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Viernes, 6 de octubre de 2006

DANZA › “LA TEMPESTAD”, DE SHAKESPEARE, SEGUN MAURICIO WAINROT

Cómo dejar mudo a William

La puesta que realiza el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín consigue trasladar al autor isabelino al baile dándole nuevas intensidades, gracias a un elenco de impecable labor.

 Por Alina Mazzaferro

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LA TEMPESTAD

Por el Ballet Contemporáneodel Teatro San Martín. Versión libre de la obra de William Shakespeare.

Música: Philip Glass.
Vestuario y escenografía: Carlos Gallardo.
Iluminación: Eli Sirlin.
Coreografía y dirección: M. Wainrot.
Funciones: Martes y miércoles 20.30, sábados y domingos a las 17.

“Adaptar una obra literaria o teatral a un vocabulario de movimiento es siempre una gran aventura. La riqueza de elementos que prodigan las obras de Shakespeare es tal que brinda a cada artista la posibilidad de trasladar sus textos a su propia poética y a otros lenguajes”, se lee en el programa de mano de La tempestad, pieza estrenada por el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín, de puño y letra de Mauricio Wainrot. No es la primera vez que el director de la compañía del TGSM se embarca en semejante tarea de transposición: narrar un texto de la literatura universal mediante el código de la danza, como lo hizo con Anne Frank y con su más reciente Medea.

En este caso el desafío fue aún mayor, tratándose nada menos que de William Shakespeare, un autor que hizo del lenguaje su morada: sus juegos de palabras, sus modos de caracterizar a los personajes por su oralidad, la poética de sus versos y la construcción de todo un mundo ausente a partir de la evocación mediante la palabra son sólo algunos ejemplos que revelan la importancia del texto shakespeareano, basado en crónicas de la época u obras aún más antiguas de las cuales el autor recogía la anécdota u argumento para crear un nuevo mundo, sumamente poético. Dejar mudo a Shakespeare fue el osado punto de partida de esta puesta que encontró, en la expresión de los cuerpos, un modo de narrar los acontecimientos con igual poesía. Este romance tardío del autor isabelino se convirtió, en la versión de Wainrot, en un relato épico, una epopeya en la que se entremezclan hombres y seres fantásticos, magia y realidad, de la mano de un héroe que debe atravesar numerosas visicitudes para lograr pasar del infortunio absoluto a recuperar su status social y su dignidad.

Si Shakespeare da comienzo a la acción en una isla desierta (es su única obra que cumple con las normas aristotélicas del teatro clásico de unidad de acción, tiempo y espacio), tras la expulsión de Próspero y el naufragio de su buque, para luego explicar la traición que su hermano Antonio ha cometido, Wainrot prefiere contar los hechos respetando la linealidad temporal. Así, la obra comienza mostrando a Próspero felizmente casado con Susana –una increíble Irupé Sarmiento cuyo developpé de côté supera los 180 grados–, con quien ha tenido una amorosa hija, Miranda (Silvina Cortés, también brillante en su interpretación). Con una poética y exquisita coreografía, toda la corte disfruta de la literatura y el arte que Próspero fomenta. Pero pronto la fortuna del Duque de Milán y su familia se ve amenazada con la llegada de Antonio –Ariel Caramés, quien se destaca por sus arriesgadas acrobacias–, que destierra a su hermano y a Miranda, usurpando el ducado. Es allí cuando Próspero apela a las artes y a la magia y aparecen ellos: los Ariel –personaje que en el texto original es uno y aquí Wainrot desdobla en cuatro figuras–, seres mitológicos y etéreos, bellos como el Dios Apolo, juguetones como Cupido, que ayudarán al héroe a hacer que el barco de Antonio naufrague y recuperar así lo que le pertenece. Tal vez las intervenciones de los cuatro Ariel –Wanda Ramírez, Jack Syzard, Pablo Torres y Exequiel Barreras– hayan sido las más exquisitas y también las más exigidas coreográficamente. El desempeño de estos cuatro bailarines fue impecable: Wanda Ramírez, con una flexibilidad propia de una acróbata más que de una bailarina, se destacó por su liviandad y su gracia, y entre los cuatro recordaron por momentos a los ángeles de la pintura religiosa renacentista.

Este no fue el único momento pictórico de la pieza; más bien, la obra entera se desarrolla como un cuadro en movimiento, con la firma incuestionable de Wainrot: no faltaron esos jetés con ambas piernas en attitude y torso redondeado que tanto le gustan al director y que rememoran a su Travesías, así como tampoco estuvieron ausentes las coreografías con trabajo de piso diseñadas especialmente para la fuerza varonil. Dos momentos se destacaron por su labor coreográfica e interpretativa: el dúo de los bufones de la obra, que caracterizaron Daniel Payero y Damián Cortés al ritmo de la palabra hablada, y la aparición de Calibán, el contrapunto de Ariel, pura terrenalidad, excelentemente interpretado por un Adrián Herrero que desarticuló todo su cuerpo para componer a este personaje mitad animal, mitad humano.

Detrás de la pintura en movimiento, unos ventiladores gigantes no cesaron de girar sus aspas, recordando los molinos de Don Quijote de la Mancha, mientras en ellos se proyectaban imágenes de video. Ese mismo motivo inspiró a Wainrot algunos fragmentos coreográficos: brazos que giraban como molinetes, piernas en l’air y medialunas generaron ese clima de ventisca que precede a la tormenta. Y en seguida llegó la tempestad, que sufrieron tanto Próspero y los suyos como, en otras tantas oportunidades, cada familia argentina. Y luego el final, y el retorno de la esperanza.

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La versión de Wainrot permite disfrutar la brillante performance de varios intérpretes.
 
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