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Sábado, 22 de agosto de 2015

MUSICA › A LOS 71 AÑOS, MURIÓ DANIEL RABINOVICH

Sonrisa del Luthier eterno

 Por Karina Micheletto

El oficio periodístico produce ciertos acostumbramientos extraños: hacer necrológicas, por ejemplo. Esta es sin embargo una que cuesta mucho concretar, porque se trata de una muerte que resulta absolutamente cercana, aunque no medie una relación de amistad, siquiera por fuera de la enorme afinidad sostenida que generó lo que este músico y actor cosechó durante medio siglo de trabajo artístico. Murió Daniel Rabinovich, y con él termina Les Luthiers tal como se lo conoció por más de cuatro décadas, al menos desde la muerte de otro de sus fundadores, Gerardo Masana. Con él se va –y al mismo tiempo permanece– una manera de hacer humor y de plantear un espectáculo absolutamente única, hecha tanto de don, repentismo y carisma propios como de formación, de manejo y conocimiento interno dentro de un grupo, como de respeto por un público al que él siempre supo tratar como semejante.

Rabinovich tenía 71 años y sufría desde hacía tiempo problemas cardíacos (su primer infarto fue en 1995); luchaba también contra un cáncer. En 2012 había estado internado en Montevideo, cuando sufrió un preinfarto durante una gira y debieron practicarle un cateterismo. Su salud volvió a desmejorar a principios de este año y tuvo que abandonar las actuaciones con Les Luthiers; no pudo participar de Lutherapia, y en la gira de este último espectáculo por Argentina, Latinoamérica y España tomaron su lugar sus reemplazantes habituales, Horacio Turano y Martín O’Connor. Murió ayer y sus restos fueron despedidos en una casa velatoria de Belgrano, donde se sintieron convocados, junto a familiares y amigos, tantísimos anónimos admiradores de su trabajo.

Daniel Abraham Rabinovich Aratuz nació el 18 noviembre de 1943; sus amigos lo conocieron como Neneco. Su verdadero apellido paterno era Halevy, y en la biografía oficial de Les Luthiers está contada la particular historia de este cambio de identidad: su bisabuelo, que llegó a la Argentina desde Besarabia (hoy República de Moldavia), no había hecho el servicio militar porque era rabino, y por eso compró el documento de un muerto, de apellido Rabinovich, para poder salir de su país. En su familia materna también hubo un cambio de apellidos: de origen ruso, llamados Rautsch, fueron anotados mal en Inmigraciones al llegar a la Argentina, y se convirtieron en Arautz.

La música lo rodeó desde pequeño: su madre, Fanny, había estudiado piano, siguiendo la costumbre de las mujeres judías de la época. Su padre –un abogado penalista que defendió a personalidades como Hugo del Carril y Tita Merello– tenía el hábito de cantar y silbar tangos. “Llevaba una vida bohemia muy linda. Nuestra casa estaba permanentemente abierta. Siempre había algún amigo guitarrero, folklorista, borracho o refugiado republicano español. Los tres hermanos heredamos eso y hoy también tenemos casas abiertas a los amigos”, contaba.

Fue el folklore, como corresponde a una época de “boom” del género en la que llegaron a agotarse las guitarras en la Argentina, el que primero llamó la atención de un joven Rabinovich que de niño había estudiado piano y, desde los 7 hasta los 13 años, violín –tomó clases con Ljerko Spiller, Vera Graf y Enrique López Ibels–, que había estudiado guitarra con José María de los Hoyos y que “quería tocar como Ernesto Cabeza, el guitarrista de Los Chalchaleros”. En ese clima familiar y de país, durante el colegio secundario formó un grupo de folklore: Los Amanecidos. El lugar en el que vivían también favorecía este rumbo musical, según contó: “De chico, me crié en el Palacio de los Patos, un complejo de viviendas ubicado en Ugarteche y Las Heras, en Buenos Aires, donde viví hasta los 18 años. Allí había varios folkloristas, que me dejaban asistir a sus reuniones. Fue donde por primera vez escuché cantar a voces y tocar la guitarra”.

