SOCIEDAD › COMO VIVEN LOS ESTUDIANTES SECUNDARIOS ATACADOS E INTIMIDADOS

Después de la amenaza

En un mes y medio, después de la agresión al alumno del Mariano Moreno, a quien le grabaron tres A en el pecho, los estudiantes secundarios no dejaron de recibir llamados amenazantes, sobres misteriosos y también golpes. Aquí algunos cuentan cómo viven, entre la sorpresa, el miedo y la determinación de seguir adelante.

 Por Horacio Cecchi

Sabía que podía ocurrir. Lo había conversado una y otra vez en charlas familiares, desde que reverdeció en la memoria la sombra de la Triple A. Habían ideado una reacción, como quien está atento ante la previsión de un imprevisto, siempre desde la distancia de lo racional. El viernes 12 de julio sonó el teléfono. Era de noche. Atendió su hermana. “Este es un mensaje para Gabriela...”, empezó a decir una voz. No pudo seguir: la hermana cortó y se largó a llorar. Hubo otro llamado y otro corte. La brecha entre la racionalidad y realidad se hizo polvo en un segundo: le había tocado a ella. No fue el primer caso, ni el último. En un mes y medio, desde la primera agresión a un alumno del Mariano Moreno, la comunidad de estudiantes secundarios recibió golpes, amenazas telefónicas, timbrazos, robos, aprietes y sobres con los típicos collages del anonimato. Ellos siguen avanzando, entre sus convicciones, el apoyo de muchos padres y la emergente idea de la seguridad: miran hacia atrás, no caminan solos, cuidan el teléfono, cumplen horarios, cadenas telefónicas y marchas acordonadas. La respuesta es peculiar, y bien definida por la madre de una alumna amenazada: “La paranoia es nuestra, no de ellos”.
Tienen miedo, o mejor, tienen registro del miedo. Un registro instintivo, pero diferente. “El miedo del ‘no te metás’ es de la generación del ‘80. Nuestra generación tiene un vacío. Somos hijos sin legado. Nacimos el 19 y 20 de diciembre. Por eso no creemos ese discurso de los políticos de cuidar la democracia porque vuelve la dictadura”, dice Gabriela, del centro de estudiantes del Carlos Pellegrini. Quien más, quien menos, la síntesis es compartida por el grueso de sus compañeros.
Gabriela no habla desde la teoría. Es una de las amenazadas. El 11 de julio, por la mañana, la madre de su compañera Florencia atendió un breve y contundente llamado (“decile a tu hija que la vamo’a reventar”). Primer registro: Florencia llamó a su amiga, pero desde un teléfono público. La repercusión, desde el costado político tomó la forma de una conferencia de prensa planificada. “Hay que hacerlo público”, se dijeron convencidas. Desde el costado privado, Gabriela y familia debatieron el tema. Como quien dice, se la vieron venir. Entre otras, llegaron a la conclusión de cortar el teléfono en caso de ocurrir.
Mucho antes de lo imaginable (al día siguiente), en casa de sus padres sonó el teléfono. Atendió su hermana. “Este es un mensaje para Gabriela...”, dijo la voz, definida como “tenebrosa”. Pero no alcanzó a terminar, porque la hermana, ya no racional sino puro reflejo, cortó la comunicación. Alguna crisis interna produjo. Pero breve, porque a los dos minutos, volvió a sonar. Atendió el padre. “¿Estaría la señorita Gabriela?”, preguntó la voz, intentando alguna simpatía imposible para evitar el corte. “No vive más acá”, respondió el padre y escuchó que del otro lado de la línea la voz murmuraba a algún colega de amenazas: “Che, dicen que no vive más ahí”. Resultado: la voz decidió cortar el teléfono.
“Cuando me enteré me quebré”, dijo Gabriela a este diario, dando un sentido particular al verbo: uno imagina llantos, gritos, paranoia. No, había empalidecido. “Pensé en mi familia, lo preocupados que podían estar. Todo en un segundo”. Después, llegó la reacción: entre las dos amigas decidieron dar una conferencia pública. El miércoles 17, el Pellegrini en pleno (incluyendo padres, alumnos, docentes, y autoridades) cortó la calle y convocó a los medios.
“Dejá lo del boleto o sos boleta”
El sábado 27 de julio, exactamente un mes después de la masacre de Avellaneda, Matías, de la Asamblea Vecinal de Temperley, salía de su casa. A dos cuadras, dos sujetos, en pleno día, lo molieron a palos (ver aparte) mientras lo amenazaban: “Cortala con lo del boleto”. Apenas pudo arrastrarse hasta su casa, cerró las ventanas, intentó calmar su paranoia y comenzó a llamar a sus amigos. Necesitaba hablarlo. El jueves pasado, la misma asamblea, que sufrió otras dos amenazas, realizó un acto de repudio.
En Capital, desde el 11 de junio pasado, el estudiante del Mariano Moreno quedó envuelto entre las contradicciones del miedo, el silencio y la necesidad de hablar, además de las incomodidades que genera vivir custodiado: un Falcon lo sigue donde quiera que vaya. La negativa a una entrevista podrá, en este caso, enmarcarse dentro de la nueva lógica de seguridad asumida tanto por él como por sus padres. “Al principio nos sorprendimos –dicen los militantes del Moreno–, porque él recién se estaba incorporando a las asambleas.” Después, entendieron: “La intención fue cortar por lo más fino”.
