SOCIEDAD › QUE DICE LA CALLE EN LA ROMA QUE QUEDO HUERFANA DE JUAN PABLO II

Vivir sin el Papa, o la Ciudad sin Rey

Muchos lloran, algunos se burlan o protestan, pero toda Roma se prepara para recibir una afluencia sin precedentes de dos millones de personas para los funerales de Juan Pablo II, que encarnó el Pontificado más mediático de la historia. Y las apuestas sobre su sucesor están a toda marcha, mientras los cardenales llegan para su cónclave.

Por Oscar Guisoni
Desde Ciudad del Vaticano

“No vengan todos juntos”, ruega a los fieles en un curioso comunicado el prefecto de Roma, Achille Serra, alarmado por la gran afluencia que, según las previsiones, llegará a reunir en el Vaticano a más de dos millones de personas en los próximos días. A Serra le preocupa que cuando hoy, a las 5 de la tarde hora romana, las puertas de San Pedro se abran a la multitud, para permitir que los creyentes den su último saludo al cuerpo embalsamado de Juan Pablo II, la situación se descontrole. Pero no explica cómo piensa llevar a la práctica su recomendación. “¿Qué pensará hacer? –se pregunta un periodista, cansado de tantas horas de tensión y espera–; ¿decirle a la gente que llegue por orden alfabético? Los que tienen apellido que comienzan con M de las 4 a las 5, los que empiezan con N de las 5 a las 6.”
Una muestra de lo que se viene se pudo ver durante la madrugada de ayer, cuando más de 150.000 personas se reunieron bajo el balcón donde yacía el apenas fallecido Papa, empapadas en lágrimas y abrumadas por el silencio. “El Papa ha muerto” se repetían incrédulos los romanos, mientras atravesaban apresurados el puente sobre el Tevere para tratar de encontrar, antes de que fuera demasiado tarde, un buen lugar en Plaza San Pedro. “Juan Pablo II parecía eterno”, comenta un joven de 27 años que orgulloso muestra su DNI con la fecha de nacimiento del año 1978; “yo no conozco otro Papa, siempre he vivido con éste, me costará acostumbrarme a uno nuevo”. Es que la ciudad se despertó con resaca ayer, como si se resistiera a creer que Karol Wojtyla había muerto. Y mientras los fieles se apresuraban a retornar a la plaza, los escépticos (que en Italia son más escépticos que en cualquier otro lugar del mundo) se divertían haciendo conocer a viva voz su desacuerdo con el ruido mediático que oscurecía los aspectos más cuestionables del Papado que estaba concluyendo. “Ahora resulta que fue un Papa bueno”, comenta con sorna un señor mayor con barba setentista y anteojos ad hoc. “Nadie recuerda que fue anticomunista, que no quería el preservativo, que estaba en contra del aborto”. Y concluye despotricando contra la televisión pública y privada, ambas bajo el control omnipotente del primer ministro, el catoliquísimo Silvio Berlusconi.
Las señoras en el mercado se indignan con “los ateos” que no tienen respeto del “santo hombre” que acaba de morir, mientras de la ventana de un departamento se asoma una mujer que les grita “mi padre también era un gran hombre, y nadie hizo tanto escándalo cuando se murió”. Mientras tanto, en la mesa de un bar al aire libre, un psicoanalista argentino, “con doble nacionalidad”, se molesta porque “nadie analiza cómo ha muerto. Una infección generalizada. Curioso, ¿no?”.
La eterna Roma, mientras tanto, continuaba siendo esa ciudad gritona que lo cubre a uno de insultos si se pasa en rojo un semáforo, cuando todos saben que en pocos lugares del mundo reina tanto caos automovilístico como aquí. Sólo que ahora los gritos aluden a la historia que se está viviendo a pocos metros de allí, detrás de los muros que protegen la independencia del estado más pequeño del mundo. “Ha muerto el Papa” susurra con lágrimas de auténtica desesperación una señora mayor, mientras se encuentra con su vecina en la vereda. Se lo dice como si la otra no lo supiera, como si los medios no estuviesen hablando sólo “de eso” desde hace horas, como si diciéndolo pudiera convencerse a sí misma de que realmente ha ocurrido.
“Cuando muere un personaje tan importante”, pronostica un romano con el aire de sabérselas todas, “juntos mueren otros tan importantes como él. Ahora verán. Se morirá el Príncipe de Mónaco y, quién sabe, tal vez, hasta a la reina de Inglaterra le llegue la hora”. Lo dice tan serio que nadie osa dudar de su afirmación.
“Yo menefrego en el Papa”, dice textual un chica con tatuajes de anárquica y demasiados aritos en la nariz como para ser tomada demasiado en cuenta por su padre que la mira con ojos condescendientes, como pidiendo disculpas a los demás por la “desubicación de la nena”. “Va fangulo” concluye la rebelde, sin preocuparse de la censura que emana de las miradas de los otros peatones. Un grupo de chicas con aires de la Acción Católica muestra el contraste con la anarquista encendiendo las velas y dejando las lágrimas caer mientras se toman de la mano y avanzan hacia la plaza. Algo es obvio: el Papa, en Roma, no es indiferente a nadie.
Una viejita muy informada comenta con gran indignación que los polacos “quieren que sea enterrado en Cracovia. ¡Faltaría más! El Papa es nuestro. Es de todos. No tiene patria. En el Vaticano se debe quedar, como están todos los demás”. Un señor que parece tan informado como ella le aclara que ésa “ha sido su última voluntad”, a lo que la señora responde con un sonoro y muy romano “¡Ma va!”, equivalente local al porteño “¡Andaaa!”.
Con el correr del día los ánimos se encienden y una multitud de timberos se reúne delante de un local de apuestas con un cartelón inmenso al frente en donde puede verse quiénes son los preferidos a suceder a Juan Pablo II y cuánto “paga” cada uno de los candidatos. “¡Estos desgraciados!”, murmura una señora que hace un gesto más que elocuente con la boca en señal de desprecio.
Si hay algo que rompe la rutina romana en estos días, más allá de la multitud que se precipita hacia la Plaza San Pedro, son los periodistas. Hay por todas partes troupes televisivas que se ufanan por conseguir las mejores imágenes posibles, mientras un malón de hombres y mujeres armados de registradores digitales de última generación se abalanza sobre los transeúntes buscando una opinión, un comentario, una expresión de dolor que transmitirle a su público. Hay camiones con equipos generadores de electricidad y 4x4 con las calcomanías de la CNN, la CBS, la BBC y todas las siglas habidas y por haber. De la sala de prensa del Vaticano entran y salen multitudes con sus computers a cuestas, comentando el último trascendido, refunfuñando por la falta de información, por la poca transparencia que la milenaria Iglesia está dispuesta a poner arriba de la mesa en estas horas cruciales. Mientras crece en el país la polémica por el abuso cometido por algunos periódicos que, especulando con la muerte del Papa el viernes pasado, llenaron sus tapas con titulares necrológicos cuando Wojtyla todavía no había muerto.
El Papa ha muerto. La eterna Roma ha perdido a su Rey. El gran show mediático está apenas comenzando. Falta mucho, todavía, por ver.

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Una multitud va congregándose para una misa al aire libre en la Plaza San Pedro de Ciudad del Vaticano, sitio de peregrinaje.
 
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