SOCIEDAD › DOCUMENTALES CATALANES SOBRE LA GUERRA CIVIL

Los fantasmas del exilio

Se estrenaron en el Festival de Derechos Humanos de Santiago del Estero y se mostraron en el Senado. Son rasgos de un fenómeno que los argentinos conocen bien: el despertar de la memoria histórica frente al silencio que envolvió por tantos años las desapariciones, los fusilamientos y el exilio de hombres, mujeres y niños.

 Por Eduardo Tagliaferro

“La generación que vivió la Guerra Civil Española se extingue. Los llamados vencidos, los perdedores, apenas han podido dar su versión de los hechos, sobre todo de acontecimientos tan terribles como los que se explican en el documental. Es ahora o nunca”, explica la cartilla de Los niños perdidos del franquismo, uno de los tres documentales de la Televisió de Catalunya que participaron del VI Festival Internacional de Video de Derechos Humanos que se realizó en Santiago del Estero y se exhibieron en el Salón Arturo Illia del Senado. La tríada documentalista se completa con Las fosas del silencio y El convoy de los 927. Las similitudes con nuestra historia reciente son evidentes. El plan sistemático, la desaparición forzada de personas, la sustitución de identidad, la apropiación de menores, los fusilamientos de presos políticos y otras barbaridades dejan en claro que no se trata de atrocidades de guerra, por más que se la defina como guerra sucia sino de una feroz represión. Términos como “desaparecido”, que en Latinoamérica son una historia conocida, están comenzando a aparecer con toda su crueldad ante los ojos de los españoles. “Cuando Los niños perdidos del franquismo se proyectó por primera vez en Barcelona (enero del 2002), algunos descubrieron que en España había ocurrido algo similar a lo que sucedió en la Argentina, con la apropiación de hijos de desaparecidos”, explicó Montse Armengou, responsable de los reportajes de los documentales.
Pasaron 29 años de la muerte de Francisco Franco y los familiares de las víctimas se enfrentan a un silencio y a una resistencia similar a la que vivieron los argentinos en los primeros días que siguieron al retorno democrático. Para algunos historiadores, la verdadera victoria del franquismo es el silencio.
Las historias de los documentales son minimizadas o negadas por los cómplices del régimen. El resto de los españoles las tomó con cierta incredulidad. El enorme trabajo de investigación de las tres obras contó con el apoyo del Parlamento de Catalunya. Su titular, Ernest Benach, acompañó a los realizadores en esta visita a la Argentina. De la proyección en el Senado, impulsada por la senadora Diana Conti, también participó Ricard Belis, coautor de las entrevistas del documental y Estela de Carlotto, titular de Abuelas de Plaza de Mayo.
Los documentalistas reconocen que violencia hubo en los dos bandos, pero que los estudios recientes no dejan dudas de las diferencias cuantitativas y cualitativas entre “la violencia revolucionaria espontánea y la planificada desde el primer momento por los nacionales”. Así destacan que el 27 de julio del ’36 Franco declaró: “Salvaré a España del marxismo, cueste lo que cueste. No dudaré en matar a media España si es necesario para pacificarla”.
Hijos de rojos
El 18 de julio de 1936, cinco meses después del triunfo electoral del Frente Popular y luego de algunas fallidas intentonas golpistas, el ejército español que ocupaba Marruecos comenzó el levantamiento militar contra La República. Para el debate histórico quedará esclarecer si el putch podría haber triunfado rápidamente o sí los tres años de duros combates fueron algo inevitable. A medida que los franquistas avanzaban, las cárceles, los conventos, las fábricas y también las escuelas desbordaron de prisioneros. Entre éstos, miles de mujeres que en algunos casos eran militantes republicanas y en otros simplemente esposas, madres o hermanas de un republicano. Con ellas, muchos niños. El motivo, “ser hijos de rojos”. La mayoría de los niños fueron separados de sus padres. El comandante y psiquiatra Antonio Vallejo Nágera esbozó una teoría para justificarlo. Para este psiquiatra, admirador de Friedrich Niezstche y habitúe a los congresos de psiquiatría de la Alemania nazi, “el marxismo es una enfermedad. Sus ideas simplistas y su ideario de igualdad social favorecen su asimilación por los débiles y los deficientes mentales”. Una orden firmada por Franco respaldó los experimentos.
