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Domingo, 5 de diciembre de 2010

LITERATURA › JUAN GELMAN Y ANTONIO GAMONEDA, UN ENCUENTRO DE GIGANTES

Charlar en la cordillera de la poesía

Los dos premios Cervantes hicieron que el tiempo volara en un encuentro que electrizó a una sala repleta, y en la que la poesía fue el disparador de frases jugosas, sentidas y, en más de una oportunidad, pinceladas con un extraordinario sentido del humor.

 Por Silvina Friera

Desde Guadalajara

Antonio Gamoneda y Juan Gelman, juntos en la Feria del Libro de Guadalajara.

Dos viejos amigos se abrazan. Dos cómplices de la palabra, que le arrancan versos inolvidables a la vida, juegan como niños. Se divierten como hermanos. Son expertos en esquivar la grandeza. Prefieren cultivar el jardín de la humildad. Juan Gelman y Antonio Gamoneda, poetas del Cervantes en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), no dejan adjetivo con cabeza cuando los someten al dardo de la ironía. “No soy un gran poeta, soy un poeta mayor, acabo de cumplir ochenta años. Lo único que me consuela es el tango, porque cuando dicen que 20 años no es nada, 80 son cuatro veces nada”, aclara Juan. En la sala no cabe un cuerpo más. El cartel con la frase “cupo lleno” flamea en la entrada como una bandera que impone un umbral. La gente de a pie y de pie festeja a puras carcajadas cada una de las ocurrencias. “Soy un poeta menor porque me faltan seis meses para cumplir 80”, bromea Antonio. La cita con la poesía comienza con el aceite del humor condimentando el diálogo. Antonio Colinas, el moderador, los presenta. En la obra de estos poetas, dice, encuentra un “afán de ir más allá con sus palabras, siempre más allá con el lenguaje, sin renunciar nunca a esa realidad, a veces muy dura, que sus ojos han contemplado o vivido”.

Gamoneda y Gelman, de menor a mayor, siguiendo la cronología, “salen indemnes de cualquier prueba generacional”, agrega Colinas. “En España como en América existen tantas poéticas en español como poetas. Y eso es un signo de libertad.” Gelman interviene. Tiene la palabra y golpea, suavemente, donde más duele. “Yo llamo a nuestra lengua castellana; sería bueno subrayar que para mí es el castellano y no el español”, corrige el poeta argentino. “Por mi parte –señala el moderador– no hay inconveniente.” El engranaje de la réplica se afila. Juan le retruca: “Mejor así, si no te esperaba a la salida”. Después de la amonestación, Colinas pregunta cómo es ser un poeta independiente dentro de una generación. Gamoneda, coetáneo de la llamada “generación del ’50”, recuerda que el concepto generación fue acuñado por José Ortega y Gasset. “Pero no se refería a la simultaneidad en las edades, sino al hecho de que se compartiera una tendencia en la comprensión de la palabra creadora”, subraya. “Mi vocación es ser un poeta menor y provinciano”, asume el autor de Libro del frío. El hecho de que Gamoneda no sienta que pertenece a la “generación del ’50 –advierte– no tiene mérito ni demérito alguno”.

Gelman relata una historia que viene a cuento del tema. “No creo en las generaciones, creo en los poetas. Hace 30 siglos, uno de los poemas anónimos que por primera vez recogió la escritura china habla de un pastor que está a una distancia infinita. En la madrugada, bajo el cuidado del ganado, piensa en su mujer que está en el hogar, al lado del fuego. El último verso dice que él escucha el sonido de sus tijeras bajo la noche profunda. Me parece un verso bellísimo y nadie sabe a qué generación o degeneración perteneció el poeta.” Colinas sugiere que Juan repase la importancia que han tenido en su poesía las lecturas de Teresa de Avila, Sor Juana Inés de la Cruz y San Juan de la Cruz. “Yo estaba en el exilio y los volví a leer desde el lugar de la presencia-ausencia de los seres amados”, recuerda. “Esa presencia de la pérdida, que nunca se ausenta, me llevó a entablar un diálogo con la lengua de ellos que me parece muy fecundo. Hay callejones de la lengua castellana que no se han cerrado todavía; están ahí, latiendo, y aún nos dan de comer.”

