SOCIEDAD › UN DIA AYMARA EN EL PARQUE AVELLANEDA

La fiesta del Ekeko

La comunidad boliviana en Buenos Aires se reunió para festejar su tradición. Pedidos de progreso, de abundancia, de felicidad. Un recorrido entre vasijas, semillas y miniaturas.

 Por Cristian Alarcón

Bajo el cielo encapotado de la media tarde miles de personas se desplazan por el Parque Avellaneda, frente a unos cien puestos que venden lo impensado. Organizado por las comunidades aymaras y quechuas residentes en Buenos Aires, la “Feria de Alasita” se despliega en varios puntos de la ciudad y sólo en el parque concentró ayer unas seis mil personas en torno de las retribuciones a la naturaleza y los pedidos para el nuevo año que hacen los peregrinos ante la “huaka”, el centro energético marcado con banderas, en un extremo del predio. Desde afuera la visión es la de una feria de sueños, la mayoría de ellos materiales, que se piden a la tierra a través de la figura sincrética del famoso y viejo Ekeko, la figura de un hombre cargado de provisiones que fuma eternamente un pucho, una especie de deidad de la abundancia. Desde las comunidades, el sentido de la fiesta es distinto. Se trata del momento de las “challacitas”, las retribuciones, un concepto de intercambio comunitario, entre el hombre y la naturaleza, importante para comenzar a entender las culturas que subyacen milenarias en la Bolivia ahora repensada ante un gobierno indigenista.

Alicia llega con sus hijas adolescentes y los más chicos, la bebé en cochecito, y el de tres caminando. Nacida en Cochabamba cerró por hoy su expendio de comidas bolivianas. El año que pasó le trajo cierta prosperidad. Y hoy puede renovar las esperanzas. El trámite es bien sencillo. A lo largo de una cuadra y media unos 150 puestos ofrecen las miniaturas que representan los deseos de los caminantes. La figura repetida, además de la del Ekeko, es la de un sapo en todos los formatos, que representa la abundancia, adornado por una ristra de falsos dólares, pesos y euros. Las mujeres bolivianas, artesanas de las miniaturas, venden lo que se desea: casas de todo tipo –de techo doble agua, dúplex, de tres pisos con arcadas, con antejardines, con garaje–. Vasijas llenas de todas las semillas que la tierra da en los valles. Autos de varios modelos. Camionetas cuatro por cuatro. Camiones repartidores. Combis de pasajeros. Pasaportes. Documentos de identidad de color bordó, los de los extranjeros. Talleres textiles completos: desde las simples máquinas de coser hasta los que tienen cortadoras y mesas llenas de telas. En la feria de los sueños de la comunidad boliviana se puede leer como una cartografía de su economía mezclada con antiguas tradiciones indígenas.

Lo explican los líderes de las comunidades Wayna Marka, Mallku Katari y Chasqui Wayra, después de que la lluvia dispersó a la multitud de pedidores. Alasita, que es el nombre que hoy se le da a la fiesta, es una palabra aymara que significa “comprame”. Antes de la invasión española, la misma festividad se llamaba Challacita, que significa “retribución”. Ante el cerco al virrey Toledo, en La Paz, en 1781, los indígenas abrieron mercados alrededor de la ciudad. La palabra que usaron para vender fue “alasita”. En los orígenes no eran miniaturas de objetos materiales y de la cultura del consumo las que se ofrendaban ante la huaka, sino tallados hechos en “illas”, las piedras que se sacaban de los estómagos de las llamas. En ellas se tallaban la mujer amada, la lluvia, los frutos. El sincretismo lo puede todo: la evolución de esas figuras nos lleva hoy a los fajos de dólares y euros que por un peso venden los puestitos para luego hacerlos sahumar por un anciano que cobra diez pesos la faena. Cada peregrino debe sumar sus deseos representados en las miniaturas y envolverlos en su tari, que es un “ahuallo” de muchos colores tejido en telar. Alicia lleva un sapo para la abundancia, una casita de yeso, con segundo piso y balcón, un fajo de mil dólares, un taller de costura para un amigo diseñador, carteritas con más verdes y euros para sus hijas y para el cronista, que tiene también su chance de progresar.

En algunos puestos, en el medio del camino, sobre la tierra, los ancianos ofrecen sus servicios. Ellos son los que challan los objetos, los curan con alcohol para la tierra y pétalos de flores. Alicia elige al más viejo de todos, quien por su edad tiene la mayor de las clientelas. La fila llega a la media cuadra, y el calor que antecede a la tormenta no parece amilanar a nadie. Todos esperan en silencio, escuchando las palabras que en aymara el hombre riega sobre esas miniaturas, su propio momento. Es un año especial. La euforia después de la asunción de Evo Morales se siente entre los paisanos que se reúnen a comer sus platos típicos en la feria gastronómica, pegada a la de los deseos. Frida Rojas, una mujer quechua que hace quince años vive en Buenos Aires, explica: “Tratamos de recuperar las enseñanzas de nuestros mayores. Se pide lo que se desea individualmente, pero también lo comunitario. Evo está yendo con nuestro pasado hacia el frente. Todos miramos en él, cómo somos todos iguales, con el pasado adelante, con nuestros orígenes adelante”.

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Los puestitos de la abundancia desolados después de la lluvia.
 
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