Miércoles, 20 de mayo de 2009 | Hoy
VINCERE, DE MARCO BELLOCCHIO, Y LOS ABRAZOS ROTOS, DE ALMODóVAR
El amour fou fue el tema central de la competencia oficial en los films de dos veteranos del Festival que nunca ganaron.
Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
L’amour fou, el amor loco, la pasión amorosa que impide ver otra realidad que no sea la de su oscuro objeto del deseo fue el tema dominante que propuso ayer la competencia oficial, con dos películas de sendos veteranos de Cannes, premiados aquí en más de una ocasión, pero a quienes aún les falta colocar en sus vitrinas la codiciada Palma de Oro. El italiano Marco Bellocchio trajo Vincere, su mejor film en muchos años –y L’ora di religione e Il regista di matrimoni, presentadas en Cannes 2002 y 2006 eran estupendas–, mientras que Pedro Almodóvar propuso Los abrazos rotos, que lo reúne nuevamente con su musa de los últimos años, Penélope Cruz.
Es una injusticia que el cine de Bellocchio esté casi olvidado en Buenos Aires, donde su última película estrenada en salas comerciales fue La nodriza, casi una década atrás. Contemporáneo de Bernardo Bertolucci, a partir de mediados de los años ‘60 ambos fueron líderes de una revolución en el cine italiano moderno que luego de los Fellini, Antonioni y Visconti llegó para aportar una visión aún más compleja y dinámica de la realidad, influidos por la nouvelle vague en general y por Jean-Luc Godard en particular. Prolíficos ambos, sus respectivas carreras fueron dando múltiples giros a lo largo de estas décadas, pero ahora se viene a confirmar que quizá Bellocchio fue de los dos el más consecuente con sus ideas, el más riguroso y actualmente quien está todavía en magnífica forma, a diferencia de Bertolucci, que ha ralentado mucho su producción al mismo tiempo que parece haber perdido su rumbo artístico.
Vincere exhuma una historia que debió ser famosa, pero que hasta hace muy poco tiempo era casi desconocida en Italia: la de Ida Dalser, amante de Benito Mussolini, madre del primogénito del futuro Duce, que cuando logró ascender al poder la apartó brutalmente de su vida, lo mismo que a su hijo. Ida conoció a Mussolini hacia 1914, cuando éste era aún un ardiente militante del socialismo, antimonárquico y anticlerical. Ella quedó inmediatamente flechada no sólo por su personalidad, sino también por sus ideas y le entregó inmediatamente todo: no sólo su cuerpo, sino además sus ahorros –tenía en Milán una próspera casa de modas, que vendió de apuro– para que Mussolini pudiera fundar Il Popolo d’Italia, el periódico con el que pavimentaría su ascenso al poder. Pero una vez en la cima, Mussolini no sólo la abandonó, sino que hizo todo lo posible por borrar su existencia y la del hijo que tuvieron en común, al punto que ambos murieron en respectivos manicomios, durante el régimen fascista.
A la manera de un cine italiano que se creía perdido, Bellocchio articula magistralmente un discurso en el que se van enhebrando distintos niveles de análisis: psicológico, político, social. La locura latente que se anida en la normalidad ha sido siempre una constante en el cine de Bellocchio y aquí alcanza una suerte de éxtasis, porque hace de Ida (estupenda Giovanna Mezzogiorno) una heroína trágica a la manera de las divas italianas del cine mudo. De hecho, Vincere dialoga de manera permanente con el cine de la época, porque cuando Ida es apartada de la vida de Mussolini –a quien continúa amando ciegamente, mientras no deja de reclamar por sus derechos– lo sigue viendo a través de su imagen en los noticieros oficiales.
Hay más de una escena de bravura en Vincere y siempre transcurren en una sala oscura, con las imágenes parpadeantes iluminando como rayos la platea, donde se dirime una historia que es a la vez personal y colectiva, como esa iglesia convertida en enfermería en la que bajo la protección de la cruz los heridos de guerra –entre ellos Mussolini– ven proyectadas en la cúpula imágenes de un film mudo sobre la Pasión de Cristo, mientras en el suelo Ida pelea por su hombre con Rachele, la esposa oficialmente reconocida. Hay en Vincere una dimensión grandiosa, absolutamente operística, Verdiana (resuenan los ecos de Aida) que pueden acercar al film de Bellocchio a la Palma de Oro, o al menos al premio a la actriz, para el magnífico trabajo de la Mezzogiorno.
En este sentido, Penélope Cruz no parece estar en condiciones de disputarle a la actriz italiana ese lugar, no precisamente por falta de talento, sino porque en Los abrazos rotos Almodóvar –sin dejar de destacar su belleza (o precisamente por ella)– la ha convertido en un personaje estático, pasivo: en el objeto de la pasión de un director de cine que hasta llega a quedar ciego por ella. “La mera presencia de esa mujer me turbaba”, reconoce Mateo Blanco (José Luis Gómez), que cuando pierde la vista se dedica, con la ayuda de su hijo, a escribir guiones bajo el seudónimo de Harry Caine. Y la película de Almodóvar va y vuelve una y otra vez en el tiempo, para explicar (quizá demasiado) cómo ese hombre conoció a esa mujer y cómo el rodaje de una película –titulada muy almodovarianamente Chicas y maletas– se convirtió en su sacrificio y luego en su salvación.
“Siento que es la primera vez que he hecho una declaración explícita de amor al cine”, declaró Almodóvar en la conferencia de prensa que siguió a la proyección de Los abrazos rotos. “No en una secuencia específica, sino en toda la película: un homenaje al cine, a sus materiales, a la gente –actores, escritores, técnicos– que es capaz de dar todo lo que tienen para transmitir historias y emociones. El cine no es solamente una profesión, sino por sobre todo una pasión irracional.” En fin, para Almodóvar parece que el cine es, también, otro amour fou.
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