Los párpados de Gamoneda están en huelga por unos instantes; sus cejas parecen alborotadas como un signo de interrogación garabateado de apuro. Sus ojos, clausurados por la melancolía, no quieren lidiar con la luz de la sala. Pero descorre el velo y lo mira a Gelman, a ese compañero de ruta que tanto admira, “irremediablemente” como poeta. En él piensa y a él se dirige cuando afirma que hay poetas de raza, “como lo es un animal que tiene que responder a ciertas compulsiones biológicas; un ser humano que no puede ser otra cosa que poeta”. ¿Acepta Gelman esta clasificación? Juan está tentado. Durante unos segundos, no puede articular palabra alguna. Sólo ríe, mientras prepara una estocada. “Gamoneda realmente pertenece a la raza que acaba de definir y creo también que, a diferencia de los sofistas que intentan encontrar razón en las ambigüedades, lo que Antonio explora son las ambigüedades de la razón, con una fuerza emotiva y una lengua a mi juicio extraordinarias y nuevas.” Gelman lee un poema de Gamoneda.

“Yo quiero a Gelman, pero me hace trampa”, se queja el poeta español con esa dicción morosa y un tono de ultratumba oxidado por el tiempo. “Te he hecho una rigurosa y fuerte pregunta, te he preguntado si te incluyes en esa raza o no.”

–Lo que pasa es que yo no soy racista –responde Juan.

Ahora el que ríe es Gamoneda. “No sé qué órgano será depositario de la condición del poeta, ni siquiera sé qué órgano es depositario del cariño y la amistad. Sin embargo, no hay manera de que nos pongamos de acuerdo”, admite. El poeta español retoma su caballito de batalla y reitera algunas de las definiciones que trazó hace unos meses cuando estuvo en Buenos Aires, inaugurando el V Festival Internacional de Poesía en la Feria del Libro. “La experiencia mística es inseparable de la experiencia poética. Juan de Yepes, más conocido como San Juan de la Cruz, hablaba de un no saber, sabiendo; de un no saber que conduce al conocimiento.”

Gamoneda querría leer un poema de su compinche. “No he sido tan previsor de traer un libro de Gelman”, se disculpa, mientras revuelve unos papeles con inéditos. “Los poemas no se me dan de repente; tengo que sufrir y hacerlos vivientes”, comenta antes de leer uno inacabado, dedicado a otro hermano poeta: Juan Carlos Mestre. “Es una prueba que me hago a mí mismo porque tengo que oír mi poema”, avisa. Hasta las mesas y sillas se emocionan. “¿Cómo hago para leer después de ese poema?”, se pregunta Gelman. Juan lee. El público está levitando por las nubes. Alguien le avisa al moderador, a Colinas, que ya es la hora. Nadie puede creer cómo se escurre el tiempo entre las voces de estos poetas. Nadie se mueve, como si quisiera prolongar el trance.

–Asistimos a una sensibilidad que está a punto de desaparecer –alerta, emocionadísima, una mujer.

–Discúlpeme, por qué la entierra prematuramente. Los que estamos por desaparecer somos Antonio y yo –interviene Gelman.

“Ustedes, que son poetas mayores, ¿qué poetas nuevos nos recomendarían?”, pregunta un joven estudiante. Gamoneda confiesa que querría saber contestarle. “Me avergüenza ser un conocedor insuficiente de la poesía de lengua castellana en la otra orilla de la patria lingüística. Desgraciadamente las circunstancias que la poesía tiene que soportar, las leyes del mercado, han generado que no conozca a los autores.” Gelman se suma a esa “ignorancia”. “La poesía en lengua castellana no tiene ningún Aconcagua, pero hay una cordillera. Y eso es bueno.”

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