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Lunes, 7 de enero de 2008

LAURA BEILIN

La mirada puesta en lo cotidiano

La escritora hace foco en Diciembre-diciembre, su primera novela, sobre el escepticismo en torno del amor, la familia y los imperativos actuales de felicidad y realización personal.

 Por Silvina Friera

Una joven que está a punto de cumplir treinta años comienza a escribir su diario íntimo en diciembre, a pesar de que el fin de año, las fiestas y los balances mezclados con cerveza y calor no sean la mejor combinación para arrancar. Recientemente separada –perdió un embarazo que fue lo que la había llevado a casarse–, harta de la rutina que impera en su vida –que incluye el trabajo en una empresa de medicina prepaga, la relación con su familia, sobre todo con su madre, y con su amante– decide cambiar. En la escritura va encontrando una brújula que la orienta en medio del desconcierto y la desesperación soterrada; escribe para examinarse y al mismo tiempo reflexionar, para darse cuenta de lo que hace “bien” y de lo que hace “mal”. Sabe que es inconstante, insegura, autoexigente, poco sociable y ciclotímica. Y lo anota. “Me estoy volviendo demasiado escéptica con esto del amor. Y no me gusta. O demasiado lúcida, que no es bueno tampoco. Los demasiados no son bueno. Más pienso, más me enrosco. Y mis pensamientos son últimamente muy extremistas y pendulares. O me estoy viniendo grande o me volví pendularmente extremista. Puede que sea eso. El tiempo nos cambia los puntos de vista, y a mí me los zarandea de una punta a la otra. No tengo más términos medios. No más”, apunta la protagonista. En Diciembre-diciembre (deauno.com), primera novela de Laura Beilin, la escritora aprovecha la maleabilidad del diario íntimo para sondear el pulso de una época en la que el escepticismo inocula su desconfianza en torno al amor, la familia, los imperativos de la felicidad y la realización personal, la educación y los mandatos.

Para despejar posibles equívocos, Diciembre-diciembre no es el diario de Laura Beilin. La escritora se sirve del diario, como género, para provocar en el lector la ilusión de vida, de realidad. “La autora sabe muy bien de qué está escribiendo, y el lector lo advierte de inmediato”, señala Luis Chitarroni en la contratapa de la novela. “Con una especie de sobriedad y elegancia sonámbulas, la trama y la sustancia quedan en nuestra memoria como una realidad que ha averiguado ya el sutil y firme andamiaje de la ficción.” En el prólogo, Alejandro Rozitchner plantea que desde que leyó el libro “entiendo más la situación de modestia anímica que padecen tantos personajes femeninos encallados en la vida, y capto mejor su forma de perderse en lo inmediato, y el uso de recursos espirituales y terapéuticos que parecen más expresar desesperación que tratar de disminuirla”.

“Cuando me casé, escribía muchos diarios en cuadernos y los llevaba conmigo a todas partes”, cuenta Beilin en la entrevista con Página/12, consultada por la génesis de su primera novela. “Un verano, cuando ya tenía a mis cuatro chicos, me agarraron ataques de pánico y estaba muy agobiada. Un día me encontré con Fernando Peña en Punta del Este. El había sido compañero mío en el colegio San Andrés, pero no lo veía hacía un montón. Ya estaba trabajando en la radio, pero no era muy conocido. Me contó cómo lo había descubierto Lalo Mir, y sentí que el contraste era brutal. Los dos habíamos terminado en el mismo colegio, se suponía que casi tendríamos el mismo destino que tienen dos alumnos prodigios, y yo me la había creído. Todo bien con mi familia, pero sentía que estaba enfermándome, que tenía que hacer algo con mi vida. Ese verano escribí mucho, empecé un taller con Federico Jeanmaire y la novela arrancó sola. El personaje fue muy creíble para mí, a pesar de que yo no tenía 30 años ni estaba separada.” La escritora agrega, a propósito de la anécdota de su encuentro con Peña, que uno de los personajes, “Pepe”, el amigo gay de la protagonista –que tendrá un papel clave en el final de la novela– está inspirado en el creador de Milagros López. Y que también hay algo de la madre de Beilin en la madre asfixiante, por momentos insoportable, de esa mujer en crisis.

