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Domingo, 3 de julio de 2011

CULTURA › TALLERES DE TEATRO EN LA UNIDAD PENITENCIARIA 46 DE JOSE LEON SUAREZ

Gritos de libertad desde la oscuridad de los pabellones

Son mixtos y funcionan desde hace dos años, coordinados por Carolina Iannuzzi y Mercedes Ferrería. “La cárcel crea cuerpos retraídos, miradas bajas. El teatro les pide que hagan lo opuesto: abrir el cuerpo, levantar la mirada, mirar al compañero.”

 Por María Daniela Yaccar

De la propia iniciativa de los internos salen obras, que ensayan en el pabellón y luego llevan al taller.
Imagen: Pablo Piovano.

Silvina se casó hace unos días. Aunque lo hizo de vestido blanco (con flores rojas), la suya no fue una boda convencional. Mejor dicho, fue el menos convencional de los casamientos: ocurrió en el SUM de la unidad 46 de José León Suárez, partido de San Martín, dependiente del Servicio Penitenciario Bonaerense. “En la cárcel pasan cosas”, asegura la simpatiquísima Carmen, grandota, enfundada en camiseta y campera de Chacarita. Lo que pasa es un pequeño revuelo dentro del penal: los internos dejan sus celdas y se dirigen a la escuela que funciona dentro de la cárcel. Durante dos horas, se suman al brote repentino de libertad que les proponen Carolina Iannuzzi y Mercedes Ferrería, coordinadoras de los talleres semanales de teatro, quienes invitaron a Página/12 a compartir una tarde.

Lo primero que impacta en la puerta de la Escuela General Básica 721 es la alegría de estas mujeres que responden al grito de Iannuzzi y Ferrería desde la oscuridad de sus pabellones. Sorprende para el que viene de afuera y se horroriza de lo pésimo, como el olor nauseabundo que hay en la puerta del complejo (donde también funcionan las unidades 47 y 48), construido al lado de un basural. ¿De dónde sale tanta fuerza? Acá, donde están las miserias que Pablo Trapero mostró en Leonera –filmada en este escenario–, donde el menor problema es la falta de agua, es posible encontrar fuerza, materializada en una previa de charlas divertidas, en párpados y pestañas coquetos, perfectamente maquillados. Las mujeres llegan primero. Es raro encontrar un penal mixto. Más raro, un taller de teatro con esa cualidad.

Carmen, verdadero animal escénico –trabaja en un casino y se pide franco para asistir–, es la que lleva la batuta. Consciente de las necesidades de sus compañeras, le pide a esta cronista una primera charla relajada. “Tenemos que soltarnos”, explica. Pero si algo les sobra a estas mujeres es predisposición: agradecen fervientemente la visita. La distancia se esfuma rápido. Al final hasta regalarán abrazos. Pero antes de que comience el taller, Carmen es la única que se anima a hablar. “El daño psicológico que crea el encierro es muy grande”, desliza. “El taller nos da paz, nos desconecta.” En las dos horas el mate circula sin parar, el humo del cigarro invade el aire, Iannuzzi pide “silencio” quichicientas veces porque están los que explotan el tiempo para conversar. Pero lo más importante de todo es que ocurre teatro. Ocurre la libertad.

Después de un ejercicio físico que desata carcajadas por intentos fallidos, la propia vida se filtra inevitablemente en un divertido juego en el que los internos tienen que armar duplas, contarse anécdotas e imitarse. “Le digo que no venga porque se pone repesado, receloso”, le cuenta la recién casada a la profe, Carolina. Y lo que elige para exponer son detalles de la boda, a la cual dice haberle puesto “toda la onda”. No obstante, se cansó de “la parte de los anillos”. Lili cuenta que se escapaba de su casa para ir a fiestas y así terminó en un colegio de monjas, Sergio recuerda el día en que salió de la prisión para reconocer a su hija, Víctor se queja del dentista que le dijo que se quedara tranquilo y le generó tanto dolor. Jesús imita a Romi. “Me escapaba siempre, no me aguantaban más y me internaron. No aprendí y ahora estoy acá.”

El taller tiene aproximadamente veinte alumnos, pero siempre falta alguno. Este martes son trece. En los pabellones, los internos también dedican tiempo al teatro. Incluso, de su propia iniciativa salen obras, que ensayan en el pabellón y luego traen al taller. Con estas exposiciones va llegando a su fin la clase. En clave de humor, ellas montan la historia de una madre desesperada por obtener un beneficio para su hijo detenido, con un singular lenguaje corporal (son una suerte de playmobils); ellos intentan convencer a un hombre de que no delinca y de subrayarle que se puede buscar otro camino por medio del trabajo. Como se ve, el anclaje de estos trabajos es absolutamente real. “La nuestra surgió de que imitábamos a ‘La sin poto’, una compañera que no tiene culo”, se burlan ellas.

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El taller de las jóvenes Iannuzzi y Ferrería es completamente independiente. No reciben subsidios ni cobran un sueldo. La capellanía del penal les paga los viáticos. Comenzaron a trabajar juntas en La Cava, en un taller de teatro en un centro educativo. Habían llegado ahí por medio de un cura. “Nos contó que trabajaba con el equipo de capellanía del penal”, cuenta Iannuzzi, que ya tenía experiencia con internos de Ezeiza. Así llegaron a la 46, en abril de 2009. “La capellanía nos abrió las puertas desde el primer momento, sabiendo que no somos religiosas. Nos allanó bastante el terreno, porque era imposible que dos pibas cayeran de la nada a hacer teatro”, explica Ferrería.