“Los niños lloraban doblemente. Extrañaban su camita, su comida, y no entendían lo que vivían”, comenta reteniendo las lágrimas, Juana Doña, presa del franquismo. Para ella los chicos estaban allí por “ser hijos de rojos”. El documental toma testimonios de ex detenidas de varios presidios. Julia Manzanal recuerda cuando la subieron al transporte que la llevaría a la cárcel de Las Palmas, donde falleció su hija. “Cuando fueron a detener a Justa Mir, su hijo lloraba y ella le llamó: Lenin, ven hijo mío. Los policías le dijeron, ¿qué ha dicho usted, el niño se llama Lenin? Cogieron al niño de las piernas y le estrellaron la cabeza contra la pared”, dice antes de comentar que Justa terminó en la locura.
Cuando los niños cumplían tres años, si no contaban con un familiar cercano que se hiciera cargo de ellos, terminaban en el Auxilio Social, una institución creada por el franquismo. Los noticieros de época cantaban loas a la caridad cristiana del caudillo y también a la responsable del Auxilio, Mercedes Sanz Bachiller, viuda del líder falangista Onésimo Redondo. Lejos de la juventud que muestran las imágenes de archivo y entrada en kilos y en años, la señora niega que la asistencia se hubiera dado a cambio de adoctrinamiento. Niega aunque no tanto: “Yo no hubiera querido vivir en un país comunista. No digo que queríamos que los niños fuesen franquistas, pero que por lo menos fuesen anticomunistas, que es para mí lo más importante”. A la hora de responder sobre el maltrato que recibían, dice: “Cómo voy a creer en maltratos, yo no me lo creo”.
Francisca y Susana Aguirre son señoras de unos 60 y tantos. Su padre fue fusilado y su madre terminó en prisión. “Las del Auxilio Social nos juntaron y nos dijeron que éramos escoria, que éramos hijas de horribles rojos, asesinos, ateos, criminales, que no merecíamos nada y que estábamos ahí por pura caridad pública”, dice Francisca. Susana toma la posta y aclara que “no se volvió loca de casualidad”. Con dramatismo relata cuando las mandaron a la capilla porque su padre esperaba turno para enfrentar el paredón de fusilamiento. “Me encaré al Cristo y le dije: tú eres un asesino. Cómo es esto de que eres todopoderoso y me arrebatas lo más bueno que tengo”, dice. Para ellas no hay dudas de que el motivo de su detención era ser “hijas de rojos”. “Sabíamos que éramos culpables, pero no sabíamos de qué. Para ellos éramos mala semilla. No querían que pensáramos igual que nuestros padres”, acota Francisca. Espera un momento, mira a la cámara de televisión y admite: “Ellos tenían razón. Somos mala semilla, pensamos igual que ellos”.
Teresa Martín, una mujer de 62 años, que desde niña estuvo en prisión al lado de su madre, muestra frente a la TV dos grandes y mansos ojos azules. Recuerda que en el presidio, en el camastro al lado suyo dormía una niña con viruela negra, del otro lado, una chica con sarampión. “Mi madre dormía arriba mío para que no me contagiara. Si denunciaba la enfermedad, esas mujeres perderían a sus hijos para siempre. Si no lo hacía, corría el riesgo de perderme a mí. Debe haber sido bueno su anticuerpo porque no me enfermé”, dice. Con cierta amargura, afirma que es la primera vez en su vida que habla del tema. “40 años de dictadura, 25 de democracia y no se nos ha dado voz. Cuando alguien quiere que la memoria perdure, la memoria está ahí”, dice conteniendo las lágrimas.
No todos los niños que ingresaban al complejo que el Auxilio Social tenía en los jardines de El Alcázar provenían de las prisiones. Vicenta recuerda cuando el tren la depositó en la estación de Atocha, en Madrid. Tenía cuatro años. Cuando se tuvo que identificar no vaciló: “Soy hija de Nemesio Alvarez Garrido, capitán del Ejército de La República”, dijo. Hoy Vicenta lleva el apellido Flores Ruiz. Fue dada en adopción en cuatro ocasiones. La primera vez le dijeron que se había perdido y que sus padres la habían encontrado. Ella no dijo nada, fue su forma de salir del Auxilio Social. Hoy no sabe su verdadera edad. “Si era la hija de un rojo, cuál era el problema”, afirma con énfasis.
En 1941, Franco firmó una ley que permitió el cambio de los apellidos de todos los niños considerados huérfanos de guerra o repatriados. Esta herramienta facilitó la sustitución de las identidades y dio protección legal a las apropiaciones. Un año antes, en 1940, otra ley había otorgado al Auxilio Social la patria potestad de los niños bajo su guarda.
Finalizada la guerra, en 1939, muchos familiares no se atrevieron a preguntar por lo suyos por miedo a que los señalaran como republicanos. Antes de la caída de La República, muchos niños fueron enviados al exterior, en calidad de refugiados. Unos 30 mil llegaron a Inglaterra, Francia, México y la Unión Soviética. El franquismo se esforzó para que fueran repatriados. A las puertas de Leningrado, los nazis encontraron a algunos de esos niños. Los que retornaban de la URSS no fueron devueltos a sus familias. Tal el caso de Néstor Rapp, quien liberado de los hospicios murió en la clandestinidad, luchando contra el franquismo, según figura en los registros oficiales. Registros en los que los familiares de Rapp reconocen varias inexactitudes.
