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Miércoles, 7 de diciembre de 2005

JON LEE ANDERSON, UN ESPECIALISTA DEL PERFIL PERIODISTICO

El arte de dibujar un perfil

Cronista estrella del New Yorker y autor de La caída de Bagdad, Anderson ha ido de Chávez y Castro a Pinochet y Saddam Hussein. Hoy ofrecerá la charla “Escribir las guerras”, en Fundación Proa.

 Por Julián Gorodischer

Su especialidad es el perfil extenso, concebido en profundidad, de los que se construyen como piezas artesanales después de encuentros reiterados, convivencia con el retratado, múltiples voces desplegadas a favor y en contra, viajes o investigación que tal vez sólo estén allí para aportar, apenas, un toque de color. La suya, ¿es una última cruzada? Jon Lee Anderson, cronista estrella del The New Yorker, autor del recientemente publicado La caída de Bagdad (donde da cuenta de su cobertura de la guerra), habla de una excelencia en las antípodas de la entrevista promocional de cuarenta minutos, “acrítica, abiográfica” –según define a ese engendro instituido como norma–, interesada en servir a la promoción del estreno y la venta. Eligió el camino más arduo este estadounidense acostumbrado a salir de casa ante cada nueva guerra (Afganistán, Irak), en cada nueva búsqueda de la esencia de presidentes o dictadores latinoamericanos.
Ahora se lo ve en la cabecera del Taller de Perfiles (de la Fundación Nuevo Periodismo, que dirige Gabriel García Márquez, y la Fundación Proa), convocado a Buenos Aires para enseñar técnicas y promover el intercambio entre colegas. Lo primero que se escucha, cuando el cronista se cuela en la sala de los talleristas, es una indicación metodológica: nadie debería, entre los cursantes, caer en la tentación del exotismo al elegir un personaje. Si lo que domina es la semblanza del travesti que habla sueco –dice–, si lo que tienta es ocuparse de la historia que brilla, que seduce por rara, extraña, atípica, Anderson pide cambiar urgentemente el foco. ¿Adónde hay que mirar? El cronista se fijó en el poder en sus retratos de Chávez, Castro, Pinochet y Saddam Hussein, publicados en esa panacea de la escritura preciosista que es el The New Yorker, representación del canon periodístico–literario que muchos, en Estados Unidos, consideran la síntesis de una consagración. También en Che Guevara, una vida revolucionaria, Anderson fue más allá de la estampita, el poster, la chemanía manifiesta en películas o series de TV.
“Mi ojo –explica– se dirige a personas que resuenan en un ámbito social o político, y en mis crónicas busco lo mismo. Un perfil se puede extender a través del tiempo, implica crónicas interiores y relatos paralelos que ayudan a dar dimensión al retrato. Una persona expresa, a veces, el perfil de su país; puede resultar la toma de pulso de un proceso político o social en un contexto concreto.” Como si operara por reacción, sus retratos extensos son la contracara de la entrevista–performance (de choque) encarnada en Oriana Fallaci. Las biografías breves o extensas de Anderson no se conciben sino a través de una convivencia que revela más que lo dicho, en esa zona en la que se pierde ligeramente el control, en donde el lapsus, el fallido, la declaración involuntaria, la idea fija (como la de su perfilado Pinochet, obsesionado por ser perseguido por violación a los derechos humanos) consiguen el efecto buscado. Fue la necesidad de tomar contacto directo la que lo trasladó a Irak como corresponsal para The New Yorker y autor de La caída de Bagdad.
–Si una persona tiene resonancia –dice Jon Lee Anderson– y afecta a otros, hay que encontrar esa resonancia. Si sufrió una mitologización, hay que explorarla. El exotismo es un vicio frecuente: es muy común porque llama la atención, es fácil, no tiene representatividad de la sociedad en general. Por contrapartida, muchas veces el género del perfil se limita a la entrevista con celebridades, acríticas, abiográficas..., o a pequeñas semblanzas de personajes pintorescos. Me interesa desglosar el poder, conocer a quienes lo ostentan...
–Incluso en su entrevista con Gabriel García Márquez eligió focalizar en ese plano...
–El poder es un hilo conductor en él y en su literatura: para entenderlo mejor hice viajes que me sirvieron de crónicas, seguí sus caminos, hice entrevistas a gente que le era afín y a otra que no...
–¿Cómo reacciona ante su propio deslumbramiento?
–Es mejor no dejar que él pague la cena; es mejor no quedar endeudado durante el trabajo profesional. Hasta cierto punto, uno tiene que vivir la fascinación: me suspendo para que no sientan que los estoy fiscalizando. Yo quiero entenderlos, aunque sea la persona más controvertida del mundo. Uno tiene que ser intuitivo, nunca decir una mentira, no falsificar, no representarse mal a sí mismo. Si piensan que he sido duro con ellos, es una proyección de ellos, no mía. No soy una sirena que los lleva a su cueva.
–¿Cómo se conduce una entrevista con un dictador, como la que le tocó con Pinochet para The New Yorker?
–Yo era conocido por ser el biógrafo del Che, y la decisión de hacer un perfil de Pinochet resultó inconcebible para mis amigos de izquierda. Pero tener una opción política no implica no poder acercarse a determinadas personas. Yo puedo suspender mi asco si es que lo siento... Si hubiera querido hacer una entrevista-emboscada, hubiera tirado mis cartuchos y jamás lo hubiera vuelto a ver. En el transcurso de esas cinco veces logré hablarle de derechos humanos, conseguí mostrarlo como un obseso de ser pillado por eso. Y esa fijación está plasmada en el perfil.
–¿La guerra de Irak inauguró la cobertura sin salir del hotel?
–Eso pasa con Robert Fisk (corresponsal del diario inglés The Independent), que asume que no puede salir del hotel. Hace reportajes sobre los otros periodistas, ¿para qué va a Bagdad a hacerlo? Yo no me quedo en el hotel, es muy peligroso pero cruzo los dedos y salgo. He visto a esa sociedad cambiar dramáticamente en menos de tres años, y sé que a muchos les es difícil salir del santuario en el que están. Cuando el peligro está, se impone sobrevivir.
–¿El nuevo cronista se mueve cada vez menos?
–Es un riesgo porque creen que lo conocen todo: lo viven de modo virtual pero no lo han sentido, ni palpado. Nosotros sí estamos en el campo, y ellos critican o comentan en sus departamentos de Nueva York o Tokio. Lo que saben es lo que nosotros les hemos proporcionado; la información que les llega ha pasado por un filtro. La mayoría de los que estamos ahí queremos que el mundo mejore a través de nuestros reportajes. Yo podría detectar al que lo hizo virtualmente; no se me ha planteado, pero creo que se delataría.
–¿Sus retratos de latinoamericanos e iraquíes quedan enlazados por el fuerte antinorteamericanismo?
–Yo diría que sí los une ese rasgo con Medio Oriente: pero unos están en pie de guerra y los otros no. La teoría de la conspiración es un testimonio de ignorancia, y dice más de los creyentes que del malo de la película. Bush puede ser un torpe estúpido, pero no quiere decir que Osama bin Laden sea un Robin Hood.

Jon Lee Anderson ofrecerá hoy a las 18 una charla sobre el tema “Escribir las guerras”, en la Fundación Proa, Pedro de Mendoza 1929.

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