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Domingo, 14 de octubre de 2007

TEXTUAL

Si yo voy a Kim y Novak no es por el lugar, que es como un decorado de los Supersónicos en liquidación, ni por los tragos, carísimos, ni por la comida, que los así llamados mozos del lugar, un harén de chicos y chicas encantadoramente incompetentes, describen dando rodeos larguísimos, yéndose por las ramas, hasta que de golpe, como si volvieran en sí, señalan un punto del menú y repiten: “pinchos de pollo”, ni siquiera por la música, siempre inaudible por el griterío y los ruidos de botellas rotas. Voy porque es el único bar de la ciudad que no ofrece abrigo, ni protección, ni privacidad, ni siquiera la tasa mínima de previsión capaz de contrarrestar la lógica aleatoria de la calle: voy porque interioriza la energía del afuera. Una versión privada del caos, la catástrofe entre cuatro paredes. Antes de que el bar abriera, la esquina de Godoy Cruz y Güemes era una de las paradas de travestis más calientes de la Zona Roja. Más tarde, cuando las chicas ya habían sido deportadas al Rosedal, Jojo y Bosco abrieron Kim y Novak y encerraron a un travesti que había quedado medio boyando por el barrio en una vitrinita donde ahora algunas noches fuma sentado en una silla, aburrido, con la suela de sus enormes plataformas contra el vidrio. Acá, adentro es como afuera: todo se roza con todo, nadie calcula, las variables se multiplican, la excepción es la ley. El reino del accidente.

Fragmento de Filcar de Alan Pauls.

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