SOCIEDAD › DECENAS DE INMIGRANTES BOLIVIANOS SE ORGANIZAN CONTRA SUS PATRONES

La rebelión de los esclavizados

Son traídos desde Bolivia en forma ilegal. Trabajan 18 horas diarias y viven con sus familias en el mismo lugar donde trabajan: talleres clandestinos adonde el Estado no llega. La Defensoría del Pueblo los asesora para que se organicen y luchen por sus derechos.

Por fuera son casas entre otras de la ciudad. Por dentro, son cárceles para bolivianos indocumentados sometidos a trabajos enfermantes durante dieciocho horas diarias, de lunes a sábado. Duermen hacinados en habitaciones con sus hijos, como si fueran ganado en tránsito perpetuo. Ganan cuatrocientos pesos, pero nunca los ven porque sus generosos patrones se ofrecen a cuidárselos “hasta que quieras volver a tu país o te quieras ir a otro lado”. Claro que cuando un trabajador reclama sus sueldos de años recibe una andanada de patadas y termina en la calle junto a sus hijos. “Andá a quejarte, te van a deportar sin documentos”, es la mentira con que los patrones –la mayoría, también bolivianos– los mantienen cautivos. Se sabe de al menos 40 talleres de ropa en quince cuadras de Parque Avellaneda. Cada uno emplea entre 15 y treinta personas que fueron traídas al país mediante engaños. No pueden acudir ni a la policía. Varios relatan que el patrullero pasa para llevarse cuatrocientos pesos, como un obrero más. La Defensoría del Pueblo porteño comenzó a actuar para que los bolivianos “semiesclavizados” obtengan el certificado de pobreza con que podrían hacer los papeles de residencia por un costo mínimo: los quinientos pesos que requiere la papelería legal son impensables para su actualidad financiera. Abogados de la Defensoría dan asesoramiento a los indocumentados en la sede del comedor comunitario La Alameda, adonde muchos llegan con un hambre pesado como sus historias. Se están organizando para reclamar ante el Estado que se cumplan las leyes laborales.
El aviso apareció en varias radios de La Paz. “Allá hay mucho hambre. No hay trabajo”, cuentan los que se contactaron con esas promesas: pisar Argentina con trabajo de overloquista, sueldo alto. Carecer de documentos para ingresar a ella nunca es obstáculo. El patrón los trae por decenas en micros, pasan la frontera como si fuera un hecho el sueño de Simón Bolívar, son instalados en una casa que por dentro es un moderno taller. Y a trabajar. La comida es espantosa y sus hijos tienen que estar encerrados en la pieza, “porque al patrón no le gusta ver a los chicos en el patio”, dicen a este diario algunos que pudieron salir de esos lugares o que todavía tienen a un familiar dentro. El encuentro fue en el comedor de La Alameda. Esta organización, nacida del 20 de diciembre de 2001, da alimento a los pobres del barrio. Por medio de ellos supo de los sufrimientos de cientos.
No quieren sacarse fotos. Se ponen otro nombre para contar su historia. “O soy boleta”, dice con media sonrisa Marta. “Me trajeron de Bolivia. Escuché en la radio que necesitaban jóvenes que supieran costurar.” Ella estaba “recién juntada”, tenía 17 años y ninguna opción laboral en La Paz. Watas, el patrón, fue a reclutar operarios. Les ofrecía pasar la frontera, vivienda, comida, buen sueldo. Para él trabajó seis años. “Me tenía todo el sueldo. Decía que a mí se me iba a perder. O que me lo iban a robar. ‘Cuando te vayas te doy todo’, me decía.” Marta quedó embarazada. “Me empezó a aborrecer. Decía ‘no me servís si estás enferma. Ya no das lo de antes’.” El problema vino cuando, cansados del hostigamiento, Marta y su pareja decidieron irse. Para cobrar los dos mil pesos (en tiempos del uno a uno) fue necesaria la intervención del Consulado de Bolivia. Terminó por cobrar dos mil pesos devaluados en vez de los seis mil que le correspondían. Ahora, Marta produce junto a tres personas ropa para La Salada, una inmensa feria de lo trucho al borde del Riachuelo. Sigue teniendo miedo a los aprietes de los matones que contrató su ex patrón. Pero no tiene adónde hacer la denuncia. Con sus propios ojos vio a los policías llevarse del taller su tajada por el servicio prestado.
“Hablar perjudica”, decía el cartel en la pared, entre las máquinas que producen de 8 a 24. Claudia había llegado junto a su marido y sus hijos de 6, 8 y 10 años. Vivían en una piecita “en la que entraba agua”, recuerda la mujer. A toda hora, en el aire retumbaban canciones de cumbia boliviana “para que no nos pusiéramos a hablar entre nosotros”. Sus hijos iban de la escuela a la pieza húmeda. No podían salir. Claudia renunció para poder cuidarlos. Persiste en el trabajo su marido, que tiene hernias en la columna, ya que trabaja desde chico. Según los patrones, los chicos “entorpecen la producción”.
Ella dice su nombre de fantasía: “Eduarda”, y se larga a llorar entre las palabras que hacen su calvario de bolsillo. Su marido vino hace dos años, sin saber que iba a esclavizarse en un taller de Parque Patricios. Ella se quedó en Bolivia. Tras unos meses, él tuvo un accidente laboral y el patrón lo echó.
Los accidentes del marido de Eduarda provenían de la ingesta de alcohol. A esto se abocó cuando quedó desempleado. “Me llamó por teléfono en medio de una borrachera, me dijo ‘estoy muriendo de hambre, en el taller me quitaron el maletín, los documentos de Bolivia’”, relata Eduarda. Entonces vino con su hijo de 9 años a buscarlo, sin saber dónde encontrarlo. “Me puse a buscar entre los borrachos, en los talleres, nadie sabía dónde estaba él.” En una plaza lo encontró el nene, sucio, descalzo, sin plata ni para un vino barato. Estuvieron tres meses en la calle, “sin comer”, cuenta la mujer, con una gorrita de Boca, que aparenta más años de los que confiesa. El marido consiguió entrar a un taller donde cobra 300 pesos. Con cien pagan la pensión sórdida en la que es “todo oscuro, sin luz ni agua ni baño”. Los doscientos pesos restantes van a ayudar a la familia en Bolivia. La historia se repite en una cifra indeterminable de bolivianos.
Gustavo Vera, presidente de la Cooperativa La Alameda, afirma que iniciarán “acciones penales para expropiar la maquinaria a favor de los trabajadores. Que vaya a cuenta de ese crédito laboral que tuvieron los patrones al no realizar aportes previsionales ni tener cargas sociales”. Para Vera, “los empleados tienen que organizarse en cooperativa, los que están y los que estuvieron”. Este modelo se aplica en el taller textil que funciona en sede de La Alameda. “Se trata de respetar el convenio del rubro: ocho horas de trabajo, sueldo de mil pesos”, indica con las fotocopias de este tratado en una mano. Se lo regala a los trabajadores que se acercan para informarse.

Informe: Sebastián Ochoa.

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En Parque Avellaneda hay 40 talleres con operarios bolivianos.
 
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