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Domingo, 14 de octubre de 2007

UN RECORRIDO POR LOS BARRIOS A TRAVES DE LAS VERSIONES FICCIONALES EDITADAS EN 2007

Mapa de fantasía para narrar a Buenos Aires

Los escritores Marcelo Birmajer, Iosi Havilio, Mariano Siskind y Nicolás Mavrakis, entre otros, recorren los espacios que inspiraron sus cuentos y novelas, en los que reformulan ciertos clichés urbanos y los imaginan a su modo.

 Por Julián Gorodischer

La visita a la ciudad literaria, que se desprende de la ficción reciente, empieza en Palermo, narrado con una furia digna del colombiano Fernando Vallejo (La virgen de los sicarios), en la antología recién publicada Buenos Aires. Escala 1:1 (Entropía), allí donde se escribe que “como Cambridge, como Padova, como la Sorbonne, el barrio de Palermo cuenta, también, con su propia universidad. La Universidad de Palermo, privativo palacio de la memoria. Aunque su proyecto académico más verosímil a la fecha sea la loable tarea de auspiciar, con representativa gentileza, a Los Simpson. Por Fox”. El mérito del paseo de Nicolás y Adrián en el relato Palermorama en seis vuelos rasantes, de Nicolás Mavrakis, es incorporar la palermidad a la forma, empapar la mirada de los que andan de una liviandad menos ligada a lo etéreo que a lo intrascendente. El “territorio” ingresó con fuerza a la ficción de este año, tomando partido por el Contarás tu aldea en El Once (Alfaguara) de Marcelo Birmajer y en Filcar, ese híbrido agudísimo entre el ensayo y la crónica que Alan Pauls les dedicó a ciertos emblemas del ex Palermo rojo en el libro Diagonal Sur (Edhasa).

Mavrakis vuelve a recorrer Palermo, barrio que no se ganó todavía las preferencias de la crónica, siempre más proclive a la frontera y la villa donde, se supone, pasan cosas; el cuentista refuerza el carácter de vuelta a lo íntimo, lo cercano, lo de todos los días que hay en muchos de los relatos sobre barrios. “Hice escaso trabajo de campo porque vivo ahí desde que tengo memoria –dice el autor–. Eso es hace 25 años. Vi detalles que antes pasaba por alto: por ejemplo, la pobreza estética de toda la avenida Santa Fe, hasta por lo menos Callao. Todo quedó en aquel estadio que describe escandalizado Ezequiel Martínez Estrada en La cabeza de Goliat: las plantas bajas de las casas se convirtieron en comercios... Por eso Palermo Hollywood resulta más lujoso para los incautos: porque es una triste zona de casas bajas.” Feroz crítica al palermista, Palermorama... le reserva un rol ingrato a su protagonista, que escapa de la mersa, eleva el “ir de sho-pping” a valor absoluto, atribuye “lo deplorable” a Caballito y cuyos hitos de movilización se restringen a las damas de la avenida Santa Fe frente a la casa de Chacho Alvarez sobre la calle Paraguay, el día del renunciamiento. “El Palermo operativo de Coronel Díaz y Santa Fe –sigue Mavrakis– tiene más prestigio en el discurso de quienes lo visitan los fines de semana que en quienes lo hacen y lo viven todos los días. Al menos alberga a Borges y Charly García, dos de los artistas más grandes del siglo XX.”

Mariano Siskind, periodista y novelista que acaba de publicar Historia del Abasto, construyó un barrio que funciona como centro y no como fondo, pero inspirado más en fantasías literarias preferidas como lector que en vivencias o memoria personal. “El Abasto de mi Historia del Abasto (Beatriz Viterbo) –dice– es una construcción retórica. El barrio no existe. Prefiero pensar en una zona más acá y más allá de trazados municipales, un Abasto desmarcado de localismos prefabricados. En las ficciones que más me interesan, el barrio es apenas una función de la imaginación espacial, un dispositivo técnico para situar una narrativa en el sentido más fuerte y material en que se pueda pensar el concepto de situación. Me interesa el barrio como experiencia singular y apropiación de un espacio imaginario, no como reconstrucción minuciosa y efecto de realidad. Me aburre, y me molesta esa variante del regionalismo conservador que suele llamarse literatura barrial.”

–¿Qué deudas tiene, entonces, el barrio de su novela con la literatura?

M. S.: –El Abasto de mi Historia del Abasto es un collage de algunos de mis espacios ficcionales preferidos: las veintiún cuadras de la calle San Martín en la Santa Fe de Juan José Saer, el Newark de Philip Roth, la isla Kowloon del Hong Kong de Wong Kar Wai, la New Yorkistan de Saul Steinberg, Ipiranga y Avenida Sao Joao en uno de los San Pablos de Caetano Veloso, la calle Honduras del Carriego de Borges y el Bajo Belgrano del primer Martín Kohan.