Fue tal el control sobre el chico agredido, tanto desde sus padres como desde sus compañeros como medida de seguridad y contención, que los datos del joven jamás salieron a la luz, incluso, dentro del mismo colegio son muchos los que ignoran a quién le ocurrió lo que todos saben que ocurrió. Semanas después, el mismo alumno participó de un encuentro de secundarios en el colegio Pueyrredón. Entre los estudiantes, la noción de que algo había cambiado después de las amenazas quedó graficada en la reacción. “Hay un Falcon en la puerta”, avisaron algunos y alarmados salieron a confirmar. Se trataba de la custodia.
“Fue el caso más grave –dice Malena, del centro de estudiantes del Moreno–. Nos reunimos con los delegados del Mariano Acosta. Queríamos saber quién nos protege. Nunca nos pasó así. Había algo de miedo, y una de las posibilidades que primero se barajó era no decirlo (de hecho, la noticia recién fue publicada el jueves 13 de junio). Pero pensamos que era lo peor, que lo que más nos protegería era hacerlo público y seguir adelante.”
El centro del Moreno había organizado un festival por el boleto estudiantil, el viernes 14. Y la organización no se detuvo. Esa noche, una alumna, Cecilia, subió al escenario con un micrófono y se dirigió a la multitud. Cuando bajó, se le acercó un hombre. “Esto es para vos”, le dijo, le entregó el recorte de un diario y desapareció. Al abrirlo, Cecilia descubrió que en la nota aparecía su nombre. “Primero se largó toda una paranoia –explica Tiago, del mismo centro–. Pero no tenemos claro si la amenazaban o fue que le quisieron mostrar la nota en la que había salido.”
Nahuel, del Acosta, dice: “Ahora se ven muchos Falcon en la calle, muchos ratis. Cuando uno sale a la noche, está todo mal”. Tiago confirma. “Estaba en un bar, encargado de un control en una marcha. Justo en la puerta se estacionó un auto blanco. El tipo nos miraba y hablaba por handy. Salimos a preguntarle quién era y se fue. Sabemos que nos pueden haber pinchado los teléfonos. Pero no podemos cambiar de vida.”
Cynthia, del Acosta, asegura que “ponemos más énfasis en la seguridad en las marchas. Tratamos de no decir demasiado por teléfono, no anunciar dónde vamos a estar a tal hora”. “Mi vieja se asustó –reconoce Malena–. El día del recital me acompañó.” “Hay que mirar para todos lados”, sostiene Nahuel. “Yo vuelvo por avenidas”, insiste Cynthia.
El miedo de los 70
Dadas las particularidades de la actualidad argentina, las marcas de las Tres A (Alianza Anticomunista Argentina) vienen a ser un anacronismo. Pero grabadas a punta de cuchillo sobre el pecho de un adolescente refrescan brutalmente su valor simbólico. Lo curioso de todo esto es que ninguno de esos chicos amenazados, ni sus compañeros, ni sus amistades generacionales, ni nadie de su edad sabe más que por relatos lo que significa esa primera letra repetida tres veces en una misma sigla. Si se repite grabada sobre el cuerpo, es cierto, aterroriza. Pero el simbolismo que pretendían sus autores es, mecánicamente, inconducente en ellos. ¿Por qué? Porque nacieron, como mucho, en 1985. ¿A qué le teme un chico de esa edad? Seguramente a muchas cosas, pero no a tres A consecutivas.
El bagaje del miedo a las tres letras y todas sus variantes corren por cuenta de los padres. “La paranoia es nuestra”, dice la madre de una chica amenazada. Y lo establece en los hechos. “Hablo desde otro teléfono porque tengo miedo de que el nuestro esté pinchado”, explica. Pero antes, pidió que se mantuvierareserva del nombre de su hija y el de ella misma.
“Hubiera preferido –supone– que mi hija estuviera en una esquina tomando cerveza. Qué digo, hubiera sido imposible sostener eso. Lo digo por el miedo. En realidad, hubiera preferido que pudiera tener eso que ellos reclaman, y que no esté en peligro. Bah, es otro país.”
“Mi actitud es la de sentirme atacada por el terror. El primer impacto de la amenaza fue para los que vivimos la represión. Los que nos asustamos fuimos nosotros, los padres. Un compañero de mi hija una vez preguntó: ‘Pero si ustedes nos educaron en la libertad. Ahora, ¿qué quieren, que abandonemos todo?’. Y tenía razón.”
Todos los estudiantes aceptan que la seguridad es una materia a rendir: la orfandad de la generación en ese aspecto es reconocida por ellos mismos. Consultan a sus referentes, a los docentes, a sus padres. “Cuando las amenazaron, vinieron a preguntarme. Para ellos era imaginable que pasara, pero que le ocurriera a uno de ellos fue, de hecho, una situación nueva –explica Julio Bulacio, de la gremial docente de la UBA y profesor de historia en el Pellegrini–. Está bien que haya miedo, les dije. La cuestión es ver si nos paraliza o no.” Y unos días más tarde, las dos chicas amenazadas del Pellegrini encabezaban la conferencia de prensa sobre M. T. de Alvear, cortada.
No parece tarea fácil. “Mi mamá lloraba y mi papá me sugirió que había que seguir en la lucha, pero que antes lo que se hacía era guardarse por un tiempo. ¿En qué quedamos?”, dice un estudiante mientras sus compañeros asienten. La otra cara: “Los chicos se sintieron apoyados porque los padres los acompañamos en esto –señala la misma madre–. En la conferencia de prensa estaba lleno de padres y una de las Madres de la Plaza dijo: ‘Si antes hubiera habido este apoyo y esta reacción, quizás la historia hubiera sido distinta’. Por nuestra parte, más allá del terror que nos pueda agarrar, estuvimos acompañándolos. Allá donde hacían ellos, allá estuvimos”.

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Nahuel, Malena, Cynthia y Tiago, de los colegios Mariano Moreno y del Mariano Acosta.
 
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