Fosas comunes
El terror fue un arma del franquismo. El general Emilio Mola, ideólogo y motor del levantamiento que llevó a Franco al poder, lo había dicho sin eufemismos en julio del ’36: “Hay que sembrar el terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensan como nosotros”. Para algunos historiadores, los nacionales demoraron su llegada al poder para erradicar de raíz a las fuerzas republicanas. Pueblo por pueblo y ciudad por ciudad.
Dos semanas después del alzamiento, los franquistas ingresaron en Zafra, un pueblo de la provincia de Badajoz. El Comandante Castejón, jefe de la ocupación, confeccionó una lista negra. El uno por ciento de la población sería fusilado. De los trescientos que allí murieron, 48 fueron civiles. Entre ellos jóvenes de 16 años. Muchos de estos cuerpos son buscados por sus familiares. Sospechan que en la mina que está cerca del Campo de Costuera, en Badajoz, se encuentran muchos de los suyos. Cerca de 10 mil prisioneros pasaron por el Campo de Costuera.
José Luis de Villalonga es escritor. En su novela Fiesta, llevada al cine, relata su experiencia personal al frente de un pelotón de fusilamiento. Tenía 16 años, cuando su padre, conocido aristócrata, lo mandó a buscar a Francia. El soldado que lo retiró del colegio le dijo que tenía orden de alistarlo con los nacionales. “Se mataba a diario. A veces uno se cobija en la idea que uno de los doce fusiles está descargado. Todavía me despierto con una pesadilla recurrente”, dice. Villalonga diferencia entre una violencia y la otra: “Que un obrero asturiano de repente lo degüelle un cura, me parece más normal a que un general, como hizo (Juan) Yagüe en Badajoz, se pare arriba de un camión y diga: en la Plaza de Toros están los nuestros. Los que están afuera, a por ellos. Eso fue una escabechina”.
Yagüe reconoció la matanza al New York Tribune. “Por supuesto que los matamos, que querían que Badajoz volviera a ser roja”, declaró. El régimen no esperaba la crítica internacional. Su respuesta fue mayor control de prensa, mejores mecanismos de propaganda y su propia versión de la historia. En ella, los excesos propios se justificaron por otros de los republicanos. Asunción e Isabel Alvarez son dos hermanas que todavía buscan a su hermano. Son el agua y el aceite. Una ferviente católica, la otra gremialista y atea. En el 2002, ambas estaban al pie de las fosas de León, en las que los antropólogos de la “Asociación para la recuperación de la memoria histórica” buscaban los huesos de los fusilados. “Soñé varias veces que quitaba la tierra con mis manos”, comenta Isabel Alvarez. No saben si allí lo encontraran. Crecieron pasando una y otra vez por aquel sitio. En el pueblo fue un secreto a voces que allí había una fosa común. Tanto ésta, como muchas otras, son conocidas para los lugareños.
La búsqueda tiene sus detractores. “Estos rojos de ahora están removiendo algo que habíamos perdonado. Está es una campaña del diablo”, dice Victoria Escribano a los documentalistas de Las fosas del silencio. A un costado de las excavaciones, Clarisa González muestra todo su enfado frente a cámaras: “España olvida pronto. No escucho a nadie decir que se olviden del Holocausto o de Auschwitz. O lo de Pinochet. Pero en España hubo que correr un tupido velo, y olvidar a nuestros familiares. No se puede buscar a los responsables. No sé por qué acá hay que hacer borrón y cuenta nueva”. Es Emilio Silva, de la ONG encargada del trabajo forense el que pone el broche a la polémica. “La movida madrileña. Los felices ’80, estaban bailando sobre una España sembrada de cadáveres”, dice. Las víctimas del franquismo aseguran que la democracia tiene una deuda con ellos. “Democracia está muy bien, pero es la de ellos. Estén o no los socialistas, ellos, los mandos no los soltaron nunca”, dice entre lágrimas un curtido señor que busca los restos de su padre en las fosas de León. Los documentales fueron filmados durante el gobierno de José María Aznar. Les queda a los socialistas demostrar que algo cambió. Por lo pronto, cumplir con el Tratado sobre la Desaparición Forzada de Personas, que obliga a los estados a comprometerse con estas búsquedas. Enfrente estará una Iglesia muy comprometida con la represión franquista. Al sur del Sur, los argentinos sabemos de qué se trata.

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