Pero el mandato familiar era otro y Rabinovich estudió abogacía, como su padre, y siguió luego la carrera de escribano. Se recibió de escribano público en 1969, pero antes hizo algo que sería más trascendente en su vida. A los 18 años, recién llegado a la carrera de Derecho en la Universidad de Buenos Aires, ingresó al coro de la Facultad de Ingeniería. Eran tiempos de esplendor de los coros universitarios y de esplendor universitario en la Argentina, previos a la Noche de los Bastones Largos y a la larga noche que siguió con Onganía. En particular, el coro de Ingeniería era un espacio efervescente de creación, en el que se conjugó desde un principio el entusiasmo por la música tanto académica como popular, y un particular sentido del humor de sus integrantes. Allí Daniel Rabinovich conoció a Gerardo Masana, a Marcos Mundstock y a Jorge Maronna, y posteriormente a Carlos Núñez Cortés, todos ellos futuros integrantes de Les Luthiers.

En aquellos primeros tiempos de entusiasmo musical universitario fue Masana el principal impulsor de los inicios musicales y actorales del futuro grupo, primero desde el coro de Ingeniería, luego ya formados con el nombre de I Musicisti, un grupo más numeroso, presentado como “orquesta de instrumentos informales”. Aquí ya arrancaría la marca de humor inteligente, búsqueda musical, “reciclaje” de géneros y estilos académicos para volverlos risibles y presentación de extraños instrumentos en escena: bass pipe a vara, tubófono, yerbomatófono, contrachitarrone da gamba, gom horn natural, manguelódica pneumática y glisófono pneumático, según recuerda el programa de aquel grupo iniciático. Con I Musicisti lograron creaciones como Il figlio del pirata, en 1963, y un par de años después la Cantata Modatón, posteriormente rebautizada Laxatón (Así, Cantata Laxatón, se llamaría el segundo disco de Les Luthiers, editado por Trova en 1972). Música, sí claro fue el primer espectáculo presentado comercialmente por el grupo, estrenado en 1966 en la sala del Centro de Artes y Ciencias de Buenos Aires.

Tras abandonar I Musicisti, Rabinovich, Mundstock, Maronna y Masana se presentaron por primera vez como Les Luthiers el 2 de octubre de 1967, contratados por Editorial Abril para actuar durante un agasajo a la actriz Merle Oberon (la protagonista de Cumbres borrascosas). Aquella primera obra, Les Luthiers cuentan la ópera, un “drama lírico-histórico”, según lo definieron, fue el primero de unos cuarenta espectáculos que el grupo creó sumando pronto a Carlos López Puccio, otro coreuta apasionado que venía de la Universidad de La Plata, que se integró primero como “artista contratado” y en 1971 ingresó formalmente al grupo, luego de una temporada en Mar del Plata que resultó mal económicamente. “Me invitaron a hacerme socio de una desventura, de una bancarrota. Y naturalmente, acepté”, contó el nuevo integrante, en el estilo del grupo, en Gerardo Masana y la fundación de Les Luthiers, libro de Sebastián Masana que recoge esa primera historia.

En los comienzos del grupo, Rabinovich cantaba y tocaba la guitarra y el “latín”, una parodia del violín. Rápidamente, y en base a un natural manejo del humor sobre el escenario (un manejo y un modo de ser que mantenía también una vez que bajaba de escena) fue ganando protagonismo actoral. Ese crecimiento fue percibido por la crítica, y en los ’70 un cronista de la revista Panorama llegó a compararlo con Peter Sellers. “Leí esa nota, pero creo que fue una exageración”, dijo Rabinovich. “La transformación fue gradual. No tenía ninguna veta humorística previa. De a poco comencé a realizar algunas improvisaciones graciosas, y me salieron bien”, explicó.

Lo cierto es que ese natural repentismo, esa capacidad de improvisar respuestas hilarantes, fue tomada por el grupo, trabajada e incorporada como otra marca que funcionó en el desarrollo colectivo. Rabinovich brilló también en este aspecto, en esa dupla tremenda que conformaban con Marcos Mundstock, el atorrante y el ceremonioso, el despistado y el que intentaba que las cosas no se saliesen de cauce, una batalla siempre perdida de antemano. El suyo fue un aporte fundamental en esa fórmula que el grupo sabía manejar alrededor de los juegos del lenguaje, como cuando todo se confundía entre el merengue como ritmo y como postre, o cuando el intérprete se veía obligado a cambiar de género a último momento la letra de una “Bolera”. El, que a diferencia de sus compañeros de equipo no escribía ni componía música (aunque era un amante de la música, en particular del folklore y del jazz), partía de esta faceta en su rol en el grupo. “No escribía ni componía música, pero al final era el que cuando había que ponerle la frutilla al postre, tenía un montón de frutillas. Es, fue y será integrante por siempre de Les Luthiers”, lo despidió ayer Lino Patalano, el representante del grupo.