En un principio, el taller era sólo para mujeres. “Nos dijeron que no era posible hacerlo mixto”, recuerda Iannuzzi. De la cancha al aire libre a la leonera, de allí al SUM si no había visitas, y de ahí a la oficina donde normalmente se hace la junta de admisión, el taller fue pasando por diversos lugares hasta que se construyó la escuela. “Las mujeres no se terminaban de prender. Tienden a deprimirse más que los varones. Es lógico, es un lugar de mierda. Por ahí venían dos y una no quería actuar y terminábamos tomando mate”, explica Iannuzzi. Este año, en abril, el taller se hizo mixto. “Este es nuestro mejor año”, celebra Ferrería. “El taller adquirió continuidad y ellos vienen a hacer teatro, se apropiaron. Que sea mixto tiene todo que ver.”

“La filosofía que tenemos es exigirles. No es ‘ay, pobrecito el presito, vengo acá para que se divierta y se despeje’. Es un espacio de construcción, por más de que nos recaguemos de la risa”, aclara Iannuzzi. Desde hace dos años, estas dos actrices caen al penal así llueva, nieve o truene. “Hay un laburo territorial. En años anteriores, ellos tenían desconfianza porque iban personas a ofrecer talleres y quedaban truncos. El penal es lejos y no es un sistema que te la hace fácil. Pero por más de que salieran dos, ellas pudieron ver que nosotras íbamos y ganaron confianza.”

La lógica del taller es horizontal: nada de caer con un texto y pedirles que se lo aprendan de memoria, como sí pasa en Europa, según ellas pudieron ver en un simposio de teatro y cárceles al que asistieron recientemente, en Chile. La idea de Iannuzzi y Ferrería es simplemente escuchar lo que los presos proponen, con técnicas prestadas del teatro del oprimido. Y el sello de los encuentros es el humor. “Inducimos a eso, porque es sanador y transformador. Somos actrices, no tenemos un equipo de psicólogos. El teatro te expone mucho. Si vas a revolver es jodido. Son vidas muy duras, la cárcel está llena de pobres. Y el encierro enloquece mal. Se abren un montón y uno tiene que ser responsable con eso”, explica Iannuzzi. Los talleres quedaron limitados a los presos de los pabellones de Conducta, porque se dificultaban con la presencia de los de Población, que son “de otro palo”. Ante los “mangueos”, ellas siempre aclaraban que no iban a la cárcel a hacer caridad. Que sólo tenían teatro para ofrecer.

“La cárcel crea cuerpos retraídos, miradas bajas. El teatro les pide que hagan lo opuesto: abrir el cuerpo, levantar la mirada, mirar al compañero. Son propuestas revolucionarias en esos cuerpos. En la cárcel, cuanto más desapercibido pasás, mejor, y el teatro te pide que te muestres”, se explaya Ferrería. “Ellos no están tan aniquilados porque no están hace tanto”, dice Iannuzzi sobre sus alumnos. “No tienen tantos años de cárcel pero sí de condiciones infrahumanas de vida. No tienen esa cosa que te aniquila, te apaga y te destruye. El encierro es un sistema enorme que mutila hasta el lenguaje.” En el marco de lo que definen como una “acción política”, entre las propuestas de las chicas están, además del taller, las muestras de fin de año (otros detenidos pueden ver los trabajos de los alumnos) y el festipenal, una actividad mensual que acerca propuestas culturales a los internos.

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A Tanya le queda un mes en la cárcel, después de dos años y cinco meses de encierro. Conversa con Página/12 una vez terminada la clase. “El último tiempo es desesperante, todos los días miro el almanaque. Hace poquito tuve una crisis muy fea y estuve a punto de ponerme la corbata. Y en un momento de tristeza me dijeron ‘teatro’ y me dieron ganas de arreglarme y salir. Es como irte a Mar del Plata quince días.” Tanya ya tiene planes para cuando salga: “Quiero seguir viniendo al taller. Y tengo una casa en Moreno, donde quiero instalar un centro cultural o una radio”.

Sergio, de 39 años, está contento porque al día siguiente tiene visita de encuentro. Es decir, viene su mujer. Bueno, una de ellas. “Tengo dos y vivo con las dos”, dice, muy suelto. Es papá de once hijos. “Llegó un momento en que se supo la verdad y les dije que no quería dejarlas. Son muy lindas.” En el encierro encuentra el escape en el teatro y en la información. Habla un rato de política y después pide datos de afuera. En eso coincide con sus compañeros. Todos quieren saber qué pasa al otro lado del muro.

De repente aparece Carmen y arrebata el grabador. Inventa una historia, aunque la clase terminó hace más de media hora. Ahora ella es la conductora de un programa de radio y se dedica a entrevistar a sus compañeros, que son niños de un jardín de infantes. Carmen divaga y divaga, crea muletillas casi sin pensarlas, dice barbaridades, incluye en el chiste al oficial que mira de reojo, reclama aplausos. “Hay que ponerle a esta compañía de teatro un nombre bien piola”, la interrumpe Carolina en un momento. “Luces libres.” Carmen de repente se pone seria. Y justifica el nombre. “Estamos en un lugar donde no hay luz. En la tumba, donde estamos muertos. Pero estamos vivos y representamos eso. Al artista se le pone una luz para que se vea lo que está haciendo, pero el artista de por sí irradia luz. ‘Luces libres’ es porque queremos ser libres y estamos brillando.”

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