al humor desde aquella tarde en que pálidos se escondían bajo una cama del rancho en el que vivían bajo el sino de la pobreza. Al comienzo, como parte del Programa de Protección de Testigos, pasaron diez días en un lugar intermedio. “No hay persona que ante el ingreso tenga la misma actitud que otra”, dicen los técnicos de la Procuración. Los R. comenzaron refunfuñando, por lo bajo, por lo alto, resistiéndose a la idea de que dejaban Bayres por siempre, descreyendo en que serviría para algo.
–Acá te puteaban mal –le dice Agustín al cronista, responsabilizándolo por haberse convertido en testigo protegido.
–Yo te reputeaba, pero ya lo asumimos –dice ella y hacen bromas, y vuelven a decir que están “bien”.
Es verdad: lo que el procurador general, Matías de la Cruz, le había contado a este diario sobre los R. es cierto. Lucen tranquilos, seguros, de buen humor, conformes hasta con las limitaciones de encierro y vigilancia que implica ser un testigo protegido. Se han cortado el pelo, aunque les quedaba mejor largo. Y han aumentado de peso. Ya no se trata de robar para “parar la olla”, de comer algunos días sí, otros no; de saborear sólo el “papeo”, que es como se llama el guiso de papa y condimentos. “Ahora yogurcito... comidita sana”, apunta Joaquín, cínico con su propio destino.
–Están más gorditos –azuza el cronista.
–Y... ahí donde estamos tenés todo. Por eso de repente nos montamos un gimnasio porque si no... sabés qué panza... Nos montamos un par de pesas re tumba (como las que hacen los presos en la cárcel), “los” brazos estamos sacando... –se jacta Damián.
–Nos pusimos colgada una bolsa de harina con arena –completa Joaquín recreando la escena de box de entrenamiento–. Ahí me rompo todo.
Matar el tiempo libre ha sido la dificultad mayor en estos casi cinco meses. Se mudaron a dos chalets vecinos en un barrio de clase media del interior. Pero se lo pasan en uno solo de ellos, donde funciona la cocina, alrededor de Mónica, la mamá que nunca soñó con tenerlos tanto tiempo cerca, tan controlados, tan lejos del peligro. Como son tantos la comida durante la semana llega preparada. Hacen un pedido al mes para los objetos de consumo diario y los domingos piden a gusto y se les entrega lo necesario para que Mónica cocine. Acceden con especial atención a los servicios de salud del Estado. Una de las más chicas, tuvo hace poco sus primeros lentes de aumento, cursando el cuarto grado; la miopía cuando se vive bajo la línea de la indigencia es un detalle que vuelve aún más cruel la vida de un niño. Don R. que ha perdido con los años la dentadura les reclama, con Página/12 como testigo, las prótesis necesarias a los hombres de la Procuración, que aseguran que también llegarán.
SUBT: Tapar la tumba
La figura campechana de don R., albañil, changarín, trabajador desde que aprendió a caminar, en su Corrientes natal, se recorta contra la laguna mientras prepara un asado de los que ya no abundan ni para la clase media.
“Extraño el trabajo, nada más. Me da gusto que los pibes estén bien, tranquilos, que vayan al colegio. Para mi esto (convertirse en testigo protegido) fue un sopapo de entrada nomás. Como siempre estaba trabajando, como obrero en las casas de los countries no me enteraba de nada hasta que supe todo junto y un día estábamos viviendo otra vida.” Después de haber puesto tantas veces el cuerpo en robos donde “las balas te silbaban en la cabeza pfin, pfin, ¡pfin!”, Damián y Joaquín, se sienten en una llanura,aunque previsible y segura, soporífera y aburrida. Prácticamente vivían en la calle, y eso es lo que más extrañan: las esquinas, las paradas donde pasaban el tiempo entre fasito y fasito, con sus “compañeros”, esa “alta” palabra para cualquier pibe chorro.
Por ese aletargamiento de largas siestas y demasiada televisión llegaron a ansiar la escuela como si se tratara de una de sus viejas noches en el Tropi Tango, la catedral de la cumbia villera. Y en eso están: que matemáticas, que lengua, que historia, que San Martín, y qué ocho cuartos. “¿Vos no me podés grabar algo de lo que sabés? Yo me lo aprendo, se lo digo a la maestra y quedo joya”, pide Damián, el ex yunta inseparable del Duende Salto, más atrevido, más callejero aunque es el más chico. ¿Y por qué la escuela? “Vos pensás: si sigo así toda la vida, entonces mi destino va a ser como el de los pibitos”. ¿Y volver a la villa? “A mí me gustaría ir a ver a los pibes, pero después me voy para mi casa. A visitar, pero vivir ahí no, porque seguiríamos en lo mismo, tendríamos bondi de nuevo con la yuta –asegura Joaquín–. Además nosotros ya estamos marcados. Volvemos y se pasa enseguida el dato ‘volvieron los R.’. Van a andar buscándonos y nos van a tirar a matar. Eso es lo que ellos quieren.”
P. no va a la escuela, pero ella es la que todos los días lleva al jardín a los tres más chiquitos. Siempre lleva al lado un custodio. Dice que los del jardín la miran, pero ella nunca contará nada. Los hermanos tampoco. Damián se pone un reloj “para tapar la tumba”, por el tatuaje “tumbero” que tiene en la muñeca. Y necesita un anillo para cubrirse el que asoma en un dedo. “Nosotros salimos corriendo para la escuela (cursan el tercer ciclo del EGB) pero por supuesto que nos pusieron los puntos de que no podemos andar hablando nada. No hacemos ningún comentario.”
–Unos señores, los chicos...
–Altos señores, de una –dice burlón Damián–. Yo nunca vi ni toqué un arma... Igual, la escuela es corte un penal... todo bien....
–Por el hecho de que escuchan música y estudian a la vez. No hay mucho drama, por eso dice que es como un penal –aclara P.
–¿Con la gente del barrio nuevo?
–Nada. Ni cabida. Los matamos con la música, eso sí.
–Son recaretas, viejos, horribles. Se quejan, piden que bajemos la música, y nosotros: ¡andá a la puta que te parió!
–Y ustedes les harán escuchar cumbia todo el día.
–No, los Redondos nomás –define P.
–No, no cumbia no, si nosotros estamos rechetos ahora –bromea Joaquín.
–Nos estamos dando vuelta para el otro lado, no sabés –larga Damián provocando la risa de la familia entera.
–Me imagino cómo van a estar en un par de años.
–Te voy a hacer juicio –amenaza Damián y otra vez se gana el trono del más pillo con el humor que la propia tragedia le ha desarrollado.

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