Los barrios de ficción suelen ser una construcción mítica, infernal o endulzada, que se desmarca de la crónica en su capacidad de mejorar o rebajarse, como sucede con El Once, de Birmajer, en el cual el escritor de Historias de hombres casados se dio permisos para la invención, que –como en otros barrios– reafirma su perfil hiperrealista cuando se enmarca en coordenadas ubicables y datos chequeados. El in situ colabora para forjar un traslado al lugar de los hechos, y es fetiche editorial para la crónica o el cuento. Impone ciertas condiciones: identificar al vecino, respetar el escenario, hacerle jugar un rol dramático más allá del mero color que aporta a otras tramas menos territoriales. “Siempre tiene que quedar claro qué es inventado y qué no –explicó Birmajer a Página/12–. Hice mucho trabajo de archivo y conté con un investigador periodístico. Quería evitar hacer periodismo de investigación, denunciar chanchullos o hablar de la corrupción, o contar los problemas. Tenía derecho a contar lo que se me diera la gana, y en la nota previa aclaro: acá no está todo, está lo que yo quiero. De hecho, describo la convivencia entre las distintas comunidades del barrio como mucho más armónica de lo que realmente es. No hablé de la esclavitud de bolivianos y peruanos, o del odio que se pueden profesar entre las distintas colectividades. Excluí los comentarios antisemitas y anticoreanos que estaban en las entrevistas. Otros se encargarán de contarlo.” La ficción sobre barrios se encarga, como punto de partida imprescindible, de demoler el cliché que la precedía. ¿El Once de la ortodoxia judía religiosa? ¿El de las lentejuelas, la ropa barata, el cotillón? Incluso la invención debería iluminar cambios urbanos para interesar. “Las discotecas peruanas no son mi sitio favorito: abundan los borrachos y las trifulcas, y más de una vez, a la salida, vi a un hombre pegarle a una mujer. Pero los restaurantes me atraen; desde los nombres hasta los olores –escribió–. El ají de gallina me gusta por lo picante y el anticucho, por lo exótico... Me sugieren, de entrada, ocopa arequipeña (una suerte de papa a la crema, pero con el toque del guacatai, una hierba verde, arisca, fuerte y sabrosa) y la causa limeña (también con papa, pero con capas de papa, como podrían ser las capas de una tarta, con un relleno de atún).” El Once peruano, queda claro, no es el más versionado hasta la fecha, pero sí el que ocupa buena parte del interés de Birmajer.

Si gran parte de la crónica argentina contemporánea se afirma con comodidad en la gesta y la excursión a las afueras, la literatura sobre barrios amplifica un regreso a lo íntimo, a veces sin salir de casa, tomando al territorio como evocación o excusa para una asociación libre que lo pone al servicio de la vivencia del día, la historia amorosa o el chisme de consorcio. “Territorio real y territorio imaginado –observa Violeta Gorodischer, autora de Todo es relativo, sobre el barrio de Caballito, también en la antología Buenos Aires. Escala 1:1–, pero yo creo que no hay mucha diferencia. La mediación está presente todo el tiempo, en la percepción misma. Y tarde o temprano, se traslada a la escritura.” Cuando el escritor Iosi Havilio (que también escribió la notable novela Opendoor, que borronea los límites entre La Boca y el campo, a través de un punto de fuga imaginario) se refiere al barrio, focaliza en la figura de un portero, en el chisme entre vecinos y el interior oscuro de un sótano desde el cual se recrea una cosmogonía de unas pocas manzanas. Nunca tan desatada, la subjetividad del vecino que es cada autor pone en crisis los paradigmas asentados y las versiones turísticas.

“La Boca se convirtió para mí en algo siniestro –dice el autor de Quinquela–. Un lugar casi maldito, de mal augurio, un nombre que no podía nombrar. Adulto, con menos miedos, redescubriendo el barrio, conocí sus personajes, sus historias, su decadencia, sus atardeceres tan bellos y anacrónicos, su melancolía, su siesta, sus puentes, su folklore, sus aguantaderos. Siempre tan poco parecido al resto de la ciudad, siempre resistente. Ahora, cada vez que vuelvo, aunque haya perdido el hábito, muy rápido me zambullo y me dejo llevar por su desmesura.” Mientras la crónica suburbana de Carla Castelo (en el recién editado Vidas perfectas, de Sudamericana) revaloriza el testimonio directo de los vecinos, acota lo dicho a fuentes identificables y representativas para llegar a conclusiones generales como que “el mundo country casi encandila de tanta perfección”, el cuento –según opina Sonia Budassi, autora de Capacidad de adaptación, sobre Villa Crespo– serviría para oponerse a “una mitología barrial que empieza a actuar, en un punto, como sentido común anquilosado; una mediación cultural y simbólica que a veces deriva en folkore superficial, postales turísticas for export y, desde luego, estereotipos y prejuicios”. “Me resulta más atractivo –añade– el barrio como una geografía simbólica en la que producir un quiebre, una problematización o actualización del sentido común, una intervención sobre los implícitos, el prejuicio y el estereotipo.” Para un listado de imperdibles de textos recientes con/sobre barrios, Budassi menciona, entre otros autores, “el Montserrat de Daniel Link (donde el diario de salidas cotidianas para una compra de supermercado o un saludo de ascensor deriva en la bitácora de una aventura fantástica) y el Boedo de Fabián Casas.”

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La Boca de Havilio se narra desde interiores oscuros.
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