“Soy una lectora muy ecléctica, si no me gusta un libro, no lo leo. No siento culpa, no soy una lectora de libros ‘que se deben leer’”, subraya la escritora. “No siento que tenga que rendirle cuentas a nadie de lo que leo. No me da vergüenza andar con un libro que se lee mucho en la mano, como les pasa a otros escritores. Cuando se publicó Historias de diván, de Alejandro Rolón, me lo compré y lo leí porque me interesa saber por qué la gente lee algunos libros.”

–¿Qué buscaba en el formato diario?

–Me resultaba sencillo y creíble. El diario me sirvió para soltarme y animarme a escribir. Muchos han escrito muy buenas novelas sobre los tormentos de la existencia, pero no es lo mío. A mí me fascina la mirada sobre lo cotidiano, que es lo que quise trabajar en esta novela. Cuando empecé a escribirla, se la mostré a mi hermano Martín, que vive en España, y me dijo que me iba a encantar cómo escribía una amiga de él, Coloma Fernández Armero, que publicó una novela que se llama Querido yo. Ella trabajaba en publicidad, y escribió un diario muy autobiográfico. Había colgado todo en España, se fue a vivir a Estados Unidos y después volvió a Madrid. Cuenta su vida de una manera tan atractiva que hoy ese libro podría ser parecido a un blog.

–¿Por qué la protagonista es tan escéptica respecto del amor y la familia?

–Le pega muy mal la imagen que tiene de la hermana, o de las familias supuestamente consolidadas que la rodean. No cree en nadie, y aunque hace mucho esfuerzo para creer, los personajes le demuestran que ella tiene razón. A mí me costó también aceptar todo esto para escribirlo porque el escepticismo del personaje no era compatible con mi vida, pero ya estaba en el proceso de entender que muchas veces los hijos vienen a decorar un cuadro. Hace poco vi la película Las vírgenes suicidas y me di cuenta de que esa es mi generación. Me impresionó el momento en que la madre dice: “A estas chicas nunca les faltó amor”. Es terrible que una madre diga eso...

Beilin se queda pensando en esas “vírgenes suicidas” que tanto la conmovieron. “A pesar de que cuestiono mucho el tipo de enseñanza que recibí en el San Andrés, creo que colegios como ése nos ‘salvaron’ a muchos porque era tanto lo que teníamos que hacer, tanta la exigencia, los horarios, que te acomodaban la vida”, explica la escritora. “Mi vieja llamaba por teléfono y le mandaban la ropa del colegio con los nombres puestos. Cuando se lo digo, me dice que estoy loca: ‘Si yo me pasaba bordando los nombres de ustedes’” (risas).

–¿Qué dijo su mamá cuando leyó el libro? ¿Se dio por aludida?

–Tengo una relación complicada con ella que va mucho va más allá de la novela. De a ratos se da por aludida, y depende cómo esté de ánimo, me hace algún reclamo; a veces está orgullosa. Pero no hubo ningún drama familiar. Una vez charlando con Jaime Bayly le pregunté cómo hacía para poder contar tantos disparates de su familia, de su crianza, de la vida, y él me dijo que en Yo amo a mami, puso la foto de su mamá y ella estaba contentísima mostrándoles el libro a todas sus amigas (risas).

“Cuando me dicen que es un libro muy femenino, o que es una historia de una chica de treinta años en crisis, no estoy de acuerdo porque creo que la novela habla más de la sociedad, de la época, de los mandatos, de querer cambiar y ser más auténticos, de los roles de los hombres. En esta novela, los hombres son uno peor que otro”, define la autora. “Es cierto que es un libro que tiene un alma muy femenina, pero la protagonista cuenta mucho más que su frustración personal”, concluye.

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En su libro, Laura Beilin trabajó con el diario íntimo como herramienta expresiva.
 
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