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Miércoles, 24 de junio de 2015

MUSICA › SERGIO PUJOL ES EL AUTOR DE OSCAR ALEMáN. LA GUITARRA EMBRUJADA, EDITADO POR PLANETA

El músico que hablaba todas las lenguas

El historiador y ensayista ya había escrito biografías de Yupanqui, María Elena Walsh y Enrique Santos Discépolo, pero en el caso de la historia del guitarrista de jazz quiso “sacar a la luz algo que estaba latente en la sociedad argentina”.

 Por Karina Micheletto

La figura de Oscar Alemán tiene tanto de conocida como de desconocida, de icono de época como de una música que para muchos hoy puede sonar a tiempos extrañamente pasados y escasamente revisitados. Unas décadas atrás fue un guitarrista verdaderamente popular, que llegó a vender un millón de discos; hoy sigue siendo referente de una cantidad de guitarristas. Su extraordinaria habilidad y su swing pueden ser hoy bien recordados por muchos, igual que su rutilante estilo escénico. Menos conocido es su origen y su historia de novela: de ser un chico de la calle perdido en Brasil, que no tenía ni siquiera documentos, a serio rival de Django Reinhardt. Y aún menos analizado, su lugar en la música y la cultura popular argentinas. De estas cuestiones se encarga el historiador y ensayista Sergio Pujol en Oscar Alemán. La guitarra embrujada, recientemente editado por Planeta.

Pujol se ha especializado en el análisis de la música popular y ha sabido poner en juego el infrecuente gesto de superar el anecdotario para poner el tema en un contexto, problematizando ciertas cuestiones y avanzando sobre la construcción de una historia de esta música en la Argentina, o, al menos, de algunos de sus hitos. Así lo hizo en libros como Jazz al sur. La música negra en la Argentina, Rock y dictadura o en su Historia del baile. De la milonga a la disco. Y también en las biografías que encaró anteriormente: En nombre del folklore, sobre Atahualpa Yupanqui, Como la cigarra, de María Elena Walsh, y en Discépolo, una biografía argentina.

En diálogo con Página/12, Pujol cuenta que la biografía de Alemán demoró entre sus posibles biografiados por dos razones: “Primero, porque (el periodista) Carlos Inzillo tenía ese proyecto, y cada vez que me lo encontraba le preguntaba: ‘¿Y, Carlos?. Hasta que un día me dijo: ‘La verdad, no la voy a hacer, hacela vos’ –recuerda–. El otro escollo es que creía que era una figura muy poco conocida, no la veía viable. Venía de trabajar gente muy famosa, que ha dejado una huella en la cultura argentina: María Elena Walsh, Atahualpa Yupanqui, Discépolo tenían una obra autoral y compositiva, habían pensado la sociedad argentina y a la Argentina, de una manera muy particular. En una palabra, respondían al perfil de un intelectual argentino”, define.

–¿Y Alemán?

–Era un hombre que venía del mundo de las variedades, del mundo del jazz, que no tenía la menor intención de entender a la sociedad argentina. Más bien buscaba impresionarla, divertirla, hacerle pasar un gran momento. Por eso me parecía difícil convencer a los editores. Sin embargo, fue un prejuicio, porque no bien lo planteé en Planeta me dijeron que sí, y además con gran entusiasmo. Me di cuenta de que ese estilo que estaba aislado unos años atrás hoy no lo está: hay mucha gente que se relaciona con eso que hacía Oscar Alemán. Luego descubrí que fue el héroe guitarrístico de Pajarito Zaguri, Edelmiro Molinari, Claudio Gabis, Luis Salinas... Toda esa gente era fana de Alemán y yo no lo sabía.

–Y en su caso, ¿cuál fue el origen del interés por este guitarrista?

–El origen remoto y un tanto inconsciente fue una tarde de 1980 en la que frente al televisor, en la casa de mis viejos, descubrí la que fue su última presentación en vivo, en los estudios de lo que era ATC. Yo era rockero, como éramos todos en esa época a esa edad, y recién empezaba a escuchar algunas cosas del jazz. Me impactó lo que vi: un tipo grande, de anteojos, negro, que tocaba una guitarra acústica con un micrófono de contacto, zapateaba una caja con un poco de arena y piedritas, que de pronto se llevó la guitarra a la espalda y tocó... así. ¿Qué música tocaba? Era jazz, de otra época, una música que en ese momento no se escuchaba. Lo que hacía Oscar no encajaba en ningún casillero y eso fue un elemento atractivo para mí. Yo estudiaba guitarra y de pronto descubría a un precursor de la guitarra, que estaba tocando un instrumento que es el instrumento nacional y con tanta llegada a la cultura rock.

–Usted dice en el libro que lo veía como algo que pertenecía al pasado, pero a la vez no era pasado...

–Era como un fantasma que venía de otra Argentina. Después me enteré de que había vuelto a los escenarios en el ’71 y de que estaba en actividad en un circuito que no era el que yo recorría. Tampoco formaba parte de la discoteca de mi viejo, que escuchaba Piazzolla, Los Huanca Hua, música clásica; ni de mi vieja, que era fanática del tango. En el ’92, cuando salió Jazz al sur, le dediqué un capítulo y desde ese momento me quedó dando vueltas por la cabeza esta idea de escribir una biografía de Oscar Alemán.