En vivo, los suyos eran grandes momentos de celebración en el teatro, en los que las risas de al menos tres generaciones –con esa capacidad también única que supo lograr Les Luthiers, la de reunir en las butacas a abuelos, padres e hijos disfrutando a la par– sonaban juntas, como bajando en oleadas por las plateas, un fenómeno que se recuerda como parte del encanto especial que implicaba ir a ver a les Luthiers. Eso que en escena aparecía como un mecanismo perfecto, aceitado milimétricamente, implicaba en realidad testeos con sketches escondidos en shows anteriores, sucesivas reelaboraciones, recortes y agregados, modificaciones en una pausa, una respiración o una cara que cambiaban el sentido de todo un gag, estudios sobre grabaciones y filmaciones, intercambios de ideas con gente como Roberto Fontanarrosa, quien fue un asiduo colaborador creativo de sus espectáculos.

Resultaba entonces extraño, en las entrevistas, escucharlos hablar del terror que les producían los estrenos, de los gestos cómplices que compartían en esas situaciones. Era un trabajo de ajustes continuos que seguía una vez estrenado el espectáculo y que, aunque no se podía medir exactamente en tiempo, podía calibrarse en años. “Es un laburo muy exigente meter en la memoria una cosa para estrenar, cambiarla los primeros días, después volver a cambiar. Hay distintas memorias para el actor: la del teatro, la de la ingeniería del lenguaje, la de la rima”, explicaba Rabinovich en una entrevista a este diario sobre ese mecanismo. “Con el humor no se puede saber de antemano. Nos llevamos unas sorpresas terribles. Hay obras enteras que se ensayan, se prueban y fracasan”, aseguraban.

Rabinovich tuvo también algunas incursiones actorales en cine y televisión. En cine trabajó en Espérame mucho, de Juan José Jusid (1983), Cine Negro (2007), ¿Quién dice que es fácil? (2007), Mi primera boda (2011), Extraños en la noche (2012) y Papeles en el viento, la película basada en la novela de Eduardo Sacheri que fue estrenada este año. En televisión participó en las miniseries Los gringos (1984) y La memoria (1985), ambas dirigidas por David Stivel, y en la serie La dueña, aquella que protagonizó Mirtha Legrand. Menos conocida es su actuación en la telenovela colombiana Leche, dirigida por Víctor Mallarino. También participó en un episodio de la serie Tiempo final, en 2002, e hizo el papel de Néstor Craken en la serie La familia Potente (2003). Escribió además los libros Cuentos en serio, con prólogo de Joan Manuel Serrat, y El silencio del final, nuevos cuentos en serio (publicados en 2003 y 2004, ambos por Ediciones de La Flor).

“Fue muy cariñoso, estuvo siempre muy pendiente de los problemas del otro, de la familia, de los hijos, estuvo siempre allí. Vamos a sufrir mucho su pérdida, teniendo en cuenta además que, desde el punto de vista del trabajo, era el tipo tal vez más gracioso del grupo”, lo recordó Núñez Cortés ayer. “Hay gente que dice que los monólogos de Daniel fueron fragmentos maravillosos, desternillantes. Nos enseñó a reír, fue un descendiente directo de Cantinflas, que se trababa con las palabras”. Consultado sobre la prensa sobre la continuidad del grupo, el compañero de Rabinovich anticipó que seguirán “trabajando como un cuarteto”. “Lo vamos a recordar siempre, toda la vida. Hoy no somos un quinteto, ahora somos un cuarteto, y debemos aprender a seguir sin él. Vamos a seguir trabajando”.

Daniel Rabinovich fue una de las figuras del espectáculo argentino y una pieza fundamental de la genial maquinaria de Les Luthiers, que ahora deberá “aprender a seguir” como un cuarteto. Si algo caracterizó su arte y al del grupo fue su capacidad de llegar a ser verdaderamente popular –por su convocatoria y también por su carácter, en la Argentina y en Iberoamérica toda– sin resignar nunca calidad, considerando siempre al público como un destinatario a conquistar y, por lo tanto, respetándolo y desafiándolo. Algo que ese público le seguirá agradeciendo a Daniel Rabinovich, en un recuerdo que se mantendrá siempre cruzado por una sonrisa.

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Imagen: Télam
 
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