–¿Y dice que finalmente no era tan poco conocido como creía?

–Exactamente. Lo que me propuse hacer fue sacar a la luz algo que estaba latente en la sociedad argentina. En ese sentido, la operación fue inversa a la de los otros tres biografiados, con los que me proponía ver si se podía decir algo más, poner en cuestión lo que se había dicho sobre ellos. En cambio, acá me puse más en la posición de un arqueólogo que encuentra restos de una civilización pasada y trata de recomponer el sentido que esa civilización tuvo. Lo mismo pasó cuando hice Jazz al sur y descubrí que había un mundo de bailes, orquestas y solistas que prácticamente había quedado enterrado. Acá también, con un agregado fundamental: la fascinación que produce el relato de vida de Oscar Alemán.

–El relato es el de una vida de película...

–De película, de leyenda, con una infancia que parece sacada de una novela de Dickens. Y además esa impresión de que él se salva a través de la guitarra. En una parte del libro cuento que entre los recuerdos de infancia de Oscar estaba el de su padre agarrando la guitarra cuando las cosas iban mal. Como recurso último estaba la guitarra, y él decía: “Mi padre se aferraba a la guitarra como un salvavidas”. Siguiendo con esta metáfora, el padre se hundió (pasó sus últimos días en San Pablo, adonde había ido a probar un mejor destino sin suerte, sin dinero y alcohólico, y se suicidó arrojándose de un tren). Pero Oscar salió a flote. La guitarra para él fue una vía de redención social. Era un personaje que siempre estaba caminando por un filo entre la subsistencia y la desgracia. Incluso en la época de consolidación de su figura hubo momentos muy dramáticos, como cuando lo expulsaron de París y llegó acá con su mujer, sin dinero, siendo prácticamente un desconocido, teniendo que reinventarse. Y nuevamente la guitarra fue la que lo salvó. El conservó toda su vida el cavaquinho con el que siendo un chico de la calle, “un chico de la noche”, aprendió a tocar en Brasil; era una suerte de amuleto contra la desgracia, y la guitarra también lo era. Fue alguien que se aferraba de una manera pasional y desesperada a la guitarra, había un vínculo de empatía muy fuerte con su instrumento. Y eso es muy potente desde el punto de vista narrativo y muy profundo desde el punto de vista de la historia argentina: nuestro poema nacional es un hombre aferrado a la guitarra, el Martín Fierro.

–También sorprende su condición de hombre que se hace a sí mismo, siempre solo.

–Su soledad en algún punto me hizo acordar a la de Yupanqui, aunque eran muy distintos. Era una soledad absoluta, incluso despojada de identidad nacional en algún momento. Cuando llegó en 1927 a Buenos Aires, dijo que llegó como un extranjero. El pasó su infancia entre el Chaco y Buenos Aires, pero a los 11 años se fue con su padre a Brasil, donde siendo un chico de la calle descubrió la música. Volvió a los 18 años, haciendo música hawaiana en un dueto brasileño. Dos años después, se fue a Europa y volvió recién en el ’40. Por lo tanto, cuando regresó, tenía más vida afuera que acá. Por otro lado, era chaqueño, era un negro argentino... El dijo en algún momento: “Yo era argentino, pero me sentía como un extranjero en Buenos Aires”. Eso me permite poner en cuestión ciertos temas vinculados con lo nacional y popular.

–¿Cómo lo definiría, desde ese lugar?

–El llegó a vender un millón de discos, fue un éxito comparable a “El rancho ‘e la cambicha”, “Luna tucumana” o “Volver”, de Gardel, en cuanto a ventas. Era un argentino que tocaba a la manera jazzera y con una intención paródica un bolero (“Bésame mucho”, su gran éxito) y, sin embargo, lo escuchás y es Oscar alemán. El representa eso que yo en el libro trato de definir como polisemia popular, la otra cara de la música argentina, que tiene géneros muy característicos y consolidados, como el tango, la chacarera, pero es también una actitud muy receptiva hacia las músicas que llegan de afuera, que de algún modo se vuelven muy familiares. Y Oscar era como un agente cultural, que escuchó esas músicas, las conoció, se interiorizó de los estilos interpretativos, porque era muy riguroso. Era un tipo que estaba presentando las músicas del mundo al público argentino, y el público celebró eso, necesitaba de eso, porque incluso en los bailes de tango de los ’40 la gente también quería escuchar boogie boogie, jazz, y bailar esas músicas.

–¿Inventó esas músicas para los argentinos?

–El no inventó músicas, no inventó una lengua. Pero las manejó todas, y con absoluta precisión y rigurosidad. Era un músico absolutamente versátil y, en ese sentido, genial. Era un políglota: hablaba todas las lenguas.

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“Se aferraba de manera pasional y desesperada a la guitarra”, dice Pujol sobre Alemán.
Imagen: Pablo Piovano
 
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